EL PAíS › OPINIóN
› Por Carlos Slepoy *
En su reciente viaje a España, Cristina Fernández, la presidenta de nuestro país, ofreció, el 10 de febrero, una conferencia en la Casa de América de Madrid (el contenido completo de la misma puede consultarse en la página web de la Presidencia de la Nación) en la que, tras una aplaudida intervención, contestó dos preguntas formuladas por el público. Una de ellas, de Matías Garrido, miembro de la Casa Argentina de Madrid, rezaba textualmente: “¿Qué opinión le merece la creación de una instancia judicial exclusivamente encargada de juzgar los crímenes cometidos durante la dictadura militar?”. Tras destacar que el retraso en los procedimientos nos causaba angustia a todos, señaló: “La creación de un fuero especial creo que, precisamente, sería algo que buscarían aquellos que persiguen invalidar juicios en materia de derechos humanos porque sería la creación de un fuero especial” y agregó que ello vulneraría “principios básicos del Derecho Penal Occidental y plantearía la nulidad de las causas, inclusive ante la propia Corte Suprema de Justicia de la Nación sin necesidad siquiera de recurrir a ningún juez internacional como, por ejemplo, podría ser la Corte Interamericana de Derechos Humanos”, lo que provocaría que los juicios se dilatarían aún más.
La Presidenta se refería a la creación de tribunales especiales para juzgar estos crímenes, los entendió contrarios al derecho penal occidental y estimó que retrasarían aún más las causas, como ha quedado dicho.
Dado que esta argumentación es utilizada una y otra vez para justificar el más absoluto inmovilismo, es preciso contestarla. El derecho penal occidental registra múltiples casos de la creación de tribunales especiales para juzgar genocidios, crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra: tribunales de Nuremberg, de Tokio, para la ex Yugoslavia, para Ruanda, etc. Asimismo fue a través del derecho penal occidental que se abrieron distintos procedimientos en Europa contra los militares genocidas argentinos lo que constituyó un aporte sustancial para que en Argentina se acabara con la impunidad legal. Son solamente unos escasos ejemplos. Todos estos tribunales fueron en su día calificados por los acusados, y no sólo por ellos, como fueros especiales que violaban el principio del juez natural. Lo que no impidió que los procedimientos avanzaran, prestaran un enorme servicio al derecho penal internacional y al derecho internacional de los derechos humanos y dejaron ya definitivamente inscripto que, cuando se juzgan crímenes que lesionan a la humanidad, deben establecerse los tribunales que sean más adecuados para su juzgamiento, sin que por ello se lesionen ninguna de las garantías de los procesados. Por eso, los recursos que pudieran interponerse ante cualquier instancia, nacional o internacional –incluidas la Corte Suprema de Justicia de la Nación y la Corte Interamericana de Derechos Humanos–, no sólo no paralizarían los procedimientos, sino que estarían destinados a su seguro fracaso.
Lamentablemente, a esta altura de los acontecimientos hay que contar con que no hay ninguna voluntad de dar otro paso más en el desarrollo del derecho penal internacional creando tribunales especiales, con jueces y fiscales expertos en derechos humanos que, a través de macrojuicios, juzgarían en poco tiempo a los que con el sistema actual tardarán décadas en ser juzgados. Esta iniciativa sin duda produciría el aplauso y el apoyo caluroso de instancias internacionales, organismos de derechos humanos y juristas de todo el mundo. En consecuencia, lo que se viene planteando por parte de los organismos de derechos humanos y organizaciones sociales argentinos –y lo que estaba implícito en la pregunta de Matías Garrido– tiene un alcance más modesto. Se pretende que se dicte una ley por el Parlamento o una acordada por la Corte Suprema, que organice el caos en que se encuentran los procedimientos judiciales y que los jueces que están actualmente actuando, y otros que se designen si fuera necesario, se dediquen con exclusividad a los mismos, siendo liberados de las múltiples causas que los distraen y entorpecen, asignando éstas a otros jueces. Se reclama que tengan el apoyo técnico y logístico que estos procesos merecen. Se pide que se cree una unidad del Ministerio Público dedicada a estas causas y que los fiscales que se nombren se dediquen exclusivamente a ellas. Se postula que se establezcan mecanismos ágiles y eficaces para remover a los jueces que no quieren juzgar estos crímenes. Se reivindica que se termine de una vez por todas con los juicios uno por uno, o en pequeños grupos, y que los tribunales celebren juicios orales para la totalidad de los miembros de una misma jurisdicción militar o circuito represivo teniendo en cuenta que el jefe máximo tiene a priori responsabilidad por todos los crímenes cometidos en dicha jurisdicción o circuito y así en sentido descendente.
Relacionado con este último tema, y aludiendo al reclamo de que las pruebas producidas en un proceso sean válidas en otros para evitar la insoportable dilación y el peregrinaje de las víctimas por múltiples juzgados –que el juez Daniel Rafecas ha calificado como una revictimización–, la Presidenta señaló textualmente: “Se pretendía que las pruebas en juicio pudieran valer en otro juicio, algo que también, si hay abogados presentes, saben que esto es imposible porque una de las claves que hace al derecho de defensa y del debido proceso es que cada acusado pueda controlar adecuadamente las pruebas por las cuales se fundamenta la acusación contra él”. No hay nadie que pretenda vulnerar el derecho de defensa y el debido proceso. Como todo abogado sabe, un proceso judicial es elevado a juicio oral cuando existen pruebas que aportan indicios suficientes de que se ha cometido un crimen y se presume que una o más personas lo han perpetrado. Es en el juicio oral en el que se deben reproducir esas pruebas, practicarse otras si fuera necesario, declarar nuevamente los testigos, etc. Por tanto, la acumulación y especialización de los procesos que proponemos no impide en modo alguno que los defensores de los acusados y de los acusadores puedan analizar adecuadamente las pruebas, antes y durante el juicio. Por el contrario, garantizan su concentración y, en consecuencia, su mejor control. El pueblo argentino acumuló en estas últimas décadas, y puso a disposición de la administración de Justicia, un enorme caudal probatorio para incriminar a quienes están siendo actualmente procesados. Con sólo un mínimo de estas pruebas cualquier juez de instrucción elevaría inmediatamente la causa a juicio oral si de delincuentes comunes se tratara. Sin embargo, las instrucciones de los procesos duran años y se otorga a los genocidas la posibilidad de retrasarlos con chicanas procesales de todo tipo. Es un oprobio que, después de haber conseguido tanto, tengamos que conformarnos con tan poco.
Finalmente, Cristina Fernández, tras expresar que aceptaba que se discutieran las políticas sociales y económicas de este gobierno y el anterior de su esposo Néstor Kirchner, dijo: “Pero creo que no hay argentino ni persona en el mundo que pueda dudar acerca de la convicción del gobierno del presidente Kirchner y de esta Presidenta en la necesidad de que sean juzgados y castigados todos aquellos que han violado los derechos humanos en la República Argentina”.
No es mi propósito discutir la convicción de nuestra Presidenta, ni dudar de los notables logros de la primera etapa del gobierno del ex presidente en esta materia. Pero en la vida pública –también en la privada– las convicciones se expresan a través de actos u omisiones, que constituyen también un modo de actuar. Tan valiosos y necesarios fueron los actos en su día producidos, como clamorosas y regresivas las omisiones de estos últimos años.
Lo triste de todo esto es que el Gobierno puede, si quiere, liderar el nuevo impulso que se necesita. En éste, como en tantos otros temas cruciales no abordados a pesar de su perentoria necesidad, cuenta con su antigua convicción y tendrá el apoyo de todos los que quieren ese otro país que, como la Presidenta repite una y otra vez, es posible. Si se quiere, es posible.
* Abogado especialista en derechos humanos.
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