EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
Hace unas horas concluyó la ya acostumbrada, agotadora, histérica ronda de negociaciones, en todas o casi todas las fuerzas electorales, para cerrar listas hacia el 28 de junio. Un hecho que encima tuvo esta vez aditamentos especiales, debido a las candidaturas ficticias y porque tanto en el oficialismo como en la oposición hubo dudas y transacciones que involucraron a cabezas de boleta y a primeros puestos. ¿Qué grado de importancia hay que conferirle a ese hecho y cuál es su proyección sobre lo que queda de campaña?
Si, aunque sea como pretensión, se analiza la coyuntura con mirada de estructura y no al revés, las respuestas no son tan difíciles. Quienes están en problemas son los que, Jauretche dixit, hacen pasar la realidad por el ojo de la cerradura. Dependieron hasta último momento de si Kirchner era candidato; de hasta dónde llegaría el disgusto de Solá con De Narváez porque éste le deja afuera a su gente; de cuán profunda podía ser la “rebelión” del PJ porteño; de si la tirantez de Carrió con Cobos y de Stolbizer con Carrió y de Cobos con el hijo de Alfonsín atraviesan el mismo parámetro de vanidades, de zancadillas, de transas espurias. Nada de lo anterior significa restarles importancia a los nombres y las nóminas que terminaron conviniéndose por amor o por espanto irremediable (más bien lo segundo), porque después de todo esos nombres y esas nóminas son como el amor o el desánimo a primera vista. Y la visión mediática, justamente, en estos tiempos en que los partidos (parece que) desaparecieron y sólo (parece que) cuenta la impresión causada por las apariciones y operativos televisivos, termina de definir las cosas. No las produce, es cierto, pero las remata. Decía Nietzsche que lo importante no son los hechos sino las interpretaciones. El delivery analítico de la radio y la tevé, y ahora también de los medios gráficos en que mal que mal se quería creer que continuaban concentrándose los periodistas más serios, tiene una oferta de pizzas y empanadas sensoriales. El aire arrogante de Cristina, los dolores estomacales de Michetti porque ella también fue y es testimonial, los extremismos fraseológicos de D’Elía, la inestabilidad emocional (¿o política, mejor?) de Carrió, los exabruptos de Kirchner. Esos factores –que por supuesto son considerables– concluyen casi como determinantes de si se va para acá o para allá. La política acaba pasando por ahí. O, en el mejor de los casos, por las pequeñas rebeliones individuales, por si cuál o tal no cayeron en equis renuncio como mostranza de debilidad y si aquél y ésta no concluirán, acaso, amigándose o enemistándose en función de sus objetivos de corto plazo. Lo claro es que, por allí o por allá, la búsqueda y el resultado de todo eso redundan en la indiferencia y desconfianza populares hacia la política. Hay grandes ganadores con ese sembradío y, causalmente, son los involucrados en temas que, gracias a la política transformada en eso, no aparecen en la escena electoral.
Uno de esos aspectos, entre los más significativos si no el más, es el apagón de los medios audiovisuales respecto del proyecto de ley que, al cabo de 26 años, intenta ponerle límite a su espeluznante proceso de monopolización. No debería poder creerse la impunidad con que la inmensa mayoría de esos ¿órganos de prensa? (bueno, sí, finalmente son agentes de prensa corporativa) se dan el lujo de ignorar una de las propuestas y debates cardinales del país. Una democracia a la que, por razones como ésta, todavía cabe definir como de transición entre los escalofriantes factores de poder devenidos del menemismo, más la última dictadura, y la imposibilidad o impericia del campo popular para enfrentarlos. Sin por eso omitir algunos avances, está claro.
Para muchos desprevenidos el hecho puede parecer secundario y hasta irrelevante. Y para otros, que no lo son, no se trata de eso sino de la escasa monta que el punto reviste en comparación con otros que tampoco forman parte de la campaña, y dudosamente lo hagan: la pobreza; el trabajo en negro; un sistema impositivo que mantiene su ubicación entre los más regresivos del mundo; la inflación dibujada; la ausencia total de discusiones acerca de cuál será la matriz energética –y en consecuencia productiva– en una Argentina que se quedará sin petróleo y que depende del gas externo. O bien “la inseguridad” si es que quiere vérselo por la derecha, excepto para el tilingaje o los operadores ideológicos convencidos de que la inseguridad no es de derecha ni de izquierda. Sin embargo, el prisma bajo el cual se observa y juzga a ese paquete temático es recortado por los intereses de las corporaciones mediáticas. Lo que se dice y no se dice en la radio y la televisión y el cómo se lo hace, al margen –o no– de que funcionan como amplificadores de la prensa gráfica, representan a esta altura de la cultura audiovisual la herramienta más formidablemente estratégica que cabe imaginarse. ¿Quién, con medio dedo de frente e información, puede deducir como casualidad que, en el canal del grupo más amenazado por los alcances del proyecto de ley de radio y televisión, Tinelli reaparezca resucitando las sátiras mordaces hacia la dirigencia política? ¿Cuánto pasará hasta que esa casualidad sarcástica ataque con prioridad a las figuras del oficialismo, tal como lo harían con las opositoras si fueran éstas las que pusieran en riesgo sus negocios?
Corresponde, entonces, la pregunta de a qué clase de debate electoral estamos asistiendo; sin perjuicio, en absoluto, de que la mediocridad reinante entre candidatos y capas dirigentes en general, con sus salvedades, provoca susto. Porque es una tenida, la de los comicios, cruzada por esos intereses mediáticos. ¿Alguna vez fue distinto, salvo que se retroceda hasta los tiempos en que la política se hacía en la calle y no en la tele? No, pero sí es la primera vez en que los grandes medios, mutados a corporaciones gigantescas, viven un peligro tal vez concreto si es que hay de verdad la decisión política de depositar el proyecto de ley en el Congreso.
Aun cuando no se coincida en que ese propósito es la madre de todas las batallas o al menos una tía, por robarle una muy ingeniosa definición al colega Mario Wainfeld, deberá aceptarse que esto también es la política y la campaña. Como lo son la manera en que se asusta con la gripe porcina y antes con el dengue; la creación de un clima que sugiere probabilidades de cataclismo para el lunes 29 de junio (imperdonable, condenablemente azuzado por el matrimonio presidencial); o las acciones atemorizadoras de actores económicos y financieros –políticos, bah– si es que no se dota al proselitismo electoral de decibeles más bajos.
¿Cambia algo de todo eso de acuerdo a cómo se cerraron las listas? ¿Cambia en algo que la discusión de fondo es cuál es el rumbo ideológico?
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