EL PAíS › PANORAMA POLíTICO
› Por Luis Bruschtein
Don Pascual, el peluquero del barrio, era un personaje irreemplazable. Entre un corte a la media americana y otra bocha a la cero, tipo colimba, seleccionaba a los pibes para el equipo de fútbol, los dirigía en los campeonatos, se preocupaba por los vecinos y al mismo tiempo tenía la unidad básica de la cuadra. Y había otros Pascuales radicales. Durante el gobierno de Alfonsín, en la ciudad de Buenos Aires había más de 400 comités radicales, que se esfumaron como por obra de una bomba neutrónica, igual que los demás locales partidarios. Algunos se convirtieron en centros culturales y otros en centros de jubilados, pero los locales de los partidos políticos prácticamente desaparecieron de la ciudad, incluyendo los de la izquierda. En la Capital, la política se hace desde los medios. Los famosos punteros tienden a ser una raza en extinción. La desgracia es que esos punteros habían reemplazado a aquellos viejos peluqueros con vocación comunitaria. En ese lento proceso de descomposición de la política hacia la anomia mediática, primero escasearon los peluqueros y finalmente los punteros, que los habían reemplazado.
Se extrañan los Pascuales, aunque es cierto que han tenido un sucedáneo en algunos de los armadores de los movimientos sociales o de algunos curas en las villas. Pero es en las barriadas populares donde se nota más esa ausencia de locales partidarios. Los pobres fueron desinteresados de la política, los partidos perdieron identidad y fueron alejando a esos militantes comprometidos con la vida de su cuadra o del barrio. La mala política no fue reemplazada por la política buena. Simplemente no fue reemplazada y quedó a merced de los flujos impulsados por las grandes campañas de publicidad.
En las últimas elecciones, gran parte de los votos en los barrios del sur se inclinaron por el macrismo, un conservadurismo más preocupado por los barrios del otro lado de la ciudad, siguiendo el camino de lo que Emir Sader denomina “las clases medias blancas de los centros urbanos”. Lo de blancas tiene más sentido para Brasil o Bolivia, donde la división es muy clara, pero aquí también funciona. Más que al color de la piel, apunta a la vulnerabilidad de ese sector de las capas medias para ser cooptada por intereses culturales, políticos, económicos y sociales que no son los suyos y que la mayoría de las veces los perjudican. Y al mismo tiempo se convierten en la principal herramienta para disputar la hegemonía de esos valores sobre el resto de la sociedad. Fue muy claro el rol que juega este sector en Bolivia, con los movimientos separatistas, y fue claro el que jugó en Brasil contra Lula, como lo fue aquí durante el conflicto por las retenciones.
De los dos partidos históricos, el principal perjudicado por el nuevo escenario urbano fue el peronismo, porque su base social es la que ha sido más alejada de la política y porque sus dirigentes no encontraron la forma de mantener identidad y al mismo tiempo influir a las capas medias. Hicieron al revés, trataron de llegar a las capas medias y fueron perdiendo anclaje en su base social histórica entre los sectores más humildes. No era una tarea fácil, porque la sola palabra “peronista” eriza la piel en la urbe donde el peronismo ganó pocas veces. Pero peor es quedarse sin el pan y sin la torta.
Desarbolados, los partidos históricos fueron desplazados por otras fuerzas. Primero fue el progresismo del Frepaso y ahora el centroderecha macrista, en un electorado huérfano que se mece por los vaivenes mediáticos. En vez de Pascual, la caja boba. Si la única vía de transmisión de la política hacia la sociedad son los medios, no tiene por qué extrañar que la política vaya asumiendo esa lógica. Es lógico que en casi todas las listas haya personajes de la farándula, en el mejor de los casos con algún antecedente o interés en la política. El vínculo del que votaba a un partido, a un programa o una identidad está más diversificado y tenue y sobre todo si el candidato no es conocido.
En ese sentido, la apuesta del kirchnerismo con Carlos Heller resulta la más heterodoxa, porque deberá competir con la vicejefa de Gobierno, Gabriela Michetti; con una casi segura presidenciable del 2011, Elisa Carrió; con dos ex jefes de Gobierno como Aníbal Ibarra y Jorge Telerman, y hasta el mismo Pino Solanas corre con ventaja en ese plano. La elección porteña tiene candidatos fuertes, dirigentes de primera línea de sus agrupaciones, lo cual por lo general habla más de debilidad que de fuerza. En todos los casos, otros postulantes de esas mismas agrupaciones bajarían sensiblemente los resultados.
Carlos Heller no es tan conocido como cualquiera de sus competidores, lo cual no implica una demostración de fuerza, pero sí un criterio diferente. En el poco tiempo que queda para el 28 de junio, el kirchnerismo está obligado a instalarlo en la ciudad con una identidad clara que lo diferencie de los demás candidatos. Además, la mayoría disputa franjas que se superponen, como el mismo Heller, Ibarra, Telerman, los socialistas Héctor Polino y Roy Cortina y en algunos tramos también Solanas. El progresismo porteño, cuya mayor expectativa es salir tercero, además es el sector más desperdigado.
En casi todos los casos, las diferencias que los separan apenas son distinguidas por quienes estarían dispuestos a votarlos. En esa nebulosa progresista el rasgo más perfilado es la relación con la Casa Rosada. Ibarra se alejó en el debate por las retenciones, Telerman mantiene una distancia neutra y Solanas, desde la oposición abierta, respalda las políticas de derechos humanos, pero sostiene que el kirchnerismo mantuvo el mismo modelo económico que el menemismo. Heller es el único que encarna al progresismo de izquierda y centroizquierda, no PJ, que expresa un apoyo crítico al Gobierno desde ese lugar. Esa diferencia le dará cierta ventaja, porque se convertirá en el centro de los ataques de la primera y segunda fuerza, el macrismo, y la Coalición Cívica y el radicalismo, cuyos argumentos centrales están en el lugar del opositor nacional. La misma Michetti, durante un timbreo barrial en el primer acto de campaña, cargó el centro de su argumentación en esa balanza, cuando el kirchnerismo ni siquiera compite por los primeros lugares en la ciudad.
Como tercero en la lista de Heller, Julio Piumato es otra propuesta audaz por lo inesperada en una elección porteña donde los sindicalistas tienden a ponerse saco y corbata para no irritar a la clase media. Hombre de confianza de Hugo Moyano, el perfil ultraperonista de Piumato le cede la clase media a su compañero de lista y sale a buscar abiertamente lo que reste del voto de identidad. Heller y Piumato forman un dúo llamativo, porque expresan dos vertientes que pocas veces confluyeron: el peronismo duro y el intelectual y profesional de izquierda progresista. Las fórmulas anteriores del kirchnerismo en la Capital trataron de encarnarlas en un solo candidato, como Rafael Bielsa o Daniel Filmus, pero en este caso esas vertientes van perfectamente disociadas, como Mutt y Jeff o el Gordo y el Flaco. Es difícil evaluar la potencialidad electoral de la fórmula en una ciudad que siempre le fue esquiva y donde en el mejor momento el kirchnerismo alcanzó unos puntos más del veinte por ciento, pero la dupla Heller-Piumato rompe algunos de los principios establecidos en estas encrucijadas porteñas. La primera es que el peronismo nunca llevaría un candidato izquierdista no PJ y de origen comunista. La segunda es que tampoco llevaría un gremialista que no fuera de cuello blanco.
El otro factor que incidirá en los resultados será la campaña que haga Néstor Kirchner en el distrito bonaerense. El espacio que pueda recuperar a nivel de indecisos o en el humor antigobierno se va a verificar también en alguna medida en el distrito porteño. Todas las mediciones hechas hasta ahora han sido antes de que Kirchner y Heller comiencen sus campañas y está demostrado que hay una resonancia mutua entre la Capital y el conurbano.
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