EL PAíS › OPINION
› Por Mario Rapoport *
El 30 de mayo se cumple el cincuenta aniversario del fallecimiento de Raúl Scalabrini Ortiz. Muchos recuerdan sin duda su filosa crítica a la política británica en el Río de la Plata, su defensa de la neutralidad en la Segunda Guerra, su posición favorable a la nacionalización de los ferrocarriles o sus apoyos iniciales a Perón y a Frondizi. Conviene entonces desbrozar su pensamiento en torno del trabajo que lo da a conocer y lo hace repentinamente famoso: El hombre que está solo y espera, publicado en medio de otra crisis mundial, en 1931.
Porteño hasta la médula, pese a su origen correntino, hijo de un italiano y de una criolla, Scalabrini Ortiz expresa un tipo de nacionalismo nacido de la problemática urbana, de la simbiosis entre el inmigrante recién llegado y una urbe hostil y orgullosa que había quebrado la resistencia que le ofrecía el resto del país e impuesto su propio signo a la organización nacional. Por eso, a diferencia de otros intelectuales de su época, como Ricardo Güiraldes, Scalabrini rechaza el viejo modelo del gaucho, arquetipo de una sociedad que ya se había extinguido, ni acepta tampoco la mitología borgeana del compadrito porteño, imágenes ambas construidas desde las alturas de la aristocracia local. En cambio, define un modelo diferente, inspirado a su vez en los sectores sociales medios cuya fisonomía particular asoma en la ciudad en el umbral de los años ‘30; el del “Hombre de Corrientes y Esmeralda” que “está en el centro de la cuenca hidrográfica, comercial, sentimental y espiritual” llamada República Argentina. En esto se parece en mucho a otro porteño, también de ascendencia italiana, Enrique Santos Discépolo. Pero si éste se expresa a través de la poesía y de la música popular, Scalabrini lo hace desde el ensayo y la investigación histórica. Además –y esto es quizá lo principal–, mientras que Discépolo se circunscribe al porteño para transmitir por su intermedio su dolor y su desesperanza, Scalabrini Ortiz trasciende el marco del porteñismo para hundirse en la problemática de lo argentino, universo más vasto y complejo.
Todavía tanteando, carente de la base que le darían luego sus investigaciones históricas, en El hombre que está solo y espera Scalabrini aborda algunos temas capitales que desarrollaría más extensamente en su obra posterior, uno de los cuales es el de la tierra. La pampa, “tierra inasible”, “inhumana”, “chata”, va a ser transformada por el animoso labriego europeo que la invade fascinado por su extensión y riqueza. Sin embargo, poco a poco, vuelve “a imponer su despotismo de silencio y de quietud”: “manejando la tierra –dice Scalabrini– el hombre fue allanado por la tierra”. Esta visión casi metafísica, de tono fatalista, traduce una realidad pero no alcanza a explicarla suficientemente. Si Scalabrini percibe la situación material y espiritual del inmigrante que trabaja sobre algo que, por lo general, no le pertenece, culpa equivocadamente a la propia naturaleza, lo que resulta de un sistema de explotación impuesto por la sociedad misma.
A pesar de ello, esas reflexiones le sirven para comprender mejor las características del porteño, hijo o nieto de aquellos inmigrantes y marcado por un doble destino; el de la sangre europea y el de la pampa taciturna e inmensa. Buenos Aires es la capital del campo, el casco de una estancia casi infinita, pero el Hombre de Corrientes y Esmeralda lleva una impronta europea. De la revelación de ambas cosas surge una nueva identidad que no es la del europeo ni la del gaucho y que Scalabrini describe con ingenio y ternura.
El primer rasgo de esa identidad es el de la falsa apariencia europea, que encubre como “un traje de confección una antropometría donde unos miembros huelgan y otros van maldispuestos”. “El que mire fisonomías o hábitos – dirá acertadamente– creerá estar en Europa, no el que fije pulsos o inspiraciones.” En el amor y en la amistad –para el europeo la amistad es un intercambio, para el porteño un don–, pero sobre todo en el trabajo y en la actitud hacia el otro, el habitante de la gran urbe del Sur se diferencia radicalmente de su ancestro del Viejo Mundo.
Una segunda característica la da el hecho de que el porteño, y podríamos decir con más propiedad el argentino, procede de una sociedad individualista, de “individuos yuxtapuestos, aglutinados por una sola veneración: la raza que están formando”. No hay en él todavía una visión solidaria, integradora, salvo por delegación. El hombre porteño delega en el Estado las funciones colectivas como una forma de defender su individualismo, emancipándose así de la administración de todo destino ajeno al suyo personal. “Para que la excepción de responsabilidad sea completa –dice Scalabrini–, el Estado debe parecer automático.” Conclusión de la que no extrae todas sus consecuencias negativas –parece, por el contrario, aceptarla como beneficiosa– aunque constituye, sin duda, una de las raíces de la fragilidad democrática que nos ha caracterizado desde los días de la independencia.
Por otra parte, en un país cuya naturaleza material está en proyecto, el instinto y el sentimiento son para “el hombre de Corrientes y Esmeralda” más importante que la reflexión y el pensamiento y aquí Scalabrini apunta a otra característica esencial que define metafóricamente: la Argentina es, según él, “una pampa llana sin mojones para la inteligencia”. Lo que no significa la negación de cualidades intelectuales, sino, más bien, una crítica a aquellos que hacen del intelecto su oficio. Si el hombre común se guía por el pálpito y la improvisación, gran parte de la culpa es del propio intelectual que “no escolta el espíritu de su tierra, no lo ayuda a fijar su propia visión del mundo”. El problema del intelectual argentino es, para Scalabrini, el que ha llegado a anular de sí mismo sus propios sentimientos y con ellos su propia historia, la personal y la de su país, condenándose a vivir así, a semejanza de Prometeo, encadenado a la realidad inmediata, al mero presente.
Guardando las distancias, en El hombre que está solo y espera puede encontrarse un intento similar al que veinte años después ensayaría el mexicano Octavio Paz en El laberinto de la soledad (con otra repercusión, que no lo convertiría, como a Raúl, en una intelectual “maldito”). Ambos parten de un punto de interrogación similar. ¿Qué somos (los mexicanos) y cómo realizaremos eso que somos?, se demanda Paz; ¿qué es el espíritu de nuestra tierra y dónde se asienta ese espíritu?, se pregunta Scalabrini. Para Octavio Paz a los pueblos en trance de crecimiento les ocurre algo parecido que a los adolescentes, el descubrimiento de sí mismos y de su propia conciencia, en este caso de una conciencia nacional. En el caso de Scalabrini, el “Hombre de Corrientes y Esmeralda”, en el que confluye la vieja Argentina criolla y la nueva Argentina nutrida por el aporte inmigratorio, es el arquetipo que permite explicar la formación de esa conciencia.
Pasaron casi ocho décadas y Scalabrini Ortiz todavía espera. La mayor parte de sus preocupaciones no han encontrado, en el curso de nuestra historia reciente, una respuesta adecuada. Parecemos un país con destino incierto. Quizá tan sólo, diría hoy Scalabrini, una gran estancia, con un casco de lujo y cuarenta millones de habitantes que también esperan.
* Economista e historiador. Investigador superior del Conicet.
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