EL PAíS › OPINION
› Por José Natanson
“¿Y cómo vivir sin ella, sin su risa tímida y clara, su color quemado de canela, su perfume de clavo, su calor, su abandono?”
Jorge Amado,
Gabriela clavo y canela
El lunes pasado, tras mucho dudarlo, Gabriela Michetti anunció su renuncia a la vicejefatura de gobierno de la ciudad para encabezar la lista de diputados del macrismo, decisión aprobada por la Legislatura en su aparatosa sesión del jueves. Cara amable del PRO, estrella de la última elección y mimadísima por los medios, Gabriela encabeza todas las encuestas de intención de voto, a bastante distancia de Alfonso Prat Gay, Aníbal Ibarra y Carlos Heller. ¿A qué se debe tanto apoyo? A continuación algunas ideas.
En el pasado, digamos en los ’60 y ’70, había una relación bastante directa entre juventud e izquierda, que partía de la idea de que la juventud era el actor social más inclinado a la transformación, el que, por vía revolucionaria o reformista, estaba naturalmente predestinado a catalizar el cambio.
La expansión del estudiantado universitario como resultado de los años de prosperidad de la posguerra había creado, por primera vez en la historia, una nueva categoría, “la juventud”, una masa educada, consciente y con tiempo libre para impulsar los proyectos de cambio, cuya mayor expresión en nuestra región fue por supuesto el Che Guevara, la gran síntesis latinoamericana de izquierda y juventud, el hombre que peleó y murió joven (a los 28 años desembarcaba del “Granma”, a los 31 era designado ministro de Industrias de Cuba y a los 39 moría en Bolivia).
La lógica histórica, en fin, apuntaba a la juventud como el sujeto social genéticamente inclinado al cambio, frente a fuerzas conservadoras encarnadas por personajes prematuramente envejecidos al estilo del capitán-ingeniero Alvaro Alsogaray, que nació viejo y durante medio siglo fue la mejor encarnación de las corrientes reaccionarias locales.
Pero en éste, como en tantos otros aspectos, las diferencias entre izquierda y derecha se han difuminado. En contraste con lo que ocurría en el pasado, cuando la derecha oligárquica prefería a los viejos de traje y corbata, la derecha actual, menos oligárquica y más empresarial, se inclina por los jóvenes, e incluso ha incluido a la juventud dentro de su arsenal de valores.
La juventud –se dice– tiene empuje, tiene fuerza y tiene algo que últimamente se valora mucho: ideas. Las “ideas nuevas”, esas de las que sólo los jóvenes son capaces, son presentadas como la clave para resolver todos los problemas, noción de resonancias tecnocráticas que soslaya y a menudo oculta las cuestiones que realmente definen la política: el poder, la voluntad y las estructuras.
Lo central, en todo caso, es que la izquierda ha perdido el monopolio de la juventud. Con 44 años, seis menos que Macri y que Scioli y la misma edad que Alfonso Prat Gay, Gabriela es, antes que nada, joven.
Durante años, ser mujer era un disvalor para la actividad política, una condición que la sociedad resistía y a menudo rechazaba. Quizá todavía lo sea si se trata de ocupar posiciones ejecutivas, pero ya no lo es cuando están en juego cargos legislativos. Es más: podría incluso pensarse que hoy, emancipación femenina mediante, las mujeres tienen más y no menos posibilidades que los hombres de llegar al Congreso.
Los datos confirman esta intuición. Según la Unión Interparlamentaria, el porcentaje de mujeres en puestos legislativos en el mundo es de 17,7 por ciento, pero el porcentaje de mujeres que ejerce la Jefatura de Estado o de Gobierno se reduce a prácticamente la mitad (9 por ciento).
Gabriela es un exponente de la generación de mujeres postcupo, aquellas que no desarrollaron su carrera política a la sombra de un marido sino que ascendieron solas, empujadas por la necesidad de los partidos de designar a un tercio de mujeres en sus listas (Argentina es de hecho el país latinoamericano con un mayor porcentaje de mujeres en el Congreso, casi 40 por ciento). Desde allí, desde esos primeros escalones, algunas mujeres han logrado seguir ascendiendo, y aunque hasta ahora existen pocos ejemplos de liderazgos femeninos auténticamente nacionales de este estilo (tal vez Elisa Carrió sea la única), existen ya algunos casos distritales importantes, desde la gobernadora de Tierra del Fuego Fabiana Ríos hasta la radical Margarita Stolbizer en la provincia de Buenos Aires.
En noviembre de 1994, Gabriela volvía manejando de la casa de su padres, en la localidad bonaerense de Laprida, sin cinturón de seguridad, cuando derrapó y volcó en un camino de tierra. El accidente le provocó lesiones irreversibles en las vértebras lumbares que la dejaron de por vida en una silla de ruedas. Pero Michetti logró recuperarse: comenzó terapia, cursó posgrados en Argentina y en el exterior, trabajó en el sector público, crió a su hijo y militó en la Democracia Cristiana de Carlos Auyero.
Su accidente alude a una cuestión delicada pero no menor: el hecho de haber logrado trascender una tragedia de esa naturaleza subraya en ella la línea de superación en base la voluntad individual, condición supravalorada por quienes, desde el liberalismo individualista, consideran al esfuerzo como el motor del progreso. Pese a su condición de católica practicante, hay un fondo protestante en la carrera de Gabriela. Y no es raro. Como ya señalamos, la proliferación de líderes de derecha “exitosos”, empresarios y deportistas (en deportes individuales más que en deportes de equipo) contrasta con una izquierda históricamente inclinada a las construcciones colectivas, cuyos candidatos provenían de organizaciones como sindicatos, asambleas universitarias o movimientos sociales.
Pero el caso de Gabriela no es el único, y cabe preguntarse hasta qué punto la imagen de Daniel Scioli como un hombre de acción, ejecutivo y dinámico, guarda alguna relación con el accidente que sufrió en 1989. Como Scioli, y también como Apolinar Salcedo, el ex alcalde ciego de Cali, Gabriela lleva la marca de su tragedia con sencillez. No se avergüenza ni la oculta, pero tampoco la exhibe de manera desenfrenada. Hay naturalidad y psicoanálisis en la forma en la que habla del tema.
El año pasado, por ejemplo, le dijo a la revista Caras:
“Lo de bailar es un tema neurálgico, porque desde el accidente extraño más bailar que caminar. Cuando asistía a una fiesta era la primera en ponerme a bailar sin importarme si había alguien en la pista. Y, obviamente, también era la última en irme. Después del accidente, probé si podía bailar arriba de la silla, y lo logré. Incluso hay gente que se dedica a dar clases de baile en silla de ruedas. Pero todavía no los contacté”.
A la revista Para Ti le dijo:
“Lo que más me costó (del accidente) fue lo estético. Porque yo sentía que podía ser mamá de Lautaro, que en ese momento tenía dos años, y podía trabajar (porque mi trabajo depende más de mi cabeza). Pero al principio pensaba que al entrar a un lugar todo el mundo iba a mirar la silla de ruedas. Así que tuve que ir a una psicóloga, y ésa fue la única vez en mi vida que hice terapia”.
Gabriela nació en Laprida, hija del médico del pueblo, abanderada de colegio privado, y luego estudió relaciones internacionales en la Universidad del Salvador. Profesional, separada de su marido, religiosa sin ser fanática (ha criticado en voz baja la posición de la Iglesia en temas de salud reproductiva, homosexualidad y divorcio), hay en su hablar un dejo, suave pero perfectamente detectable, de colegio de monjas, aunque sin la afectación sanisidrense de Macri.
Su discurso, notablemente más articulado, sólido e informado que el de su jefe político, incluye permanentes menciones a la necesidad de recuperar el Estado, generar condiciones para la movilidad social, priorizar la educación y garantizar el respeto a los derechos humanos. Aunque el lugar político que ha elegido, del que nos ocupamos en el siguiente párrafo, desmiente casi todas sus declaraciones, lo cierto es que Gabriela expresa los valores de al menos una parte de la clase media porteña, sector crucial en un distrito clasemediocéntrico como la Capital, con un PBG per cápita de 23 mil dólares, similar al de países europeos como Portugal o Grecia, y siempre influido por la memoria histórica del ascenso social de las corrientes migratorias europeas.
Gabriela, por supuesto, no es perfecta. Alguna grieta tendrá si fue capaz de construir su carrera política a la vera de Macri, inyectándole a la fórmula la dosis de carisma necesario para balancear la irremediable frialdad del empresario. Lo que últimamente se le critica –renunciar anticipadamente a su cargo luego de haber jurado que no lo haría– es en verdad una cuestión menor si se la compara con temas mucho más densos y profundos, sobre los cuales Gabriela es menos interrogada. Una de las pocas excepciones ocurrió el jueves pasado en TN, cuando Marcelo Zlotogwiazda y Ernesto Tenembaum le preguntaron sobre la baja de las retenciones, y ella no pudo responder a qué porcentaje las llevaría ni de dónde sacaría los recursos faltantes. Dijo, además, que estaría dispuesta a votar un impuesto sobre la herencia, posición aplaudible aunque parece poco probable que la haya consultado previamente con sus compañeros del PRO.
Su desafío es grande. No es lo mismo humanizar a Macri que convertirse en el centro de las críticas de los candidatos del otro bando, algo que ya está comenzando a suceder. De hecho, se la veía tensa en el anuncio de su renuncia, aunque probablemente se acostumbre con el paso de los días. Fenómeno mediático antes que político, Gabriela enfrenta el reto de encabezar una lista y probar si es capaz de soportar los rigores y el fango de una campaña. Hasta ahora, parece la mujer indicada para el momento justo: si la Gabriela de Jorge Amado encarnaba a la perfección la prosperidad del Brasil del cacao y los ideales de miscegenación del país mulato, nuestra Gabriela reúne los valores de género, juventud, trayectoria y origen social tan caros a la clase media. El tiempo dirá si da la talla. Por el momento, los astros y los medios le sonríen.
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