EL PAíS › OPINION
› Por Mario Wainfeld
“Como en la guerra, hay que ir matando a los de la primera fila. Hay que barrer a la mayoría, a la mugre, para después sí empezar a remar”, expresó con más claridad que fervor republicano Jorge Chemes, ex titular de la Federación de Asociaciones Rurales de Entre Ríos (Farer) y actual tercer candidato a diputado en las listas del Acuerdo Cívico y Social. Para no dejar resquicio a dudas, Chemes agregó: “hay que cortarles la mano a los Kirchner porque vienen por más”. A riesgo de ser reiterativo, concluyó “lo primero es el enemigo al que hay que matar”. La sugestiva plataforma electoral del ruralista está descripta a fondo en dos medios alternativos: el diario digital Junio de Concordia, dirigido por el periodista Claudio Gastaldi (diariojunio.com.ar) y el blog de Lucas Carrasco. Cuando se divulgaron las proclamas, Chemes se atajó, diciendo que “hice comparaciones desafortunadas pero no soy golpista”.
Chemes, queda dicho, no es un perejil ni un francotirador. Es un importante dirigente cercano a la Sociedad Rural Argentina y a CRA, que aspira a sumarse al Parlamento. Su arenga no se le chispoteó ni expresa su subjetividad, concuerda con la lógica de las corporaciones que integra. Fueron personas como él y no exaltados aislados quienes cometieron una larga sucesión de agresiones a personas que discrepan con su ideología. Sin agotar la lista, fueron agredidos de distintos modos (hablamos de violencia física y no sólo verbal) los actores Raúl Rizzo y Juan Palomino, los diputados Agustín Rossi y Alberto Cantero, el gobernador Daniel Scioli. Un grupo de partidarios del corte de manos (amén del de rutas) invadió una pista de aeropuerto en el que aterrizó la Presidenta.
Los ataques no son consecuencia de “arrebatos del momento”. Su logística insume tiempo y esfuerzo, necesarios para cualquier logro, como enunciaba un slogan de la dictadura militar. A nadie “se le suelta la cadena”, las agresiones en patota tienen su backstage, forjado entre gente (de) bien.
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Rossi es un blanco predilecto de las agresiones del campo. Quizá esté de más decirlo, pero el presidente del bloque de diputados del Frente para la Victoria es un dirigente respetuoso, firme en la defensa de sus ideas pero también cálido y amigable en el trato personal. Hasta el Tío Tom Eduardo Buzzi lo abrazó después de la sesión en que la Cámara baja dio curso a las retenciones móviles. Los pares del Chivo Rossi lo reconocen como un caballero, cuya conducta cortés no inhibe lo valiente de sus principios. Si no lo fuera, claro, tampoco habría derecho a someterlo a maltratos físicos cuando hace campaña o cuando prepara un asado en su casa, como le pasó el año pasado. En los últimos días fue atacado en Reconquista y en Venado Tuerto (ver nota principal en estas mismas páginas).
Lucas Carrasco, un periodista que vive en Santa Fe y trabaja en Entre Ríos, llevando bien el pulso de ambas provincias, narró el 25 de mayo en el blog Artepolítica cómo se urdió la movida de Reconquista. Se discutió en el local de la Sociedad Rural, con presencia de asociados y de lo que burlonamente Arturo Jauretche llamaba “fuerzas vivas”: empresarios importantes, algunos dignatarios de la Iglesia Católica. Los participantes, que Carrasco identifica con nombre y apellido, eran empresarios, ruralistas, algunos candidatos en las próximas elecciones, un par de intendentes de la zona. Por los detalles, se remite al prolijo informe del colega blogger.
Con carácter más general, todo el despliegue prueba que la seguidilla virulenta no es un fenómeno casual ni una condensación de “patrullas perdidas”, es una táctica orgánica de (cuanto menos) parte de la dirigencia rural.
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Hugo Biolcati es, levemente, más sutil que su compañero Chemes. El pensamiento que sinceró dialogando con Mariano Grondona demuestra que piensa lo mismo. Chemes usa al desgaire la amenaza de “matar” y “cortar manos”, Biolcati desgrana con ligereza promesas de un golpe de Estado institucional con desemboque en Julio Cobos.
Hay patrones más rústicos y los hay, ejem..., más urbanos en sus modales. Pero coexiste en todos ellos un componente autoritario, excluyente en el discurso y en la praxis. No hay motivos para la sorpresa, sus credenciales democráticas son bien escasas y muy firmes los lazos que las ligaron a las sucesivas dictaduras que asolaron este suelo.
Su ingreso a la palestra democrática, su participación en los debates públicos se vienen realizando con reglas propias. Cortes de rutas, desabastecimientos el año pasado. Privación del derecho de expresión en los pagos en que se sienten locales, hoy día.
Los cuestionamientos de la dirigencia opositora que disputa a codazos su favor han sido tenues hasta hace una semana. Ante la brutal radicalización reciente brotaron algunos reproches. Son vacilantes, culposos, tibios. Jamás se repara en que se trata de acciones orgánicas de las entidades “del campo” y no de jugadas aisladas. Siempre se alude a “la bronca” como atenuante cuando no como eximente de acciones que son premeditadas y no pasionales.
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La violencia de los dueños de la tierra tiene larga alcurnia en la Argentina, tanta que estos episodios suenan menores cuando se rememora actos de barbarie anteriores.
Atraviesan un buen momento político, sus acciones están en alza, varias fuerzas de centroderecha quieren a prohombres como Chemes en sus listas electorales. Aun en ascenso privilegian las agresiones como recurso político. Quizá no sea lo más redituable en términos de imagen pública pero tal vez, como en la fábula del escorpión, no puedan con su naturaleza.
Un fenómeno epocal que deja muchas cuestiones para analizar. Vayan dos, a cuenta. La primera, apena el silencio o las elipsis de los defensores de la paz republicana en la Argentina, incluidos los referentes de la oposición, la Iglesia Católica y el rabino Sergio Bergman, apologista de “nuestros hermanos del campo”.
La segunda pregunta inquietante es cuál es el compromiso democrático de esos dirigentes. Y, llegado el caso, qué harían si las urnas les dieran la espalda. Y hasta dónde serían capaces de llegar si tuvieran más poder del que disponen ahora.
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