EL PAíS › OPINION
› Por José Natanson
De entre todas las definiciones de democracia, hay una que resulta especialmente adecuada para tiempos electorales. Pertenece a Adam Przeworski, el gran politólogo polaco-norteamericano que definió la democracia como la “incertidumbre institucionalizada”. Así, las elecciones funcionarían como “mini-revoluciones” (la expresión es de Isidoro Cheresky) programadas e institucionalmente controladas que abren la puerta a una etapa de cambios. A dos meses de los comicios de junio, el panorama electoral se va aclarando, aunque todavía faltan algunas definiciones clave, sobre todo la conformación final de la listas. Veamos.
La idea de que los comicios de junio funcionarán de hecho como un plebiscito sobre la gestión K se consolida, y detrás de ella la tesis de que lo que se juega es el futuro de dos proyectos claramente diferenciados. Lo ha dicho Kirchner, lo dice el sector de la oposición que apuesta al “voto útil” anti-K y lo dice también la última Carta Abierta, titulada “Restauración conservadora o profundización del cambio”.
Desde luego, la posible candidatura de nada menos que Kirchner en nada menos que la provincia de Buenos Aires refuerza el tono plebiscitario de la contienda, por la importancia en votos y por la atracción mediática que genera la figura del ex presidente. La historia también: como se ha dicho hasta el cansancio, las elecciones legislativas de mitad de mandato definen la suerte de cada gobierno.
Pero si la historia y la voluntad del oficialismo fortalecen la tesis del referéndum, otras tendencias se contraponen en el sentido opuesto de desplebiscitar la elección. La primera de ellas es la territorialización de la política. Cada vez más, la política es un fenómeno provincial e incluso municipal, resultado de cambios anteriores a la Era K: la descentralización administrativa de los ’90, por ejemplo, transfirió a las provincias instrumentos clave de gestión, como la educación y la salud, mientras que las reformas de las constituciones provinciales –33 en las últimas décadas– habilitaron la reelección de los gobernadores, todo lo cual contribuyó a fortalecer su poder.
Pero la territorialización política también es una paradójica consecuencia de los éxitos del modelo kirchnerista: el alto crecimiento de los últimos años y la expansión de las economías regionales fortalecieron a algunos gobernadores (no a todos). El resultado es que hoy algunos líderes distritales cuentan con un margen de autonomía inédito para definir sus estrategias: el hecho de que los jefes políticos de Córdoba y Santa Fe no sólo hayan decidido prescindir del gobierno, sino incluso desafiarlo, confirma esta intuición.
Primera idea, entonces, sobre las elecciones de junio: el tono plebiscitario está en tensión con tendencias muy profundas y estructurales. La territorialización política que deriva en una dispersión intrapartidaria del peronismo se suma la fragmentación interpartidaria de la oposición, que la alianza panradical ha logrado subsanar sólo en parte. Así, a la luz de las últimas encuestas, probablemente haya un triunfo pejotista, pero provincial en Santa Fe, quizás una victoria del gobierno nacional en Buenos Aires, un posible triunfo del PRO/peronismo en Capital, victorias del panradicalismo en los distritos que gobierna (Catamarca) y quizás en alguno más (Mendoza).
Un mapa complejísimo, que cada uno interpretará a su modo y en cuya definición mediática –al menos si entendemos a los medios no como una aséptica correa de transmisión de los humores sociales sino como una arena de disputa política– se jugará el verdadero “resultado” de las elecciones.
La semana pasada, Kirchner dio un paso más en su estrategia y pronosticó una explosión estilo 2001 en caso de una derrota oficialista. Dos días después, Cristina sugirió que la “estabilidad democrática” corría peligro si el oficialismo perdía la mayoría en el Congreso.
La identificación del adversario con un período desdichado de nuestra historia es un recurso político clásico y hasta genuino para subrayar las diferencias del presente. Lo mismo hace la oposición cuando identifica al Gobierno con el estilo menemista o cuando intenta conectarlo con el populismo de la posguerra (o incluso más, con el fascismo, como ha hecho Elisa Carrió al afirmar que el kirchnerismo es como el nazismo sólo que sin campos de concentración).
Pero una cosa es forzar comparaciones y otra pronosticar una crisis de régimen. Si se trata de subrayar contrastes, los Kirchner podrían haber puesto el énfasis en su capacidad para gestionar la economía y la política en tiempos de crisis, que al fin y al cabo fue lo que les ganó buena parte del amor popular en los primeros años de su mandato; podrían haber ido aún más atrás, y apelado a la memoria del peronismo como el gran articulador –y a la vez contenedor– de las demandas sociales, y quizá fue esto lo que quisieron hacer, aunque al final su discurso haya terminado por decantarse hacia el gobernabilismo noventista.
Otra idea interesante para explorar es la de los alineamientos (lealtades, en tecnojerga peronista). Hasta ahora, el Gobierno ha concentrado sus esfuerzos en asegurarse el apoyo de Daniel Scioli y de un conjunto de intendentes bonaerenses que aceptarían encabezar sus respectivas boletas de concejales. ¿Cómo se explica esta disciplina? En el caso del gobernador –cuya personalidad sintoniza con el espíritu adaptativo y ultrapragmático del duhaldismo, que sigue siendo la cultura política dominante en el conurbano–, la decisión de acompañar al kirchnerismo al punto de arriesgar su propia figura tiene motivos tanto económicos (el déficit estructural de la provincia de Buenos Aires) como personales: lanzado Reutemann como la opción más potente de un peronismo anti-K, Scioli calcula que la mejor chance de convertirse en candidato presidencial en 2011 es liderando un frente neo-K, que sume su poder de gobernador bonaerense al apoyo del gobierno nacional y los saldos de popularidad tras las elecciones de junio.
En relación a los intendentes testimoniales, la mayoría pertenece al segundo y tercer cordón del Gran Buenos Aires, especialmente a los populosos y empobrecidos municipios del sur y del oeste, mientras que son muy pocos los jefes comunales del norte y del interior de la provincia que han aceptado sumarse a la estrategia. ¿Por qué el apoyo se concentra en estos distritos? ¿Hay acaso una fuerte corriente institucionalista recorriendo los municipios del interior bonaerense? ¿El republicanismo y la división de poderes son valores extendidos en Baradero y Vicente López y no en La Matanza y Florencio Varela?
Un simple cálculo presupuestario aclara la situación. Los municipios alineados con el Gobierno son los que cuentan con menos presupuesto per cápita y por lo tanto dependen más de las transferencias de los gobiernos nacional y provincial. Según los datos publicados en el blog Conurbanos, La Matanza, por ejemplo, cuenta con 1,11 peso por día por habitante, Almirante Brown con 1,09 y Lanús con 1,71, contra 3,52 de San Isidro, 3,66 de Vicente López, 5,6 de Coronel Pringles y 19,53 de Pinamar.
La inequidad se profundiza si además se consideran las condiciones previas. “No es lo mismo para el intendente de Morón contar con 2,53 pesos por día por habitante en un municipio urbanizado y desarrollado (esto es: agua potable, asfalto, cloacas, alumbrado, etc.), que para el intendente de La Matanza contar con 1,11 por día por habitante para administrar un distrito donde hay que hacer todo (agua, cloacas, asfalto, alumbrado, etc.)”, señala Conurbanos.
Lo anterior no debería leerse como una justificación de las listas testimoniales sino como un intento de explicarlas. Desprolija y éticamente reprochable, la estrategia es legal. Y no es, como señalan algunos, la única pieza objetable de una maquinaria institucional de funcionamiento perfecto, sino una mancha más de un tigre que lleva sobre su piel las marcas de los neolemas del 2003, los cambios de distrito, las renuncias anticipadas...
¿Se puede solucionar este tipo de desvíos mediante operaciones de ingeniería institucional, por ejemplo con un cambio de la legislación electoral? Un ejemplo bolivariano ayuda a discutir este punto. Tras la reforma constitucional de 1999, Venezuela adoptó un sistema electoral mixto al estilo alemán, que mezcla el esquema uninominal con el proporcional de lista sábana. La idea era garantizar una mayoría clara al ganador –a través de las circunscripciones uninominales, en las que el ganador se lleva todo– y al mismo tiempo asegurar la representatividad de las fuerzas minoritarias (los legisladores que ingresaban por la sábana pertenecían a los partidos que no conseguían los primeros lugares en el sistema uninominal).
Los socialcristianos de Copei fueron los primeros en la avivada: crearon un partido de fantasía que les permitió obtener las bancas uninominales y sumar –a través de esta segunda fuerza, conocida como “morocha”, que salía cuarta o quinta– bancas de la lista sábana. Más tarde, el chavismo llevaría la estrategia al extremo: no sólo creó una segunda fuerza de manera disimulada, sino que incluso llamó a votar por los dos partidos –oficial y neooficial– juntos, bajo el slogan “Enmoróchate”. Así, el sistema adquirió un sesgo mayoritarista no contemplado en los planes originales.
Con este ejemplo tropical se pretende argumentar que ningún sistema es perfecto. Los partidos siempre encontrarán las grietas en la medida en que la voluntad popular no castigue este tipo de comportamientos. Y eso es algo que hasta ahora no ha ocurrido en la Argentina de las renuncias anticipadas, los vicepresidentes que votan contra su propio gobierno y los candidatos que anuncian que no van a asumir los cargos para los cuales han sido elegidos. Al menos, no ha ocurrido con la intensidad suficiente como para inducir a los dirigentes a dejar de lado este tipo de maniobras. La cultura política se articula con la táctica electoral para definir una campaña compleja.
El conflicto entre el gobierno y los productores del campo marcó a fuego el primer año de gestión de Cristina: polarizó el escenario político, catalizó la ruptura entre el oficialismo y un sector importante de la clase media, mostró el abuso de la acción directa por parte de un sector económico privilegiado, reveló los déficit de gestión política del gobierno y el agotamiento de su sempiterna inclinación al truco-retruco-vale cuatro y desnudó la tentación antidemocrática de un sector minoritario pero en absoluto irrelevante de la oposición (las risas de Mariano Grondona y Hugo Biolcati ante la posibilidad de que Cristina no logre completar su mandato son ilustrativas).
Pese a todo esto, el conflicto del campo no se ha convertido –como muchos pronosticaban y otros tanto anhelaban– en el eje de la campaña. Los ruralistas no han logrado copar las listas opositoras con sus dirigentes, aunque haya algunos distribuidos aquí y allá, y el debate público gira menos en torno de la soja, las retenciones y las cosechas que alrededor de la inseguridad, el desempleo y la crisis.
La esperada división campo/no campo no se produjo, al menos no en términos tradicionales. Lo que sí se advierte es una fractura entre, por un lado, las zonas productoras de soja –Santa Fe, Córdoba, La Pampa, el interior bonaerense– lideradas por peronistas anti-K u opositores, versus las zonas no sojeras: Conurbano, NOA y Patagonia. Desde el año pasado, la Ciudad de Buenos Aires se ha sojizado en términos electorales y culturales. El resultado es un clivaje más regional que de clase.
A dos meses de las elecciones, el panorama electoral se va definiendo, aunque aún aparece imprevisible y fluido y seguramente nos deparará más sorpresas. Por más que todavía queden remanentes de la vieja era de los partidos, los comités y los militantes (el acto de la CGT es un buen ejemplo de estas reliquias), la campaña confirma la tesis del politólogo francés Bernard Manin en el sentido de que la política atraviesa un proceso de “mutación”, una transformación de fondo que la ha convertido en una dinámica acelerada, a veces incluso enloquecida, de realineamientos tácticos permanentes, con partidos que funcionan cada vez más como instrumentos y líderes que acaparan el centro de la escena y monopolizan las decisiones a través de su presencia en los medios masivos de comunicación.
En suma, una política distinta, ni mejor ni peor que la del pasado, a la que no conviene criticar con nostálgico enojo sino tratar de entender como algo que ha llegado para quedarse.
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