› Por José Natanson
Las dos noticias políticas de esta semana –el acercamiento entre Felipe Solá y Mauricio Macri, y la reunión entre Julio Cobos y Gerardo Morales–- comenzaron a definir más nítidamente el paisaje electoral del 2009, con tres –resulta difícil decir fuerzas políticas o aun alianzas, digamos mejor espacios– disputándose los favores del electorado: un kirchnerismo pejotizado y apoyado en los gobernadores del interior y en esos minigobernadores desfinanciados que son los intendentes del conurbano; un radicalismo que, titubeando, vuelve a sí mismo; y un peronismo disidente en estado de germinación.
Como insiste desde hace años el politólogo Isidoro Cheresky, la política es cada vez más una dinámica de articulaciones provisorias y cambiantes. En simultáneo con la desafección ciudadana, los partidos han ido perdiendo relevancia y adquiriendo un carácter crecientemente instrumental. “No se trata –escribió Cheresky en La política después de los partidos (Prometeo)– de una crisis episódica, sino del signo de una metamorfosis o una mutación de la representación, es decir, una transformación hacia otros vínculos en la comunidad política”.
En paralelo con este fenómeno, los líderes de popularidad, que nacen y se reproducen (y mueren) en la escena pública, han ido adquiriendo cada vez más fuerza, en buena medida porque resultan más aptos que las organizaciones para adaptarse rápidamente a situaciones cambiantes. En tiempos de globalización, no sólo se acelera la televisión, la velocidad en las rutas y el ritmo de vida; también la política.
Y aunque los movimientos son cotidianos y aunque hay zigzagueos y contramarchas, el panorama se va aclarando en torno de tres espacios más o menos definidos:
La exhibición de pejotismo protagonizada por Kirchner el martes pasado en José C. Paz –hacía calor, había bombos y hasta eso que todavía hoy algunos llaman militantes– confirma la estrategia del ex presidente de cerrarse sobre la estructura del PJ.
El plan consiste en descansar en los líderes provinciales y municipales, concederles autonomía e incluso sustraerse de la campaña en aquellos distritos en los que su figura genera más pérdidas que ganancias, como Santa Fe o Córdoba. La estrategia, impensable hace algunos meses, no debe ser leída como un intento de saltearse las elecciones al estilo De la Rúa 2001. Como escribió Luis Tonelli en el último número de la revista Umbrales, Kirchner está decidido a provincializar los comicios, pero para ganarlos.
La prioridad ya no pasa por buscar la continuidad del proyecto K, sino por apurar un acuerdo coyuntural que, como todo pacto político, encierra una conveniencia mutua: Kirchner necesita exhibir un resultado decoroso en octubre y garantizar la continuidad institucional hasta el 2011. Del otro lado, los líderes del PJ –un Schiaretti, un Reutemann– necesitan el apoyo del gobierno nacional para el 2009, pero también requieren una gobernabilidad segura hasta el 2011: como enseñó trágicamente la crisis de diciembre, cualquier alteración institucional resulta costosísima en términos electorales. Por eso, aunque lógicamente complacidos con un Kirchner menos todopoderoso que antes, aspiran al mismo tiempo a un gobierno estable y bien plantado. Que sangre, pero que no se desangre.
El panradicalismo viene dando muestras de su voluntad de confluir en una única opción política: la semana anterior había sido el encuentro de Carrió y Morales en Mar del Plata; el miércoles pasado fue la reunión de Morales con Cobos. Las ventajas de reunificar al universo no peronista –lo que Juan Carlos Torre, en un artículo publicado en Desarrollo Económico, denominó “Los huérfanos de la política de partidos”– son evidentes: bien articulado, el panradicalismo podría pelear con buenas chances las elecciones de Capital y Mendoza (quizás incluso Córdoba) y aspirar a un segundo lugar en Buenos Aires.
Pero las cosas son siempre más complicadas. Lo más probable, al menos hasta hoy, es que las diferentes expresiones radicales concurran separadamente y utilicen las elecciones de octubre como una interna abierta en la que se defina la primacía para el 2011. Se trataría, en este caso, de una contienda virtual, en la medida en que lo más probable es que sus principales líderes –Elisa Carrió, Julio Cobos, Hermes Binner– no compitan (y, si lo hacen, lo hagan en diferentes distritos).
En esta perspectiva, el resultado de la interna opositora dependerá de la performance de las segundas líneas y de la astucia de cada uno para presentarse en los medios como el verdadero ganador de la disputa.
En una semana productiva, el peronismo disidente también dio señales de unificación. Hubo un amoroso flirteo entre Solá y Macri y un tercero en discordia, Francisco de Narváez, que exhibe por ahora más dudas, pero que no ha descartado del todo la posibilidad de un acuerdo.
La clave es la provincia de Buenos Aires, donde una buena elección –y por supuesto un triunfo– crearía una plataforma fabulosa para las presidenciales del 2011. Sin embargo, las complicaciones son importantes, comenzando por las dificultades de Solá y De Narváez para compatibilizar sus aspiraciones a encabezar la lista.
Al mismo tiempo, los incentivos también son fuertes: a las lógicas ventajas de evitar la dispersión hay que sumar la posibilidad de sintonizar con un cambio del clima social, que en la perspectiva de una crisis económica y un aumento del desempleo clama respuestas al problema de la inseguridad.
La semana pasada, Eduardo Feinmann dedicó su programa de la tarde en C5N a discutir si la inseguridad podía solucionarse ¡con la reimplantación del servicio militar obligatorio! Y aunque podrá argumentarse que se trata de un desvarío represivo intrascendente, también puede leerse como la oscura forma en la que la derecha registra un cambio en el humor bonaerense, un giro hacia propuestas más conservadoras que incluso podría haber comenzado hace un par de años, con el triunfo de Daniel Scioli y el buen debut de De Narváez en las elecciones del 2007.
¿Qué expresa cada uno de estos espacios? Es difícil decirlo. En primer lugar, habrá que descartar la idea de que la política argentina puede organizarse en torno del eje izquierda-derecha: ni el PJ (de Reutemann y Aldo Rico a Kirchner) ni el panradicalismo (de Margarita Stolbizer y Rubén Giustiniani a López Murphy) pueden reclamar con total derecho esta etiqueta.
En cuanto al peronismo disidente, su inclinación centroderechista parece más clara, pero también admite matices: en la crucial cuestión de la inseguridad, por ejemplo, la gestión de Solá incluyó a ministros como Juan Pablo Cafiero y León Arslanian, en un enfoque que contrasta claramente con las propuestas manoduristas de Macri y de De Narváez, que hasta lanzó un blog –que por algún motivo llama “mapa de la inseguridad”– para que la gente haga catarsis y anote sus denuncias.
El conflicto del campo, la pulseada política más dura del 2008, tampoco funciona como frontera: aunque todos los opositores se ubican del mismo lado y hasta pugnan por incluir a los líderes de la protesta en sus listas, no ocurre lo mismo con el PJ, donde los candidatos kirchneristas conviven con otros, como Reutemann, que durante aquellos meses de fuego se ubicaron en la vereda de enfrente.
Descartado como principio organizador el eje izquierda-derecha y el eje campo-Gobierno, cabe preguntarse qué separa y qué une a los candidatos para el 2009 (y eventualmente para el 2011). En otras palabras, ¿cuál será el eje de diferenciación en una política que es cada vez más un reino de la táctica? Podría ser el eje oficialismo-oposición, aunque la estrategia de Kirchner de provincializar las elecciones probablemente lo diluya. Podrá ser, por supuesto, el clásico peronismo-radicalismo, aunque en la provincia de Buenos Aires probablemente haya dos peronismos y en algunos distritos seguramente habrá más de un radicalismo.
Como suele ocurrir, cada líder buscará imponer su propia divisoria: Carrió querrá establecer una frontera populismo-república, Kirchner una neoliberalismo-distribucionismo y Macri una eficiencia-ineficiencia. En tiempos de crisis de la representación, la pelea por el eje del debate público –“clivaje”, en tecnojerga politológica– es parte crucial de la disputa política. Quien acierte habrá dado un paso fundamental en una carrera electoral que apenas comienza.
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