Lun 04.05.2009

EL PAíS  › ENTREVISTA CON LA SOCIóLOGA BRITáNICA VIKKI BELL

“No podemos controlar el pasado”

Dedicada a investigar procesos de transición social después de historias traumáticas y violentas, Bell analiza el fracaso en Argentina de las tentativas de abolir el horror de la dictadura, el sentido de los reclamos sociales de justicia y su relación con los lenguajes del arte.

› Por Javier Lorca

Las heridas que la dictadura militar dejó en el cuerpo social, los reclamos de justicia frente a los crímenes de lesa humanidad y su relación con diferentes expresiones artísticas son algunos de los temas que atrajeron sobre Argentina la reflexiva atención de la socióloga Vikki Bell, profesora de Goldsmiths (Universidad de Londres). En esta entrevista, dice que la experiencia argentina, con el fracaso de las tentativas de abolir lo ocurrido bajo el terrorismo estatal mediante indultos y leyes de impunidad, revela que “no podemos controlar el pasado” porque la sociedad tiene “la necesidad de permitir su retorno”. Y advierte que el horror de la desaparición de personas instituido por el Estado dictatorial funda un perverso sucedáneo en democracia: la invisibilización de sectores sociales marginados.

–¿Cómo y por qué llegó a interesarse por la situación de los derechos humanos en Argentina?

–Siempre me interesó cómo pensar la ética, cómo entender una vida ética. En especial, cómo pensar la ética en relación con las líneas de poder que no sólo nos constriñen sino que también nos crean en un sentido profundo, nos hacen la clase de personas que somos y promueven ciertas formas de subjetividad. El psicoanálisis explica esto muy bien, claro, pero Michel Foucault ha sido mi principal inspiración para pensar cómo los sujetos son formados a través de modos de sujeción, son posibilitados y limitados a la vez por el poder. Foucault estaba interesado en las formas cambiantes de las racionalidades de gobierno, en cómo modifican las clases de personas que podemos devenir. En los ’90 estuve trabajando en Irlanda del Norte y pude ver cómo, después de un conflicto, las ideas de un nuevo futuro tenían que ser conformadas y encarnadas por las personas. Es un proceso complejo que involucra cierta intimidad entre decisiones de Estado, memoria y diferentes cuerpos. En Argentina encontramos una extraordinaria historia de transición desde la reciente dictadura hasta la democracia, y las tentativas –de Alfonsín y Menem– de trazar una línea sobre un pasado de violencia con las leyes de Obediencia Debida y Punto Final y con los indultos. Precisamente, esto se hizo en el nombre de crear un nuevo presente, un nuevo comienzo para la Argentina. Los rechazos que provocó en el cuerpo social, y las diferentes maneras en que las personas mostraron que deseaban recordar y forjar un futuro, son fundamentales para analizar cómo imaginamos lo político. Todo este proceso resulta muy interesante para una socióloga interesada en las transiciones que siguen a pasados violentos.

–Usted sostiene que la memoria no es un mero recuerdo del pasado, sino que involucra una idea más compleja de temporalidad. ¿A qué se refiere?

–Casi todos hemos tenido la experiencia de un pasado que de pronto vuelve a surgir en nuestras vidas. Repentinamente, alguna pequeña cosa –un lugar, un olor, un objeto o una foto– puede transportarnos hacia atrás en el tiempo. Como nada más, este tipo de experiencias nos advierten que no podemos controlar el pasado. Si Menem pensaba que una “reconciliación” podía convencer al cuerpo social de cerrar cuentas con el pasado, malentendía la necesidad que tienen las personas de permitir el retorno de ese pasado. Y malentendía cómo las personas desean recordar desde el cuerpo social. No porque formen un cuerpo afectivo débil, traumatizado e incapaz de olvidar, sino porque comprenden que la cuestión de la violencia estatal no desaparece durante la democracia, siempre es necesario mantenerla bajo vigilancia. Y también porque hay muchas historias no cerradas que aún se intentan comprender. En otro sentido, hay una invitación que llega desde el pasado, un pedido de recordar que involucra tanto vigilancia política como placer por recordar. Pero hay que ser cuidadoso cuando se dice algo así. Hay un sentido en que el cuerpo social más activo de Argentina actúa en nombre de los espectros del pasado, pero lo hace con la mirada puesta en el presente y en la paz.

–¿Por qué habla de una justicia que va más allá de la ley?

–Aunque el rol del Estado y los procesos legales son necesarios, vitales, nunca van a ser suficientes. Los procesos legales pueden señalar un camino, pueden intentar corregir faltas del pasado con juicios, pueden designar días de celebración para el presente democrático –como el 24 de marzo–, sin embargo, como ha mostrado la experiencia, son volubles y pueden ser revertidos. Con todo, un sentido de justicia sigue persistiendo en el mundo social. Más profundamente, se podría decir que las lógicas de equivalencia que encontramos en la ley nunca van a compensar la desaparición de un ser querido. ¿Cómo podrían? Hay una inconmensurabilidad que supone un presente inestable y en movimiento, con la que de todas maneras se intenta vivir.

–¿Cómo se relaciona esto con su análisis-experiencia del Parque de la Memoria?

–La obra de diversos artistas y el Parque de la Memoria privilegian una sensibilidad antimonumental, en el sentido de que no intentan representar el pasado ni clausurar las preguntas planteadas por aquel período de la historia argentina. En muchas ciudades hay monumentos por los que se pasa cada día y que, sin embargo, fracasan en provocar cierto estado de “rumia” sobre el pasado. Los monumentos pueden recordar todo por nosotros, por eso se convierten en sitios del olvido. El Parque de la Memoria, aún en proceso, comienza a ser un espacio que intenta sostener una postura ética en relación con la importancia de una experiencia reflexiva del recordar. Me gusta una obra del Parque, Sin título, de Roberto Aizenberg, en especial la simplicidad con que dibuja un grupo familiar que parece acurrucarse sobre sí mismo. El vacío de la obra sugiere un vacío personal que le permite al espectador ver a través suyo el río, una visión turbia a partir de la cual, no obstante, debe ser construida una visión de futuro. Quiero decir que el Parque es un intento de indicar una idea de justicia que no se agota en los procesos legales, que puede ser comprendida más como un proceso en movimiento que como un objetivo definido. No impone ni cierra un único pasado.

–¿Por qué elige centrarse en las narrativas artísticas para pensar el proceso de justicia en la transición democrática?

–Las obras de arte son interesantes porque, en general, no hablan el mensaje que pretenden. En cambio, permiten que las personas lo construyan por sí mismas. En otras palabras, escenifican un encuentro. Junto al investigador Mario Di Paolantonio, hemos estado pensando sobre obras recientes y también más antiguas. Por ejemplo, la curadora María Teresa Constantin nos contó de una colección de obras que habían sido expuestas durante la dictadura y que ella reunió para volver a exhibirlas. Nos interesa cómo estas reapariciones multiplican el tiempo, por así decirlo. Las reapariciones de estas obras suponen una rebelión contra el tiempo, contra la dictadura, pero también generan nuevas reflexiones sobre el presente, así como el pasado a través de estas obras deviene historia y archivo. También la fotografía es un medio poderoso cuando se refiere a la temporalidad y la muerte. Me sentí movilizada a escribir sobre algunas fotos de desaparecidos, en particular sobre la imagen de Fernando Brodsky. Su hermano nos contó la emocionante historia de cómo el negativo de la foto fue robado de la ESMA por el fotógrafo Víctor Basterra. Que la imagen haya sobrevivido a la ESMA, mientras que él no pudo hacerlo, la convierte en un retrato muy especial. No es la única imagen que sobrevivió, y cada una es especial, pero quise preguntar qué nos demanda esa supervivencia a quienes vivimos el presente. ¿Qué hace la democracia con un pasado en el que las personas estuvieron implicadas de diferentes maneras, un pasado que es recordado de formas diversas y en el que la violencia es comprendida también de modos diferentes? ¿Qué relación tiene esto con un presente en que algunos son visibles pero no son percibidos: los cartoneros, a quienes se puede ver por todas partes y cuyas vidas hasta son administradas por el Estado en cierto modo, pero, sin embargo, son invisibilizados?

–¿Visitó la ESMA?

–Fue mi primera visita cuando llegué a la Argentina, en mi primer viaje de investigación, en 2006. Es escalofriante pensar que entre esos edificios los desaparecidos estaban detenidos mientras Massera proclamaba, paradójicamente, la necesidad de luchar en nombre de “la democracia y la vida”. Cuando fui, el edificio parecía en transición, su futuro continuaba indefinido, todavía había muchas preguntas sobre lo que había ocurrido y sobre lo que debería ocurrir en el futuro. Ahora está comenzando a ser más utilizado... La ESMA me hace pensar en las relaciones entre las formas del poder estatal, las violencias que vienen del pasado y las violencias del presente –los desaparecidos y los cartoneros–, como transformaciones del referente del eslogan “aparición con vida”. Como era para Hannah Arendt, para mí la pregunta es ¿cómo nos situamos entre esos pasados y el futuro?

–¿Cuál sería, en ese sentido, el rol del sociólogo o el filósofo?

–Los sociólogos y los filósofos piensan el mundo con una preocupación que tiene que ver con la curiosidad y el cuidado. Pero son las personas en sentido amplio quienes están obligadas a producir respuestas, y son los diferentes contextos y resultados de esas disputas, tanto los intencionales como los involuntarios, lo que encuentro más fascinante.

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