EL PAíS › LA EXPERIENCIA DE DIFERENTES DIRECTORES DE MEMORIALES SOBRE EL HOLOCAUSTO
En un seminario organizado por la Secretaría de Derechos Humanos, expertos analizaron cómo deberían funcionar los museos de la memoria para generar una mirada autocrítica en los visitantes y evitar la simple atribución del mal a los otros.
› Por Laura Vales
¿Cómo debe funcionar un museo de la memoria? ¿Consiguen los memoriales que el visitante cambie, o delegan siempre en otros –los nazis, los dictadores, las fuerzas de ocupación– toda la maldad, restringiendo el pensamiento crítico sobre la propia capacidad de dañar? Yariv Lapid, del Memorial de Mathausen (Austria), propuso la pregunta con un aire de desafío. A su lado estaba sentada la subdirectora del Museo de Auschwitz. Fue en un seminario internacional realizado en Buenos Aires, donde directores de memoriales sobre el Holocausto contaron sus experiencias a un público integrado, en su mayor parte, por quienes trabajan en el armado de los espacios para la memoria argentinos.
El encuentro fue organizado por la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación y reunió a expertos europeos durante la semana pasada. Lapid, el más ácido de los expositores, trabaja en el diseño de una nueva infraestructura pedagógica del Memorial de Mauthausen, donde funcionó el mayor campo de concentración nazi en territorio austríaco. Fue desde este rol que contó una serie de casos reveladores no sobre la memoria sino sobre los mecanismos del olvido.
El Memorial de Mauthausen fue el mayor campo de concentración del nazismo en Austria. Tenía, contó Lapid, cuarenta subcampos dentro del territorio austríaco, algunos de ellos en Viena, la capital, aunque este dato no quedó registrado en la memoria colectiva. Los subcampos eran generalmente lugares donde los industriales habían montado fábricas de armamento de guerra que utilizaban a los prisioneros como trabajadores esclavos. Por eso, los civiles de cada población tenían conocimiento de la existencia de los prisioneros y contacto con los campos.
Después de la guerra, en Austria más de 130 mil personas fueron declaradas culpables de participar en crímenes del nazismo. Sin embargo, en 1957 el gobierno austríaco los indultó a todos en nombre de la “integración” de la sociedad.
Lapid les pidió a 24 estudiantes del Memorial de Mathausen que hablaran con sus familias sobre sus recuerdos de la guerra. “El 80 por ciento tenía un subcampo en su pueblo, pero lo desconocían. Los estudiantes viajaban 50 kilómetros para aprender cómo funcionó el campo de concentración de Mathausen, mientras tenían un subcampo en su localidad que había sido borrado del recuerdo. Todo estaba delegado en Mathausen.”
Otro ejemplo del mecanismo de delegación relatado fue el documental El abuelo no era un nazi, resultado de unas 300 entrevistas realizadas en Alemania para investigar qué historias se contaban en el interior de las familias. En los casos donde un abuelo había participado en crímenes del nazismo –apuntó–, este familiar “siempre se convertía en un virtuoso para la tercera generación”. La familia cambiaba su historia: “Aun cuando la persona había sido juzgada y condenada, el relato familiar decía cosas como: era un excelente padre”, o argumentaba que estando con los nazis había tratado de salvar vidas humanas. El mal era siempre ejercido por los ajenos. “Los entornos íntimos quedan como no contaminados por el mal.”
Para Lapid, los memoriales tienden a repetir este mecanismo de delegación. “Cuando contamos que los que perpetraron crímenes eran gente común, esto provoca conflictos internos. A nosotros nos gusta hacer una propuesta a los estudiantes en un taller en el que buscamos que cada cual pueda admitir su propia maldad potencial. ¿Podemos ser todos potenciales malvados? ¿Está entre nuestras capacidades hacer ese tipo de cosas?” Pero esto no es la regla. “Los memoriales son lugares bastante ambiguos, porque su éxito depende del fracaso del visitante, y no sé si eso es algo que realmente estemos consiguiendo. Lo que aplicamos en ellos sigue siendo, casi siempre, la delegación.”
El Museo de Auschwitz tiene una extensión de 190 hectáreas en lo que fue el campo de concentración. Su subdirectora, Teresa Swiebocka, señaló que Auschwitz es un cementerio sin tumbas y un centro educativo. En su zona aledaña hubo varias fábricas, entre ellas la que fue la fábrica de químicos más importante de Europa, donde se llevaba a trabajar a los prisioneros. En el museo hay materiales sobre los movimientos de resistencia que hubo dentro de Auschwitz, están las ruinas de lo que fueron las cámaras de gas y la documentación generada durante los juicios posteriores a los nazis. Hay también espacios donde la gente hace ceremonias religiosas. La gestión del lugar consiste en unir todos esos registros.
El museo fue creado a instancias de los sobrevivientes (cuando se liberó el campo de concentración había en él unas siete mil personas), quienes montaron la primera exposición en el lugar en 1947, dos semanas antes de que se sancionara la ley para su creación. Los debates sobre cómo debe funcionar son permanentes. Uno de ellos es si restaurar las instalaciones destruidas por los nazis, para mostrar cómo funcionaban, o dejar todo tal cual está. Sucede que los responsables del campo, en sus últimos días, desmantelaron los crematorios para destruir toda evidencia de los crímenes. Donde estaban las cámaras de gas dejaron ruinas.
“Unos querían reconstruir los crematorios con todos los detalles, y otros, por el contrario, dejar el sitio tal como está, con el planteo de que el sitio original, aunque esté en ruinas, es mucho más importante que una reconstrucción”, dijo Swiebocka. Y de hecho, aunque se reconstruyeron algunos sectores –cuenta– ésta ha sido la posición predominante.
–¿Por qué?
–Porque no queremos tener nada artificial. No queremos hacer una Disneylandia –apuntó la subdirectora a Página/12.
El tema tiene, de todas maneras, aristas sin resolver. Una de ellas es que hay sectores donde las ruinas –contó Swiebocka– están colapsando lentamente. “No sabemos cuál es la mejor solución”, se sinceró ante el auditorio.
Hay sectores que se han preparado para mostrar a los visitantes las condiciones de existencia de los prisioneros y cómo era la vida en el campo, incluido el proceso de exterminio. Montar estas exposiciones implicó decidir qué iban a mostrar y qué no. “Primero que nada, no queremos mostrar cadáveres. A veces es necesario y ponemos fotos, pero la gente tiene que entender, sin imágenes de esos horrores, que hay toda una generación perdida. Es importante que los visitantes sientan ese tipo de empatía”, señaló Swiebocka. “Mostramos, sí, los objetos encontrados después de la liberación. Cuando el visitante ve dos mil valijas, ochenta mil zapatos, la imaginación puede comprender la magnitud de lo ocurrido. Al mismo tiempo queremos mostrar también la individualidad, la historia de una valija.”
En Birkenau, el sector de Auschwitz donde fueron asesinadas la mayoría de las víctimas, se decidió dejar el terreno del campo intacto. Allí se montó una sola exposición en el edificio conocido como Sauna, lugar donde se registraba y se hacía la desinfección de los prisioneros recién llegados. En el Sauna se dejaron las paredes en su estado original, pero sobre el piso se colocó un vidrio especial para que los visitantes no caminaran encima del original. En los lugares abiertos de Birkenau se colocaron carteles que son a la vez de explicación y de conmemoración, con fotos, por ejemplo de las mujeres caminando a la cámara de gas. Para Lapid, exponer a los visitantes a la visión de las atrocidades no necesariamente los sensibiliza. “La mayoría de las exposiciones tienen que ver con mostrar imágenes, fotos, relatos visuales. Creemos que las personas cambian con sólo verlos, y no es necesariamente así. La verdad es que no entendemos ciento por ciento cómo representar la tortura y los asesinatos, pero podemos decir algo con seguridad: mostrarlos no es suficiente.”
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