EL PAíS › OPINIóN
› Por Carlos Vilas *
Una Constitución es la expresión jurídica de la estructura de poder en la sociedad. Por eso, cuando tienen lugar cambios significativos en esa estructura, la Constitución experimenta modificaciones. La reforma de 1949, de cuya sanción se cumplen sesenta años este 11 de marzo, fue la arquitectura jurídica de los cambios en las relaciones de poder que tenían lugar desde la reforma electoral de 1912, completada con la sanción del voto femenino en 1947. Para entonces el movimiento obrero tenía un fuerte peso políticoinstitucional y el desenvolvimiento de la economía había estimulado la diversificación de las clases propietarias y el surgimiento de una pujante burguesía industrial y una vibrante clase media. La idea de que el Estado era un actor legítimo en la orientación y gestión de la economía (incluyendo la nacionalización de empresas, activos y servicios) a fin de dar sustento al desarrollo, promover el bienestar y la integración social y expandir los márgenes externos de autonomía nacional gozaba de amplia acogida.
El peronismo dio unidad y expresión política a esa fusión de fuerzas sociales; el liderazgo del general Perón potenció sus aspiraciones emancipatorias. La Constitución de 1949 fue el producto de esa síntesis histórica: la organización institucional de acuerdo con los grandes objetivos de la nueva correlación del poder social transformado ahora en poder político.
El eje de esa organización era “la irrevocable decisión de constituir una Nación socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana”, promover “el bienestar general” y “la cultura nacional” (Preámbulo). Los derechos individuales garantizados por la Constitución de 1853 se complementaron con un conjunto de derechos sociales que explicitaban el protagonismo de las clases populares en la política nacional y la inspiración solidaria y humanista de la nueva cultura política: derechos del trabajador, de la familia, de la ancianidad, de la educación, de la cultura (art. 37). Nacidos de la movilización popular, muchos de ellos ya habían sido recogidos por la legislación social del gobierno peronista; ahora tenían rango constitucional. Se ratificó el respeto a la propiedad privada y se le reconoció una función social; su ejercicio debía aceptar la primacía del bien común (art. 38). Ello es así porque “el capital debe estar al servicio de la economía nacional y tener como principal objeto el bienestar social” (art. 39). “La organización de la riqueza y su explotación tiene por fin el bienestar del pueblo dentro de un orden económico conforme a los principios de la justicia social” (art. 40). Se autorizó al Estado a intervenir en la economía, nacionalizar activos y actividades estratégicas para el desarrollo y la soberanía nacional; se definió un procedimiento riguroso para la nacionalización de servicios públicos y otros bienes y empresas cuando el interés nacional lo requiriera, y se declararon “propiedad imprescriptible e inalienable de la Nación” todas las fuentes naturales de energía. El comercio exterior quedó a cargo exclusivo del Estado; en el resto de las actividades económicas se garantizó la libre iniciativa privada, salvo que tuviera como finalidad “dominar los mercados nacionales, eliminar la competencia o aumentar usurariamente los beneficios”.
La Argentina de esa Constitución fue la del pleno empleo, el salario remunerador, la masificación de la educación y la salud públicas, la caída de la mortalidad infantil y el alza de la esperanza de vida; de la industria que producía aviones, barcos, camiones y automóviles; que exportaba alimentos, manufacturas, cultura, ciencia y tecnología.
El golpe militar de 1955 derogó la Constitución mediante un grotesco remedo de reforma. La organización económica y política diseñada en el texto de 1949 era incompatible con el designio de retornar por la fuerza a un esquema oligárquico neocolonial. El sometimiento de la política monetaria y financiera al FMI, la represión de los militantes populares y sus organizaciones gremiales y políticas, el castigo a la producción nacional necesitaban justificarse en un instrumento jurídico que habilitara la regresión que se quería imponer.
Argentina y el mundo de hoy no son los de hace sesenta años, pero la filosofía política de la Constitución del ’49 brilla como nunca, ante los estragos del capitalismo salvaje, el de-senfreno individualista, los paraísos fiscales y los infiernos sociales. En estos escenarios de exclusión social e incertidumbre, los grandes principios de la Constitución de 1949 siguen marcando el rumbo de las luchas democráticas y populares: la justicia social como condición para el ejercicio soberano de decisiones que apunten a sacudirnos inaceptables tutelajes internos o externos. De cara al Bicentenario, el gran desafío es llenar de contenidos reales las grandes banderas del ‘49 en el mundo globalizado e interdependiente del siglo XXI, de irritantes injusticias y espurias subordinaciones. En eso estamos, desde mayo de 2003.
* Presidente del Ente Regulador de Agua y Saneamiento (ERAS).
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