EL PAíS › OPINIóN
› Por Ricardo Forster *
Los rostros del suburbio se sumergen en el centro de Buenos Aires como quien entra en una geografía que no le pertenece pero que, una vez penetrada, se transforma en su propio lugar, aquel en el que no dejará de mostrar sus señas de identidad, esas que no suelen ser descriptas con benevolencia por los grandes medios de comunicación. Rostros curtidos, oscuros, serios y alegres a la vez de acuerdo con la mirada con la que se topan o a la circunstancia en la que se encuentran. Rostros que devuelven, aunque no lo sepan, las imágenes de otras historias que atravesaron con intensidad las calles de la ciudad, que bajo otras memorias y otras experiencias se encolumnaron para afirmar la presencia de quienes vienen nuevamente encolumnados a defender sus derechos, todos, los del salario y los de la dignidad, esos derechos que algunos han querido suprimir cuando los vientos de la historia parecían soplar hacia la inclemente imposición de la gramática absoluta del capital.
Rostros que remiten a otros rostros como queriendo recordarnos que las épocas se cruzan y que las memorias no se borran por más que se busque invisibilizar lo que sigue insistiendo en el interior de una sociedad injusta y desigual. Rostros de una justicia siempre reclamada, rostros incontables de aquellos que desde siempre exigen que se los reconozca como iguales allí donde la democracia, antigua y nueva, se ofreció a sí misma como el espacio de una igualdad que luego sería sistemáticamente negada por los poderosos. Esos rostros, múltiples, anónimos, íntimos y lejanos, expresan una escritura desplegada en el tiempo de las rebeldías y de las innumerables luchas por el reconocimiento. Poco importa si quienes los representan no están a la altura de esas historias y de esas demandas, poco y nada importa el desdén clasista con el que los nombran los otros, los dueños de las rotativas y de las cámaras de televisión, los narradores de un sentido común atragantado de tanto racismo. Importa que después de mucho tiempo, casi un par de décadas de ausencia (cuando otros rostros más ajados y empobrecidos los sustituyeron para manifestar que los expulsados del sistema, los desocupados del neoliberalismo también tenían rostro y derechos), han regresado las multitudes anónimas a las calles de una ciudad que, más allá de la hostilidad de muchos, guarda como su mejor secreto las huellas de esas otras movilizaciones que en el pasado dignificaron la lucha obrera.
Buenos Aires, la antigua, tal vez aquella que, como Borges dijera, empieza en el sur, descubrió sus ausencias; con un dejo de anonadamiento se recordó a sí misma, recuperó en un instante y entre aquella multitud de rostros llegados de los suburbios pobres otras escrituras alejadas del individualismo de época y perturbadoras de una “opinión pública” construida a la altura de los prejuicios de ciertas clases medias que nunca dejaron de horrorizarse ante la invasión de los bárbaros, de aquellos incivilizados que vienen de una lejanía inclasificable y peligrosa. Eran, una vez más, los “negros del choripán”, la masa anónima movilizada por los recursos del clientelismo (recursos alimentados, dice esa sesuda “opinión pública”, por los impuestos que paga la gente decente), el rebaño que se deja conducir a cualquier lugar y bajo cualquier consigna porque son iletrados y casi analfabetos, carne de cañón de cualquier populismo. Son pura ausencia allí donde carecen, según esta interpretación “sociológica” de algunos connotados dirigentes opositores, de la capacidad para discernir lo que significa la libertad, el derecho y la calidad institucional. Son feos, malos y sucios, y van dejando esas evidencias mientras caminan con desparpajo por las avenidas de una ciudad que nos les pertenece.
Están ahí, arracimados bajo sus banderas, las de sus organizaciones sindicales, las que todavía señalan sus pertenencias más allá del intento del sistema por arrojarlos al vacío neutro de un anonimato en el que sólo vienen a expresar rostros oscuros e inclasificables, masa de trabajadores que sólo son capaces de malvender su fuerza de trabajo. Esas banderas son una poderosa conjunción de pasado y de presente, en ellas, entre sus pliegues, se guarda la memoria de otras batallas y de otras derrotas; ellas siempre son más que la circunstancia que hoy las vuelve a convocar y que algún nombre que se ofrece como el garante último de la verdad. Ellas son el barro de la historia, esa argamasa de sangre y sudor que siempre nos recuerda lo que todavía no se ha cumplido, los sueños soñados ayer que aún siguen esperando su oportunidad y que cada generación redescubre bajo sus propias e insustituibles condiciones. ¿Puede soñar una multitud? Para los cultores de un liberalismo exhausto por su propia crisis eso es un oxímoron porque ante todo están el individuo y su libertad, bastión contra esa masa indiferenciada que viene a amenazar a la República y a la pureza de sus instituciones. Para ellos, la multitud no puede soñar, apenas puede comportarse como una ameba, como una fuerza primitiva que es movida de acuerdo con los deseos de unos pocos. Entre el clasismo brutal y el racismo se mueve una “opinión pública” que no deja de retroceder, en términos intelectuales, hacia un conservadurismo elemental, ese mismo que suele expresar la fuerza de choque informativa de la corporación mediática, esos movileros que intentan describir lo que sus ojos no pueden alcanzar a comprender con los limitados vocablos de quienes expresan la pobreza de la ideología del prejuicio.
Extrañas vicisitudes las de una época que creía que la historia había concluido bajo el reinado omnívoro y entramado del mercado y de la democracia liberal. Un presente absoluto sin rostros curtidos que amenazantes se atrevieran a recorrer las calles de la ciudad burguesa recordando que, acá, entre nosotros, persisten la injusticia y la pobreza. Una época que se sobresalta al descubrir que nada es eterno bajo el sol a veces negro de la historia, de ese sol que vuelve a irradiar sobre las multitudes iluminando con nueva luz la demanda de los incontables por ser parte de lo que todavía, y pese a las promesas que vienen del inicio de la democracia, no se ha repartido con justicia. Gracias a que existen los sindicatos, y más allá de opacidades y agachadas de muchos de sus dirigentes, la brutalidad del sistema no acaba por triunfar, precisamente porque todavía esos rostros de los suburbios arropados bajo sus banderas y sus memorias insisten en recorrer las calles de Buenos Aires.
Sabrá, el amigo lector, elegir sus propias visiones e interpretaciones de lo que fue el impactante acto convocado por la CGT el jueves pasado; sabrá valorar su importancia en esta hora de definiciones políticas en la que se juega tanto; mi intención fue otra, apenas buscar las huellas dejadas por esos rostros en la memoria de la dignidad, de esa que guardan, desde siempre, los trabajadores y sus sindicatos. Pero también, por qué no, intentar descifrar los giros de la historia, los diferentes modos de comprender y de oscurecer nuestra visión de los acontecimientos allí donde lo no esperado nos sacude con sus provocaciones. Un intento por resignificar aquello que se despliega delante de nuestros ojos y que no alcanzamos a comprender; aquello que nos remite a otros momentos y a otras circunstancias, pero que, en el caudaloso río de la actualidad, nos pone delante de nuestra mirada a un colectivo social que sigue dejando sus marcas en una historia por suerte inconclusa. Mucho se juega en estos meses por venir, entre otras cosas, el regreso de esos rostros de los suburbios al centro de la escena política; un regreso sin garantías porque sabemos que la restauración conservadora sigue siendo una amenaza real, aquella que intentará, nuevamente, que las multitudes salgan de la historia para regresar al silencio y el olvido.
* Ensayista, doctor en Filosofía, profesor de la UBA.
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