EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
Hay la sensación de que ésta es una campaña electoral tan berreta y agresiva como nunca. La primera pregunta es si en verdad se trata de algo inédito. La segunda, mucho más importante, interroga sobre el por qué de tanta grasitud y belicosidad.
El firmante no cree que jamás se haya asistido a espectáculo tan pobre. Sostiene que, relativamente, sólo hay el estreno de las postulaciones testimoniales, en tanto el oficialismo deja claro que muchos de sus candidatos más resonantes o significativos no asumirán. Desde 1983, en forma progresiva, unos y otros sucumbieron ante la tentación u obligación partidaria de dejar los puestos que ocupaban gracias al voto, para entronizarse como funcionarios o para afrontar nuevos desafíos electorales. La frontera entre abandonar después y avisar antes es muy difusa. Por lo demás, siempre impacta lo último que sucede y no lo anterior; de modo que es fácil, muy fácil, caer en la cuenta generalmente tramposa de que lo actual es lo peor o lo desconocido. Si De Angeli rotula a Kirchner de “pelotudo”; si Macri se trenza en público con Michetti; si Reutemann habla de Binner como un tiramierda; si De Narváez queda sospechado por efedrina y contrabando; si los K son indisimulables detrás de haber creado un De Narváez falso para que la gente se confunda; si el nivel de Carrió pasa por insistir con la inminencia del Apocalipsis y acusar a los radicales de machistas; si Juez le avisa a Cristina que le van a pegar un “cagadón” y que entonces mejor vaya pensando en otra cirugía plástica; si Grondona y Biolcatti conspiran ante las cámaras; si a Scioli y a Rossi los llenan de huevazos cuando pisan territorio campestre; si frente a todo eso el matrimonio tiene un súbito ataque de buenos modales para contrarrestar la imagen que da la oposición, lo natural es creerse que nunca se vivió algo parecido. Incorrecto. Herminio quemó el cajón. Alfonsín denunció un pacto sindical-militar del que no aportó prueba alguna en la larga vida que le restó. La rata, contra Angeloz, dejó una silla vacía y la “gente” creyó en un Facundo Quiroga pre o posmoderno que prometía recuperar las Malvinas a sangre y fuego, lo cual no importó porque la cuestión era que el peronismo, a costa de lo que fuere, garantizase a alguien en condiciones de manejar el poder. La densidad de la campaña del `95 consistió en si la clase media corría riesgos con la cuota de la licuadora, y Menem ganó con el 50 por ciento. Las parlamentarias del `97, después del Tequila, sólo sirvieron para despegar el nacimiento de la Alianza, tras el objetivo de mostrar que la estabilidad peso-dólar era posible sin tanta corrupción ni frivolidad. Las presidenciales del `99 mostraron a De la Rúa, de la mano publicitaria de sus hijos y amigos sushi, al comando de un grupo Swat que acabaría con la delincuencia de guante blanco, firmando que el uno a uno no se tocaría y mofándose de que era aburrido. Las legislativas de octubre de 2001 advirtieron que podía pudrirse todo, Zamora sacó más del 10 por ciento en Capital con el enorme antecedente de que se había convertido en un vendedor de libros y el 40 por ciento del padrón nacional no fue a las urnas. Ciertamente se pudrió todo, pero casi enseguida volvió a ganar Menem, con votos que sumados a los de López Murphy y Rodríguez Saá implicaron un 54 por ciento de favoritismo por opciones de derecha. Sacaron a Kirchner de la galera como pudieron ser Reutemann o De la Sota. La economía se recuperó y la tilinguería clasemediera volvió a creerse que debía creer en el Estado. Se mantuvo unos años, como duró el efectismo alfonsinista hasta el ’87. El viento de cola se hizo de frente y reaparecieron las alternativas de derecha, quedando en duda si otra vez se comerá la galletita. Todo eso fue surcado a cada turno, general o electoral, por los “mantequita” y “llorón” entre Ubaldini y Alfonsín, por diputruchos, por el asesinato de Cabezas, por la pornografía del intento recontrareeleccionario de la rata, por Carrió desde hace tiempo comparando a los Kirchner con los nazis, por los Kirchner renunciando rápido a sus intentos de transversalidad para recostarse en los aparatos cuasi mafiosos del PJ bonaerense... ¿Qué tanto sorprenderse, entonces, por las groserías de esta campaña, ya sea en las formas de sus palabras o en los fondos que expresan a una sociedad (antes, incluso, que a su “clase política”) capaz de saltar de aquí para allá con, casi, toda naturalidad? Y por otra parte, no todos son ni fueron ni serán iguales. Un recorrido análogo al precedente puede hacerse por la inversa, rescatando a figuras destacadas por su capacidad ideológica, su honestidad, su buen gusto.
Las instancias electorales siempre se trataron de cómo construir un Gran Relato. Pueden ser buenas o mediocres pero, en definitiva, nunca fue cuestión de prolijas promesas técnicas, sino de que cada quien brinda un marco global respecto de lo que pretende (respaldado o no por su trayectoria), y a nadie le interesa el detalle puntual de las plataformas. Lo que cuenta son los signos, aunque varía el modo en que se los aprecia. Por ejemplo, se cayó en la pelotudez de que De Angeli le dijo pelotudo a Kirchner y no se reparó en que se lo dijo por estar, así señaló, “leyendo un diario de los ’70”. Es ese predicado, y no el sujeto ni el adjetivo, lo que sirve para ratificar de qué lado se sitúa el líder chacarero entrerriano. Condenar de esa forma al setentismo, que fue símbolo de utopías transformadoras para alcanzar la justicia social, más allá de todos los errores que hubo, lo ubica a De Angeli como el bruto de derecha que es, muchísimo antes que como un rústico irrespetuoso y de oratoria pendenciera.
La medición de esa temperatura ideológica es lo que debería tenerse en cuenta al momento de juzgar cuáles iniciativas están en danza, en lugar de detenerse en la faz políticamente correcta, híbrida, de condenar lo soez de la retórica. ¿Si no fuera ordinaria modificaría algo sustancial? ¿Cambiaría que en un costado hay la derecha y en el otro un quilombo eventualmente etiquetable como de centroizquierda? ¿Se alteraría que ya se conoce de sobra a éstos y aquéllos? Si se coincide en que la respuesta es negativa, tal vez se halle una de las explicaciones de por qué rige la banalidad. Porque ya todo está demasiado claro y no hay mucho más que explicar, de manera que aparece el relajo.
Finalmente, corresponde preguntarse si acaso el nivel aparatoso y grasulín de la campaña está por debajo de lo que la sociedad y sus factores de poder espejan. A menos que uno viva en otro planeta y no advierta que los mensajes de los oyentes radiofónicos, militantes de la rabia y el resentimiento; y las simplotas puteadas de los taxistas; y lo que se consume de la televisión; y el ras de los periodistas y medios de llegada masiva, y etcétera, son un canto a la moderación y a la estatura conceptual.
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