EL PAíS › PANORAMA POLíTICO
› Por Luis Bruschtein
“Usted es el presidente más popular del mundo”, lo piropeó Obama. Y tenía razón, porque el Lula que estuvo jueves y viernes en Buenos Aires tiene una imagen positiva de casi el 80 por ciento en su país. Es el estadista que al centroizquierda opositor local y hasta a la derecha les gusta contraponer con el gobierno de Cristina Kirchner. Lula el estadista, un ejemplo mundial. Y por supuesto que así es. Fue el constructor de su gremio, de una central obrera, del Partido de los Trabajadores y finalmente del triunfo electoral que lo llevó a la presidencia. Pero no todos pensaban así antes de que anunciara que no lucharía por un tercer período presidencial. La magia de la tevé y el maquillaje del terror mediático, que puede hacer un Frankenstein de la Cenicienta, tuvieron mucho que ver con ese cambio primero a Lula malo y después a Lula bueno. O mejor podría decirse, con la recuperación de la verdadera imagen de Lula.
En el 2004, cuando se preparaba para la reelección del 2006, los medios se habían ensañado con él. Entre la clase media paulista eran comunes los comentarios burlones sobre el presidente. Decían con absoluta seguridad que el dedo que le falta no lo había perdido en un torno cuando trabajaba como obrero en una fábrica –como efectivamente sucedió–, sino por una deuda impaga con la mafia: “Qué va a trabajar ése, si nunca trabajó en su vida”, se decían con sonrisas cómplices. Era el tipo de chistes con los que se identificaba la clase media de las principales ciudades de Brasil. Estos comentarios se convirtieron en una seña de clase. Los chistes despreciativos sobre Lula eran parte de los comentarios amables de la sobremesa de una familia acomodada. Ya ni siquiera con intención política, sino más bien como señal de pertenecer: “Los que somos así sabemos la verdad, a nosotros no nos engañan”. No hace falta ni siquiera mencionar los paralelismos con la Argentina.
Ese mismo año, en una crónica dominical que publicó The New York Times, el corresponsal Larry Rohter informó que “la predisposición de Lula a consumir bebidas alcohólicas” se ha tornado un asunto de “preocupación nacional” y “afecta su capacidad de gobernar”. Lula montó en cólera y suspendió la visa temporal del corresponsal. Las asociaciones de diarios de todo el mundo condenaron el ataque a la libertad de prensa y mostraron a Lula como el borracho autoritario que se llevaba por delante a los periodistas. Con denuncias de corrupción, los medios le voltearon a sus dos colaboradores más cercanos: el jefe de gabinete, José Dirceu, un ex guerrillero de los ’70 que era el gran armador de alianzas del Partido de los Trabajadores, y el ministro de Hacienda Antonio Palocci, de antiguo origen trotskista, los dos amigos personales y muy cercanos a Lula.
Se daba por descontado e incuestionable que Lula encabezaba uno de los gobiernos más corruptos del planeta, se ensañaron con su familia, se hablaba de la supuesta fortuna que había reunido y ya parecía que era dueño de medio Brasil. Estas “verdades obvias”, que de tan obvias no necesitaban más que pruebas circunstanciales, formaron el telón de fondo de los programas periodísticos de las grandes cadenas de televisión y radio. El que se atreviera a dudar en esos programas de esta impresionante instalación de conjeturas corría el riesgo de ser considerado cómplice, idiota o malinformado. Por el contrario, para ser visto como astuto, bien informado y honrado había que sumarse a esa caracterización, con lo cual el arsenal de conjeturas se potenciaba al infinito y se convertía en verdad absoluta.
Cuando fue reelecto en el 2006 tuvo que ir a segunda vuelta. Lula había perdido San Pablo y nunca lo pudo recuperar. Y perdió en las ciudades importantes, como Río de Janeiro, San Salvador, Porto Alegre y Florianópolis, donde ganaron otras fuerzas políticas que tienen una relación crítica con su gobierno. En esas elecciones, el 65 por ciento de la población más pobre votó a Lula y el 25 por ciento, a la oposición de centroderecha. A la inversa, el 60 por ciento de los ricos y la clase media –de donde surge lo que ahora se llama “la opinión pública”– votó a la oposición.
Pasó el tiempo y nunca se comprobó nada de lo que se denunció. Ni Dirceu ni Palocci fueron presos y el alcoholismo de Lula, que cuando se difundió fue recibido también como algo obvio, quedó en el olvido. El superperiodista del New York Times no tenía fuentes, no tenía pruebas, no había investigado, no tenía absolutamente nada para hacer una afirmación con semejante carga explosiva. Y sin embargo todos lo habían dado por cierto. Alguien tendrá que explicar alguna vez si fue un periodista irresponsable o una operación mediática de descrédito de las que solía usar Bush como tirón de oreja a los gobiernos que no terminaban de encuadrarse. Las reminiscencias, analogías y puntos de contacto con situaciones de este tipo en la Argentina son más que obra de una pura casualidad.
No pasaron ni dos años de las últimas andanadas de basura y el cambio en el tratamiento sobre Lula que hicieron los medios brasileños ha sido tan formidable y abrupto, sin que hubiera explicación ni autocrítica ni revisión, que debería ser tomado como una de las maravillas del mundo de la comunicación. Los mismos que lo denigraban en público, locutores y periodistas, ahora lo tratan con respeto, como si siempre hubieran actuado así. Se terminaron las denuncias, el tono burlón y despectivo o la famosa y poco creíble intención de los carteles mediáticos de convertirse en “contrabalance del poder público”.
A fines del 2007, Lula fue terminante al aclarar que no forzaría un tercer período suyo, para lo cual habría tenido que reformar la Constitución. Poco tiempo después dio a entender que apoyaría a su actual jefa de Gabinete, la ex guerrillera Dilma Vana Rousseff Linhares, para candidata del PT en las elecciones presidenciales del 2010. La economista Rousseff fue una de las principales dirigentes de la Vanguardia Armada Revolucionaria–Palmares (VAR–Palmares) de los años ’70, tiene mucha experiencia en la gestión pública, pero nunca disputó un cargo electoral. Las primeras encuestas le dieron apenas el cinco por ciento frente a más del 40 por ciento de su competidor del centroderecha, José Serra. En ese contexto se produjo el giro en la información. Tampoco es que escriban o digan maravillas del presidente, simplemente se aplacó el ensañamiento y la crispación. Liberado de esa presión, Lula trabajó como presidente, hizo gestión y de esa manera recuperó imagen positiva.
En la política de Brasil se habla del post-Lula. El ex obrero metalúrgico paulista se ha convertido en un hito en la historia de su país, aunque deje un sabor agridulce en el paladar de un sector importante de las clases medias y altas urbanas. Es una reacción puramente cultural porque no fueron afectadas, sino más bien favorecidas por las políticas de Lula. Y como va de salida, ya no queda mal decir que el ex sindicalista (horror) es un buen presidente.
Los paralelismos entre los procesos sobre todo entre Chile, Uruguay, Brasil y Argentina surgen con facilidad. Cuando Ricardo Lagos dejó la presidencia de Chile, tenía más del 70 por ciento de imagen positiva. Su sucesora fue una mujer, también socialista. En Brasil se afirma que el compromiso de Rousseff, si gana las elecciones, es no presentarse para un segundo período y así dejar la puerta abierta para el regreso de Lula. Hasta ahí el parecido. Pero todos dudan de la posibilidad de Rousseff de ganarle a Serra. Y además Lagos no pudo volver cuando tanteó esa posibilidad.
Aunque más no sea como un detalle de esos paralelismos, ayer Rousseff criticó con extrema dureza los pronósticos del FMI que auguraban un descenso del 1,3 por ciento del PBI brasileño. A diferencia de la Argentina, Brasil ha sido muy afectado por la retracción de la inversión externa por la crisis, pero el gobierno calculó que, de todas maneras, el PBI crecerá entre el 1,5 y el 2 por ciento. “El FMI habla sin saber, desde 2002 no tiene más información de lo que pasa en Brasil”, cuestionó Rousseff. Poco antes, Lula ya había sido muy duro con el FMI y el jueves se había dado esa misma polémica en la Argentina. Aquí, los mismos que confrontan la imagen de Lula con el gobierno hablan de “aislamiento internacional” cuando se critica al FMI en los mismos términos con que lo hace Lula.
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