EL PAíS › OPINIóN
› Por Mario Toer *
Las vísperas de unas elecciones, en las que se juegan muchas cosas, son apropiadas para algunas reflexiones. Sabemos que hay muchos votos cantados y difíciles de conmover. Está el voto de quienes defienden sus intereses, desconfían de lo que se ha extendido en toda la región y obran en consecuencia. Son coherentes, ninguna objeción. Después está el voto pánfilo. Son bastantes. Tienen muy poco que ver con los de arriba, pero se creen a pie juntillas los dislates con los que abruman los medios de desinformación. Son una pena. Rescatables, pero con mucho trabajo y paciencia.
Y después están los votos de los que quiero ocuparme en esta ocasión: el voto de las almas bellas. Se trata de votantes bien intencionados con quienes imaginamos mundos parecidos. Quieren lo mejor para sí y para sus semejantes, pero padecen de una crónica aversión para repasar y comprender la historia y les cuesta entender la dimensión de la política. Tienen poca idea de porqué la mayoría del electorado no los acompaña. Tienden a suponer, aunque no lo dicen, que es por mera necedad. Al fin de cuentas, un país tan lindo como el que ellos imaginan, ¿por qué no se suman los más, los objetivamente interesados? Algunos suelen diagnosticar que “carecen de conciencia”. Allá ellos, se dicen, poco importa, pero mi voto de alma bella enfila a reunirme con todos los que quieren para ahora un mundo mejor. Las almas bellas no son demasiadas. Pero tampoco son un puñado insignificante. Y tienden a agruparse en dos variantes.
Están los perseverantes abonados a micro emprendimientos (aunque sus concurrencias suelen renovarse según pasan los años) de quienes me he ocupado en otras oportunidades. Y están los más románticos y menos doctrinarios, que sinceramente sufren con los más postergados de la tierra y por los daños que se le causan a diario al planeta. Son sensibles a los vuelos retóricos y, en general, aceptan que su postura conjuga la política con la poesía. Silvio Rodríguez escribió una hermosa canción en su juventud, dedicada al Che, que aún se esforzaba en Cuba por conmover la economía de la isla. “Si el poeta eres tú”, decía el estribillo. Claro, a Fidel no le hubiera cuadrado una canción de este tenor. Era quien había armado las alianzas con hasta el último liberal que se oponía a Batista. Y hasta les había otorgado en un primer momento la presidencia de la república y el cargo de primer ministro, ni más ni menos. A pesar de que el Ejército Rebelde era dueño y señor de la isla. Y los señores Urrutia y Miró Cardona recién dejaron sus cargos cuando las mayorías salieron a la calle para exigirlo. Los poetas son imprescindibles en todos los espacios, pero para que el amasijo sea consistente debe nutrirse con lo que existe, y para que fragüe, los que van al frente tienen que saber caminar largas marchas por el barro. La poesía, como el cine y la plástica, estimulan el espíritu, y sin ella ninguna misión noble podría llevarse a cabo. Pero las leyes de la política son diferentes.
Un excelente analista y politólogo, Ezequiel Meler, decía hace poco en su blog Pre-textos, polemizando con un alma bella, más de la estirpe de los doctrinarios: “Siempre hay conciencia de clase. El tema es reconocer cómo se compone, qué determinantes históricos y culturales la integran, cuál es su sentido y dirección, si sirve a los fines políticos que nos proponemos, etc. La conciencia de clase puede no ser revolucionaria, puede no ser socialista, pero siempre es algo. De ese ‘algo’ parte el trabajo político, el tuyo y el mío”.
Y ésta es la cuestión. Tanto para los doctrinarios como para los poéticos. Si las almas bellas se interesaran por esta trama, descubrirían que un genial observador de nuestro mundo, Antonio Gramsci, diseñó con maestría la índole de los escenarios en los que transcurre la política. ¿Cómo articular con los más un espacio que pueda efectivamente disputar el territorio a los de arriba? La manera no puede provenir de mis sueños y aspiraciones. Ni provenir de rígidos principios. Tendrá que nutrirse de los complejos y contradictorios entrelazamientos que las mayorías han conjugado para negociar condiciones de vida que suponen mínimamente aceptables en el marco de ciertas condiciones. Las mayorías son portadoras de una vasta sabiduría que recorre generaciones y continentes. Y no son poéticas ni aventuradas. Pero son los protagonistas. Los protagonistas de la política y de los cambios posibles. A veces pueden equivocarse en toda la línea. Pero sólo desde su experiencia puede buscarse un nuevo camino.
En nuestros días, uno de los reclamos más persistentes de las almas bellas se relaciona con la opción de Kirchner por disputar y obtener la jefatura del Partido Justicialista. Se “pejotizó”, dicen, en una antojadiza y burda simplificación. La realidad es otra. Consiguió convocar a lo mejor que convivía en esta contradictoria conjunción, mezclada con oportunistas diversos y personajes que, tarde o temprano, se marchan para otras tiendas sin que nadie los eche con un úkase burocrático. No estamos hablando de un armado de ocasión, como existe en otras latitudes. Aquí se trata de un conglomerado con mística y largos años de persecución. Se trata nada menos que de un movimiento del que se dice que, sin él, no se puede gobernar. Los K, viniendo de la nada, disputaron en el territorio más temido, la provincia de Buenos Aires. Y ganaron. Viniendo de ese movimiento pretenden que quienes se abroquelaron en sus filas, aunque más no sea por mera autodefensa, cimentada en el número y la unidad, se sumen ahora a este nuevo curso que ha despuntado en toda América latina. Con sus tiempos, que no son los de los jóvenes leídos. Y es por esto, como es notorio, que la derecha se desvive por recomponer un armado que cuente con la suficiente presencia del mismo tronco por que también saben que sin esta vertiente no pueden recuperar la iniciativa. Hay razones de la historia que nos lo explican. No puede dilucidarse el tema en pocas palabras. Pero baste señalar que el movimiento se gestó y perduró porque lo que obtuvieron sus protagonistas fue consistente. Aunque haya supuesto una delegación en mandos que querían asegurarse que no se pasaría de ciertos límites. Si pretendemos convocar y hacer confluir otras vertientes, lo que es indispensable, pongamos manos a la obra despojándonos de devaneos por figurar en la cartelera y valorando lo que ya se ha producido.
Hoy, como nunca, las opciones son claras. O se es protagonista con las mayorías consolidando el curso que se ha abierto o se persiste en los antiguos cenáculos que rondan el 1 por ciento en algunos distritos o, a lo sumo, en la variante nutrida en fantasías de celuloide que se conforma con contar con alguna presencia tan solo en la ciudad que siempre ha sido esquiva a las mayorías, con incesantes reclamos por todo lo que resta por hacer.
En las filas de la restauración conservadora algunas cosas están fuera de discusión. Ya lo han dicho muchos. Y las almas bellas deberían reparar en este señalamiento. Si la derecha clama en todos los tonos contra este Gobierno, es porque algo que no es superficial está ocurriendo. ¿Por qué insistir en solazar el espíritu tan lejos de los cursos de la historia? La belleza de las almas también puede nutrirse del temple que supone cerrarle el paso a la contraofensiva conservadora y buscar los rumbos que permitan profundizar en un camino que no es transitable si no se cuenta con el calor y la presencia de los que son más y menos tienen. No sólo está en juego nuestro destino. También el de los demás pueblos del continente. Y como decía el poeta uruguayo tan sensible a las mayorías que estamos recordando: en la calle, codo con codo, somos más.
* Profesor titular de Política Latinoamericana en la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).
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