Vie 24.04.2009

EL PAíS  › OPINION

¿Se hizo justicia?

› Por Edgardo Fontana *

Concluyó el juicio oral y público al ex comandante de Gendarmería Víctor Rei, quien hace tres décadas se apropió de mi sobrino Alejandro, luego del secuestro y la desaparición de mi hermana Lili y de su compañero Pedro Sandoval, ambos militantes del Frente Revolucionario 17 de Octubre. El tribunal halló responsable a Rei por los delitos de “retención y ocultamiento de un menor de diez años” y “falsificación ideológica de documentos públicos” y lo condenó a dieciséis años de prisión, lo que constituye la mayor pena hasta el momento otorgada en este tipo de casos.

Llamó la atención de todos los que asistimos a los debates la necedad del acusado, quien ni siquiera pudo admitir aquello que el juicio puso nítidamente en evidencia: que Liliana dio a luz en un centro clandestino de detención y que los exámenes de ADN llevados a cabo durante el proceso judicial demostraron que Alejandro es su hijo. ¿Cómo es posible que Víctor Rei siga negando públicamente su proceder y continúe sumergiendo a Alejandro en una trama perversa, que se origina en lo que hicieron con sus padres hace tantos años?

Quienes participaron en la represión implementada durante la última dictadura militar han elegido formar parte de un tejido ideológico y operativo fuertemente sectario, que les impide construir un argumento judicial más o menos verosímil. Aferrados a sus propios mitos y a una anticuada retórica, la estrategia es desconocer globalmente el orden jurídico que osa procesarlos, apelando al razonamiento más primario y lineal: “Quienes ganamos en la guerra, perdimos en la paz”. Les resulta del todo inconcebible que sean “los terroristas” quienes acusen a “los salvadores de la patria”. Y no es un razonamiento ingenuo, porque supone la actualización de aquel esquema instituido por el poder genocida (que nunca fue completamente desmantelado). De hecho, puede sentirse el goce que experimentan al recordarnos que alguna vez ellos tuvieron el poder sobre la vida y la muerte de cada uno de nosotros. Sin embargo, la causa de este discurso sombrío es la impotencia y la exhibición de la trama miserable que sostiene sus vidas hoy. Lo que estos personajes pretenden conjurar es el demoledor efecto que el testimonio que repone la verdad tendría sobre sus propias biografías.

No olvidaremos jamás todos estos años de búsquedas a tientas, como niños que sondean con sus manos en la oscuridad y se angustian porque no atinan a apoyarse. Esa búsqueda, por otra parte, no finaliza nunca. Ya sea porque hay muchísimos pibes que continúan secuestrados. O porque, en nuestro caso, haber encontrado a Alejandro no significa hacer borrón y cuenta nueva, sino disponernos a una experiencia de construcción que será difícil y dolorosa, porque exige sustentarse en el respeto mutuo por los treinta años que cada quien vivió de tan diferente manera. Todos sabemos que esta historia nuestra carece de “final feliz”.

Termina una etapa de manera positiva y me resulta importante transmitir esta sensación: lo que hemos construido en décadas de lucha por la verdad y la justicia, alcanza hoy un valor público definitivo a través de esta condena judicial contra quienes siguen callando, con notable cobardía. Sin desconocer la lentitud e insensibilidad que caracterizan al Poder Judicial, valoramos en estos procesos cierta capacidad de instituir una legalidad común, sobre la base del desgarro que la dictadura ocasionó, impugnando tanto el miserable “pacto de silencio” en el que se escudan los represores como el circo reconciliatorio que en las décadas pasadas se nos ofreció.

¿Qué es entonces lo que hemos conseguido en esta ceremonia judicial?

Condiciones de dignidad elementales que vuelven posible imaginar nuevos puntos de partida, favoreciendo la capacidad social para afrontar los desafíos del presente. No se trata entonces de un puerto de llegada, pero tampoco de una formalidad sin efectos.

¿Se hizo justicia? Difícil responder.

Desde un punto de vista reparatorio, la condena es inevitablemente parcial. Hay algo irreparable, lo sabemos, cuando se aniquila a miles de personas y luego reina durante décadas la impunidad. Es evidente por otra parte que unos cuantos años más de cárcel no hubieran redimido el dolor y las pérdidas, que de por sí son irreversibles.

Tenemos presente, sin embargo, la lucha de quienes todos estos años han insistido en la exigencia de verdad y castigo y consideramos que estas sentencias son un antecedente que podrá ser tenido en cuenta por las luchas que vendrán para combatir la prepotencia represiva de los poderes. Quizá la justicia no sea otra cosa que esta creación de jurisprudencia, es decir, la manera que tenemos como sociedad de valorar los sucesos que nos acontecen.

No siento que en este juicio haya estado en juego la “restitución” de Alejandro, sino el derecho a ejercer finalmente su libertad. La posibilidad de elegir su propio destino no puede medirse en términos de “a qué familia pertenece”. Lo cual constituye para nosotros una novedad y un desafío. Habrá que ver si estamos a la altura de esta búsqueda que ha perdido su aspecto fantasmático, desde que se hizo carne en alguien que como todos nosotros es esencialmente un enigma no descifrable.

Durante estas duras semanas de audiencias hemos experimentado algo que sentimos fundamental y que trasciende las instancias judiciales. Me refiero a la sensación de poder contar con una red viva de afectos y complicidades que nos potencia, hecha de amigos y compañeros de distintas generaciones y procedencias. No puede decirse que hayan simplemente acompañado o sido solidarios, porque más bien se implicaron activamente. En esa red encontramos el apoyo y sostén diario, para habitar este presente lleno de complejidades y paradojas, donde sin embargo sigue siendo posible construir imágenes de una felicidad colectiva.

* Hermano de Liliana y tío de Alejandro Sandoval Fontana.

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