Dom 22.02.2009

EL PAíS  › OPINION

¿Podrá Macri convertirse en Jerry Maguire?

› Por José Natanson

Aunque algunos se obstinen en verla como un transparente mar caribeño (uno se para y puede contemplar el fondo de rocas y corales y los peces de colores que nadan entre las piernas), la política argentina se parece más al mar de Miramar: oscuro, ventoso y picado. La nítida línea de separación entre izquierda y derecha, que tantos analistas europeos o europeizados insisten en identificar, se difumina y no acaba de precisarse.

Esto, por supuesto, no quiere decir que no existan izquierdas y derechas. Norberto Bobbio, el gran politólogo italiano, fue quien, cansado del fin de la historia y la ilusión de las sociedades ambidiestras, conceptualizó de modo más claro la separación, en un libro titulado, justamente, Derecha e izquierda (Taurus).

La diferencia, para Bobbio, radica esencialmente en su posición frente a la igualdad: mientras que la izquierda concibe la lucha por la igualdad como el objetivo fundamental de su acción política, la derecha acepta y hasta valora las jerarquías sociales, sobre todo si son consecuencia del esfuerzo y del mérito individual. La libertad, según Bobbio, no es un tema de izquierda o derecha, sino de extremos.

De la dictadura a la democracia

Durante más de medio siglo, en la Argentina –como en la mayoría de los países de América latina– se sucedieron, tambaleándose, gobiernos civiles y militares. En aquellos años de cuartelazos, los intereses del poder económico, las grandes empresas y los bancos eran, en general, defendidos por los militares, garantes del orden, la estabilidad y la propiedad privada, condiciones esenciales para los buenos negocios. A esto se sumaba la defensa de los valores conservadores, desde el rol de la Iglesia en la educación hasta la oposición al divorcio. No es casual que aquellos países que contaron con partidos de derecha más sólidos –como el Chile pre–Allende– hayan sido los menos expuestos a los golpes de Estado.

Todo cambió con la recuperación de la democracia. Desde los ’80, con los militares ya excluidos del juego político, los sectores empresariales y económicos que tradicionalmente se habían expresado y protegido a través de ellos comenzaron a buscar alternativas. Una de ellas consistió en convencer a líderes populares –como Carlos Menem o Alberto Fujimori– de la conveniencia de identificar sus intereses con los de la Nación toda.

Otro camino, que demoró más tiempo pero que resulta más franca y legítima, fue impulsar nuevos partidos y liderazgos. Fue así como comenzó a surgir, dificultosamente, una nueva derecha. Integrada al juego de la democracia y desligada de las dictaduras del pasado, esta nueva corriente comenzó a enfrentar problemas para construir a sus líderes. ¿Dónde encontrar a sus candidatos? Si, como sostiene Bobbio, la derecha considera que el esfuerzo individual justifica las diferencias sociales, entonces es natural que el éxito sea su valor fundamental, y que sea justamente allí, en el progreso y la fama, donde descanse la legitimidad de sus líderes. ¿Y qué mejor forma de medir el éxito o el fracaso de una persona que contando su fortuna? La riqueza es, al fin y al cabo, una de las pocas maneras cuantificables, empíricamente comprobables, de medir el progreso individual.

En este sentido, no parece casual que dos de los tres líderes del peronismo disidente provengan del mundo de los negocios. Algo quiere decir. Y aunque en el caso de Macri podrá argumentarse que el que amasó la fortuna no fue él sino su padre, lo cierto es que el hombre revalidó su fama volcándose a la única actividad que, junto con la empresarial, permite contar, literalmente, las victorias o los fracasos: la deportiva.

Pero Macri y De Narváez no son los únicos. Así como dos de los tres referentes de este nuevo espacio peronista acumulan fortunas valuadas en varios cientos de millones de dólares, los dos dirigentes del PJ a los que todos mencionan como posibles líderes de una más moderada fase poskirchnerista iniciaron sus carreras luego de importantes éxitos deportivos: Carlos Reutemann y Daniel Scioli hicieron del éxito en los deportes –nótese además que no se trata de deportes de equipo sino de disciplinas individuales– la plataforma inicial para sus ascendentes carreras políticas.

No es entonces sólo la posición antirretenciones de Reutemann ni el giro represivo en materia de seguridad emprendido por Scioli lo que permite ubicarlos, con cierta razón, en el universo de la derecha. Es también su origen común. Aunque hoy pocos lo recuerdan, fue justamente Menem, responsable del giro neoliberal del peronismo, quien los buscó personalmente –igual que a otro triunfador hoy retirado de la política: Palito Ortega– y los guió en sus primeros pasos. Salidos de la misma canasta, la impronta noventista está grabada a fuego en sus personalidades políticas.

En el caso de Scioli, su imagen de tenaz luchador se vio reforzada luego del accidente de 1989, cuando corría los mil metros del Delta Argentino y, tras un vuelco, perdió su brazo derecho. Su discreta recuperación y la forma desenvuelta y segura con la que lleva su marca subrayan la línea de superación individual mediante el esfuerzo y la voluntad, no muy diferente del modo con el que lidia con su propia tragedia el liderazgo femenino más prometedor y brillante del mediocre universo macrista: la vicejefa de gobierno Gabriela Michetti.

La Argentina y el mundo

El ascenso de nuevos líderes originados en las empresas y el deporte no es un invento argentino. El chileno Sebastián Piñeira, pionero en la introducción de las tarjetas de crédito en su país, acumula una fortuna de unos 1200 millones de dólares. A diferencia de buena parte de la derecha chilena, Piñeira votó por el No a Pinochet en el plebiscito de 1988 y acompañó a la Concertación en algunas iniciativas para limpiar al sistema institucional de su herencia autoritaria. En 2005 se presentó como candidato a presidente y superó a Joaquín Lavín, líder histórico del pinochetismo, pero fue derrotado en el ballotage por Michelle Bachelet. Según las encuestas, tiene altas chances de convertirse en el próximo presidente de Chile. Mientras, acumula triunfos como parte del directorio del club Colo-Colo.

Otro ejemplo notable es el del ex presidente mexicano Vicente Fox, que ingresó en la Coca-Cola como un humilde supervisor y, también voluntarioso y tenaz, fue ascendiendo hasta convertirse en gerente de la división latinoamericana de la empresa. No muy lejos de allí, en El Salvador, Elías Saca comenzó su carrera como locutor, más tarde participó en la creación de una radio y luego se convirtió en el más poderoso empresario mediático de su país. En junio de 2004 fue elegido presidente.

Pero el ejemplo más pintoresco es del ecuatoriano Alvaro Noboa. Como Macri, Noboa no fabricó sus millones, sino que los heredó de su padre. Dueño de la principal fortuna del país, Noboa se presentó como candidato a presidente en tres oportunidades, con un estilo y un discurso entre mesiánico y absurdo: en los actos de campaña suele tirarse al piso y golpearlo con fuerza para demostrar que va a aplastar la corrupción, toca a la gente como si pudiera sanarla y regala puñados de dólares a quienes se le acercan. En la primera vuelta de los últimos comicios presidenciales se impuso por casi cuatro puntos, pero terminó derrotado en el ballotcctage por Rafael Correa.

Jerry Maguire

Retomo entonces el argumento inicial de Bobbio: una izquierda que lucha por la igualdad frente a una derecha que acepta las diferencias sociales como un motor de progreso. Es esta distinción casi filosófica la que ayuda a explicar la forma en que cada corriente construye sus liderazgos.

Históricamente, la izquierda concebía el éxito en función de construcciones colectivas, y era de allí de donde surgían sus líderes: luchas estudiantiles y sociales, movimientos de derechos humanos, sindicatos, guerrillas. Todavía hoy muchas de sus figuras vienen de allí, aunque la izquierda también ha sido permeada por los valores del individualismo y hoy recurre complementariamente a otras fuentes: no es casual que cada vez más líderes de izquierda, desde Ricardo Lagos hasta Alvaro García Linera o Rafael Correa, provengan de la actividad académica, que permite combinar el éxito individual –se trata de un oficio de solitarios– con el necesario prestigio social.

En cambio, la derecha valora –y, por lo tanto, premia– el éxito individual concebido como reflejo de la división winners-losers, americanísima distinción cuya manifestación cinematográfica más lograda es por supuesto Jerry Maguire. En la gran película de Cameron Crowe, el más winner entre los winners (Tom Cruise, el actor más taquillero de Hollywood) interpreta a un manager deportivo canchero y exitoso que un día, como resultado de una reflexión individual de carácter ético, decide voluntariamente convertirse en loser: se queda sin trabajo, sus antiguos clientes lo dejan y su ambiciosa novia lo noquea de una piña.

Pero Jerry Maguire se recupera y, al final, con la ayuda de la bella Renée Zellweger, encuentra una vía para el éxito menos competitiva y deshumanizada. ¿Podrán los líderes de la nueva derecha, dentro y fuera del peronismo, bajar del pedestal y acercarse a los problemas de los terrícolas? La política es exitista por definición; exige triunfos constantes, carisma y proezas, pero también requiere sensibilidad y empatía: ¿podrá algún día Macri (o De Narváez o Reutemann o Scioli) seguir el camino de Jerry Maguire?

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