Sáb 02.05.2009

EL PAíS  › PANORAMA POLíTICO

Transgresiones

› Por Luis Bruschtein

Para el asesor de imagen vale más una mueca del candidato en la tevé durante un clásico de fútbol que un acto con más de cien mil personas. Y también cuesta más. Para él incluso una encuesta dice más que la convocatoria. En los ’90, la lógica de los grandes actos políticos fue siendo reemplazada por las construcciones mediáticas y las encuestas, intentando transformar al elector en una prolongación gelatinosa del televisor junto al teléfono, intoxicado por una catarata de información cargada de tensión política pero disfrazada de objetiva.

En las concentraciones están las personas materiales, están los cuerpos. Pero tienen mala prensa. Se ha condenado a las concentraciones populares, como la del jueves, porque los individuos se masifican, porque son acarreados detrás de un choripán, porque son molestas y hasta porque pueden ser violentas. El último duelo importante de grandes actos electorales fue en 1983 cuando ganó Alfonsín. Ahora se prefiere el duelo mediático, el spot, el debate, el chivo, la publicidad encubierta. Y los candidatos que salen de esa máquina de hacer chorizos son todos similares, se esfuerzan por parecerse unos a otros según criterios que no son los de ellos, sino lo que suponen que esperan de ellos. En esos parámetros, el diferente corre con las de perder, aunque incluso todo el mundo tenga la sensación contraria y crea que el candidato de probeta es el diferente.

En este caso la culpa no es tanto de los medios, sino de una práctica que tiende a tomarlos como plano excluyente de la política. Excluyente de zonas más tangibles como los barrios, los sindicatos, los lugares de trabajo, las estaciones, las universidades, las avenidas, la calle. Espacios reales frente a espacios espectrales, donde los mismos discursos encarnan en forma diferente. Cuando el debate sólo se da a través de los medios y las encuestas, todo se convierte en abstracciones con anclajes turbios en la realidad que poco tienen que ver con lo que se está discutiendo.

El sistema político en general fue mutando hacia esa práctica en los ’90 en el mismo proceso en que los partidos históricos, PJ y UCR, se iban vaciando de sus contenidos fundacionales. El debilitamiento de los partidos y el abandono de los territorios concretos de la política expresan el mismo fenómeno. Al revés, la existencia de partidos o frentes fuertes pasará por la recuperación de esos espacios físicos de la ciudad, por la generación de espacios donde la política es más que una abstracción y donde las adhesiones exigen más que la pasividad y la zoncera del espectador que espera que las cosas le lluevan y se exaspera cuando eso no sucede. Los medios por sí solos generan espectadores, no protagonistas, ya sean de izquierda o de derecha.

En ese contexto, el acto de la CGT por el Primero de Mayo pareció una noticia fuera de la agenda normal. Hugo Moyano tuvo por fin un escenario favorable después de los intentos poco felices del 17 de octubre de 2006 o el 15 de mayo de 2008, que terminaron en enfrentamientos patéticos entre camioneros y el sector duhaldista de la construcción.

El jueves Moyano encabezó la movilización sindical más importante de los últimos diez o veinte años iniciando un camino que trata de recuperar el protagonismo que la CGT había resignado al comienzo del menemismo. Aun con todas las diferencias y cuestionamientos –tanto los verdaderos como los interesados–, que haya personas en la calle expresando su afán político es mejor que un spot de publicidad o que un aporte financiero para la campaña. Hasta produce cierto alivio dejar de hablar de lo que se habla y de los cruces entre candidatos que se dicen y contradicen o de los análisis de los analistas más el verbo inflamado de periodistas inflamados. (Me incluyo en la parte que me toque, porque la mayoría de las veces es más importante lo que hacen las personas que lo que digamos los periodistas.) Un acto es un acto, tiene forma, sabor y contenido.

Moyano es un personaje controvertido y difícil de encuadrar a izquierda o derecha. No es una niña virgen pero tampoco es fácil de equiparar con los viejos gordos del menemismo. Por el contrario, su confrontación con el gobierno menemista lo ubica más en las posiciones históricas del sindicalismo duro del peronismo. No está ocupando un lugar que le es ajeno, sino que es bastante coherente con su historia. Se lo podrá criticar por otras cuestiones pero nadie podrá decir que se disfrazó de lo que hace. Con un buen asesor de imagen, Moyano sería seguramente más parecido –como muchos de los candidatos–, a lo que “se espera” de él y tendría menos rechazo entre las capas medias urbanas ganadas por el simplismo antipolítico y antisindical.

La semana había empezado con otro acto del oficialismo en el Luna Park, esta vez protagonizado por los movimientos sociales y los sectores progresistas que respaldan al kirchnerismo. También pareció un hecho fuera de lo normal, ya no tanto por la concentración en sí, que los movimientos sociales practican con más asiduidad, sino por la confluencia de un espectro que tanto dentro del kirchnerismo como fuera de él se caracteriza más por la dispersión y las prácticas sectarias.

Son movimientos y partidos que respaldan al Gobierno desde los primeros días de la gestión de Néstor Kirchner, que tienen afinidades y visiones críticas comunes pero que nunca encontraron la vía de institucionalizar de alguna forma esas coincidencias y han dejado sin ocupar un espacio que existe de hecho, lo que, de por sí, es una negación de la política que queda muy en evidencia sobre todo en situaciones electorales.

El acto fue convocado principalmente por el Frente Transversal y el Frente Grande, más otras agrupaciones que llenaron el estadio al tope. Y en el escenario había dirigentes de otras corrientes, desde sectores de la CTA, Carta Abierta, socialistas y radicales, el Movimiento Evita, Carlos Heller y hasta dirigentes del PC y del Partido Humanista y de una miríada de agrupaciones sociales barriales. Muchos de los presentes habían participado durante los días previos en una reunión en el hotel Bauen con delegados de Cuba, del MAS boliviano, del PSUV de Venezuela, del Farabundo Martí de El Salvador, del sandinismo nicaragüense, del PT brasileño y el Frente Amplio uruguayo y de partidos que respaldan a los gobiernos de Paraguay y Ecuador. Son todas fuerzas que gobiernan en sus países y que se relacionan de manera natural con este sector del kirchnerismo. Es una vertiente que aporta militancia, cuadros de gestión, tiene diputados y hasta ministros, y que, paradójicamente, aunque es identificable con claridad desde fuera, no sucede lo mismo desde su interior, donde no aciertan a darse una voz común que englobe ese espacio y lo potencie.

El tercer acto fuera de lo esperado estuvo relacionado con Córdoba, el único distrito donde Roberto Lavagna ganó las elecciones presidenciales y que ha sido un dolor de cabeza para el kirchnerismo. Schiaretti y Juez, sus dos referentes originales se reconvirtieron ahora en sus más duros enemigos y las encuestas conocidas hasta ahora le auguran un cuarto puesto al Frente para la Victoria. Por eso fue tan extraño, fuera de agenda y hasta impensado que 188 intendentes cordobeses se reunieran primero con la Presidenta y cenaran después con Kirchner en Ezeiza en la noche del miércoles. Alrededor de cuarenta de ellos son radicales K que permanecen en la Concertación y uno de ellos, Eduardo Acastello, de Villa María, fue proclamado candidato a senador en la lista cordobesa del kirchnerismo. En la Casa Rosada, Acastello hizo un homenaje al sindicalista Agustín Tosco, dirigente del Cordobazo. Y la Presidenta aprovechó para recordar el pasado juvenil, como luchador clasista, junto al Smata-Córdoba, del secretario Legal y Técnico Carlos Zannini. El acto desató la ira de Juez, que despotricó contra los intendentes, amenazó con “taparle la jeta a votos” a Cristina Fernández y se quejó porque “nos gobierna un matrimonio de desequilibrados”, haciendo también su aporte acostumbrado de surrealismo cordobés.

De esta manera, durante la semana, el kirchnerismo transgredió tres reglas del sentido común de la época: que no puede haber un acto de masas de la CGT sin batallas campales; que el centroizquierda y los movimientos sociales no se pueden juntar para hacer nada en común y que no hay cordobés que no deteste al Gobierno.

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