EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
La condena al cura Grassi es, en algún aspecto, uno de los hechos políticos más relevantes de los últimos sucesos argentinos.
No se trata de compararlo con la vacuidad de la campaña, que apenas registra los cruces entre De Narváez y el juez de la causa efedrina en un juego que luce riesgos por aquello mismo de lo que resulta sospechoso: el trámite comicial. Las suspicacias acerca de que el Gobierno está tras bambalinas para empiojar al colombiano son, o deberían ser, análogas a las que sugieren que éste aprovecha la sospecha para eludir que está realmente involucrado. Lo demás son las habituales payasadas gestuales de los candidatos, que de súbito caminan barrios humildes, toman mate en las veredas, chapalean en el barro, se ponen cascos para visitar fábricas y hacen que juegan a las bochas con los jubilados. Lo único que más o menos rompió ese esquema patético fue el debate televisivo, por cable, entre Prat Gay y Heller. El resto es lo antedicho más “Gran Cuñado”, que igualmente pierde rating porque, quizá, pasada la novedad se advierte que allí también la transparencia queda muy lejos. Pero, volviendo, si nada fuese así y hubiera, como no hay nunca, una campaña de ideas, de debate franco, de combate de propuestas concretas, de todo eso que supuestamente reclama “la ciudadanía”, y los republicanistas de la derecha que apoyaron a cuatro manos toda dictadura, y los medios y periodistas que militan en el berretísimo sentido común de lo berreta que es la “clase” política... Incluso si nada fuese así, la condena a Grassi o, mejor dicho, la coronación parcial de lo que significa el proceso que atravesó, brillaría con luz propia en el campo de los símbolos políticos y sociales.
Hasta que el fallo quede firme, no corresponde dejar de poner en potencial la culpabilidad de Grassi. Y menos que menos podría caberle a un simple analista de asuntos políticos generales entrometerse en la disquisición del dictamen, que por estas horas entretiene a propósito de si está bien o mal que todavía no vaya a la cárcel, que visite a sus queridos niños con acompañamiento, que si cambia algo o no con la cantidad de probanzas aceptadas respecto de las pruebas ofrecidas. Cualquiera que anida en la actividad periodística sabe, entre mínimamente y de sobra, lo que se decía y conocía de Grassi mucho antes de que la investigación de Miriam Lewin e Irene Bais dejase al cura con los únicos salvoconductos del poder orgiástico de los ’90. Nada menos, se dirá, pero lo cierto es que llega un momento en que ni siquiera ofrece seguridades completas andar bajo el paraguas del poder y la mersa mediática. Esa protección, redondeada con una defensa de costo estrambótico que fue sufragada por “aportantes anónimos”, le alcanzó al amante de los niños, en todo caso, para empiojar y prolongar la investigación durante siete años, y para esquivar momentáneamente una prisión efectiva que habría caído con todo su peso en cualquier hijo de vecino. Esa es la parte vacía del vaso, porque patentiza el modo en que las prerrogativas de clase dictaminan justicias diferentes de acuerdo con respaldo económico, color de piel o acceso a las cumbres de palacio. Cabe preguntarse en qué lado de su conciencia andarán, frente a una condena a 15 años por abuso sexual agravado de un menor, quienes baten el parche de que los delincuentes entran por una puerta y salen por la otra. Pues bien: aquí tienen a uno que ni siquiera entra y sale porque puede quedarse en su casa y hasta concurrir a la Fundación que apañó sus afectos. Que el fallo sea sólo inicial, y que este opinante no se crea en condiciones técnicas de diseccionarlo, no invalida esa contradicción de quienes únicamente aplican la lógica de “mano dura” cuando se trata de cargarla sobre perejiles. En cambio, si de por medio hay un espécimen que goza de la cobertura del poder, en cualquiera de sus formas, queda habilitado debatir sobre las garantías que le corresponden. De manera que si el acusado es, vulgo extendido, un negro de mierda, quienes defienden sus derechos son “garantistas” dedicados a amparar a los delincuentes. Pero vale el garantismo si es un cura abusador de menores, socorrido y custodiado por amigos poderosos. Ajá.
Los apuntes precedentes, sin embargo, no anulan el tramo lleno del vaso. Contra todo lo que se señala de modo certero y/o exagerado, desde todo ámbito, a propósito de corrupción extendida e impunidad de los factores de poder, fue lograda la condena a un símbolo de eso mismo. Y este razonamiento tampoco resulta desautorizado por el carácter inestable del dictamen y la por tanto vigente, aunque muy delgada, presunción de inocencia. ¿Quién hubiera creído que sería posible sentar en un banquillo, y más luego conseguir una condena con todos los reparos que pueda merecer, a alguien que escenifica algo así como una suma histórica de las impunidades? La Iglesia, el servilismo mediático de que goza, el cinismo de la beneficencia institucional, el circo farandulero protector. Algo de bueno habrá ocurrido y todavía debe pasar en este país para que una cosa así se haya concretado, sin necesidad de chuparse el dedo. La historia de Grassi tomó estado público una vez que la jerarquía eclesiástica le soltó la mano, por diversas razones concurrentes que en otros casos suelen no importarle. Recién entonces se permitió la difusión del tema, por cierto que a través de un trabajo periodístico impecable que les costaría a sus autoras un surtido de presiones y amenazas, dignos del tipo de aliados que tenía y aún posee el cura. Pero primero debió haber quienes investigaron los hechos y después quienes gracias a ello también se animaron a hablar; y después quienes no cejaron en la lucha por que el caso se mantuviera vivo en lugar de caer en la dilución, que fue el objetivo de aquellos que durante estos siete años recurrieron a todas las artimañas imaginables para proteger al cura.
No debe perderse de vista, sin embargo, que antes y durante esos después, en interacción con las acciones individuales, hubo y hay un sistema de garantías públicas que, a pesar de su endeblez y de sus podredumbres, abre hendijas por las cuales promover y conseguir actos de justicia. Así no sean, siempre, todo lo plenos que se quisiera. Y es en este mojón donde debe recurrirse, otra vez, al reconocimiento de lo que significó, desde los albores de la democracia, la tarea incansable de los organismos de derechos humanos y de los luchadores sociales de variado tenor.
Es gracias a la senda que trazaron ellos, permanentemente imputados, desde las usinas reaccionarias, como promotores del anclaje en el pasado y el libertinaje belicoso, que hoy puede celebrarse la condena a un paradigma de otro pus del poder. Es gracias a ellos que uno se siente más seguro. No porque lo esté, sino porque podría estar mucho peor.
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