EL PAíS › OPINIóN
› Por Mario Wainfeld
Terminaba el acto de cierre de campaña, en La Matanza. El régisseur Enrique Albistur proveyó la escenografía de su marca. Un escenario ordenado, público sentado, colores delicados, con primacía del celeste y blanco. Néstor Kirchner, el orador, visible y no atosigado por cuerpos cercanos. La Presidenta, también ostensible, sentada en la platea. Terminó el discurso, cayeron papelitos bien cortados. Las principales figuras se retiraron. Guillermo Moreno, Ricardo Echegaray y Juan Manuel Abal Medina, entre otros, subieron al escenario. Moreno saltó, vociferó, se colgó alguna camiseta que le llegó desde abajo. Sobreactuó el papel de Moreno, en clave de caricatura, ante las cámaras de los canales de cable que se regodeaban con el espectáculo. El cronista lo vio, le pareció una provocación, impropia y autosaboteadora a dos días de los comicios. Después del vendaval electoral lo comentó con un parlamentario K, de los más fieles, de aquellos (no serán todos) con los que el Gobierno podrá seguir contando en la cuesta arriba que acaba de iniciar. Su comentario fue más lapidario: “¿A usted le pareció provocador y piantavotos? A mí me recordó a Herminio Iglesias”. El megasecretario bate records de impopularidad, incluso intramuros del kirchnerismo.
Moreno, gozoso frente a la tele, ignorando un resultado adverso que en sus trazos gruesos seguramente estaba sellado desde semanas o meses atrás, encarnaba la ceguera de un oficialismo que se negaba a asumir la realidad. Ahora, en su peor momento, parece percatarse y moverse conforme le impone el tablero. La renuncia de Kirchner a la presidencia del PJ, la de Ricardo Jaime, las versiones sobre la salida de Moreno (que se desmintieron ayer pero que no le garantizan larga sobrevida) sugieren que empieza a dar respuesta al mensaje de las urnas. El traspié genera responsabilidades y fuerza a cambiar.
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Jaime, el oro y el barro: Lo recubren alhajas y relojes dorados que anuncian su alto precio antes que la hora. Sus trajes relucen, como recubiertos de flúo. El cronista (poco versado en moda masculina) no califica para estimar el precio de sus camisas, pero sí para saber que algunos argentinos no podrían pagarlas con su sueldo de un mes. Como prescribe el refrán, Ricardo Jaime tiene el rostro que se merece, su ajuar refuerza la impresión. Su trayectoria como funcionario, que terminó ayer, corrobora la primera mala impresión a simple vista.
La actividad del transporte, se ha dicho tantas veces en estas columnas, tiene una estructura difícil de desentrañar. La integran, como cuadran, tres estamentos: el estatal, el patronal, el sindical. Pero en este ramo la división de roles es a menudo difusa, no se sabe quién representa a quién, de qué lado de la mesa está (dendeveras) cada cual. Las corporaciones colonizan al Estado y hasta se entremezclan entre sí. Jaime fue un pésimo funcionario de un sector de por sí muy problemático. Es difícil exagerar lo torpe de su gestión, algunos indicadores ayudan. Vamos a por algunos, sólo algunos.
- Tiene abierta una cantidad sugestiva de causas judiciales, que están adormiladas pero que, posiblemente, sean espabiladas por el cambio de clima político. Los jueces federales, de ordinario, son proactivos con los cambios en las relaciones de poder. La inminencia de la feria judicial será un alivio provisorio para el ex secretario de Transporte.
- Mala fue su administración de Aerolíneas, opaca su relación con el Grupo Marsans. La reestatización no fue una gesta soberana, sino un salvataje extremo tras un manejo caótico.
Durante el gobierno de la Alianza hubo un gran movimiento gremial, social y político en defensa de Aerolíneas. Entonces, no hace tanto, la reputación del servicio de la línea apuntaló la lucha de los trabajadores. El año pasado, los propios empleados reconocían que era imposible reclutar adhesiones de pasajeros o de ciudadanos en general: los servicios eran pésimos y se había evaporado el prestigio construido en décadas. Jaime fue, casi a la par del Grupo Marsans, un causante de ese deterioro. Cuando llegó la ley de reestatización (y no quedaba otra) la presentación de Jaime en el Congreso pareció diseñada por el enemigo. Estuvo hosco, esquivo en las respuestas, con docenas de agujeros negros. Cada una de sus frases era un gol en contra para la bancada del Frente para la Victoria.
- El tren bala, la fantasía de las inversiones chinas, la mora en la implementación del boleto electrónico, miles de muertes evitables por un sistema de transporte inadecuado son otras cachas en su cartuchera.
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Operación trueno: Polifuncional él, el hombre operó en política, en la provincia de Córdoba. Aspiraba a ser candidato en 2007, quizás en búsqueda de fueros. Una sucesión de papelones clausuró ese puente de plata. Al tiempo, se desempeñó como operador del kirchnerismo en las dos últimas elecciones, se desempeñó como si le hubieran pagado los opositores al Gobierno. Actuó espalda contra espalda con Juan Carlos Mazzón, apoyando a Juan Schiaretti para gobernador contra Luis Juez. El “Chueco” Mazzón y Jaime aseguraban que el “Gringo” –un ex menemista-cavallista, con menos carisma que un poste– ganaría con comodidad. La votación terminó parejísima, un escrutinio sospechoso la volcó a favor de Schiaretti. El gobierno nacional acompañó el trance en silencio, su pasividad favoreció al oficialismo cordobés. Fue una mala jugada, aun en los charros términos de la real politik. Schiaretti devino opositor furibundo al oficialismo desde el conflicto de las retenciones móviles. Lo desafió en las urnas. Jaime y Mazzón tuvieron a su cargo el armado de la lista que lo enfrentaría. Reincidieron en hacer sapo. Dejaron afuera a Patricia Vaca Narvaja, una de las más consistentes y batalladoras diputadas del kirchnerismo, salieron cuartos sin acceder siquiera a una banca nacional.
Defraudó como operador. Eso sí: menos que como Secretario.
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Tarde fuiste: En un régimen presidencialista, el Poder Ejecutivo lo desempeña una sola persona. Los integrantes del gabinete son sus auxiliares, dependen de él o ella. Sus faltas recaen, también, en quienes los eligieron o los sostuvieron. Máxime si duraron seis años. La continuidad de Jaime, la magnitud de sus incumbencias, el deterioro que le causó al Gobierno, no son su exclusiva responsabilidad.
Néstor Kirchner debió renunciarlo mucho antes de terminar su mandato. La reválida que le dio la presidenta Cristina Fernández de Kirchner fue un pecado inicial, que vino en combo con una escasísima renovación del gabinete. Desde 2004, cuando empezó a discurrir que no iría por la reelección, Kirchner mentaba la fatiga que producen los gobernantes (aun los exitosos) en la opinión pública. Cuando se supo que Cristina Fernández buscaría sucederlo, la argumentación se enriqueció: no sólo debía cambiarse al mandatario, también iniciar una etapa de más calidad institucional, más abierta al diálogo, menos confrontativa, con renovación del elenco ministerial. La amplitud de la victoria y el “tono” peronista que tenía el electorado que lo sustentó indujo a Cristina Kirchner a mantener a casi todo el gabinete, aun a figuras enormemente resistidas como Jaime y Guillermo Moreno.
Legitimada con un aluvión de votos, sobrecargó su espalda con la mochila de deudas y enconos generados en los años precedentes. Colaboradores descalificados e irritativos eran un lastre que debía aliviar, no lo hizo. La doctrina oficial fijó un apotegma: “no entregar” a funcionarios criticados por la oposición o el periodismo o la opinión pública. Esa tozudez es insostenible, llevada al extremo. Claro que ningún gobierno debe someterse a lo que le indican quienes no lo integran. Pero ocurre que los adversarios o los críticos, a veces, marcan los puntos flojos. Sostener a capa y espada a figuras que causan costos ingentes para no dar el brazo a torcer... humm.
Paradoja sólo aparente: por el peso de los hechos, Jaime debe irse horas después de que Fernando Solanas pidiera, entre varias más, su renuncia. El atavismo oficial tuvo que ceder.
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Moreno, de bajón: En la noche del domingo, Moreno era un espectro, cuentan circunstantes del Hotel Panamericano. “Ahora vienen por mí”, refunfuñó en la mañana del lunes, ante oídos amigables, lejos ya de la resaca de La Matanza. En la habitual tenida del minigabinete de crisis, ese mismo día, hizo un gesto de contrición asombroso. Cuando los funcionarios presentes comenzaron a puntear una agenda para salir del mal paso, aceptó que se incluyera como ítem al Indec. No hubo, en la ocasión, gastes a sus compañeros por su déficit de peronismo ni la defensa autista de la destrucción del Instituto, lejos la peor herencia de su accionar.
A diferencia de Jaime, Moreno sólo es discutible desde la perspectiva política. Nadie le achacó actos de corrupción y eso que le sobran poderosos que lo detestan. Otra asimetría entre Jaime y Moreno: éste, tuvo un desempeño funcional. Encarnó la intervención estatal para regular las desmesuras del mercado: anduvo bien, un tiempo. Lo cuestionaban desde el principio, no por sus tropiezos, sino por la tarea valorable que se le encomendó. Muchos liberales a ultranza o defensores de los formadores de precios le dieron duro, “tirando al niño junto al agua”.
En espejo, a medida que sus acciones se tornaron más torpes y desmesuradas, la Casa Rosada hizo lo mismo. Quería defender un principio pero, en acto, lo degradaba. La intervención al Indec fue un atentado contra el patrimonio público, chocante contra la narrativa que la defendió.
A esta altura, casi nadie en el primer nivel del Gabinete lo estima. “Sólo” lo bancan los tres o cuatro decisores máximos. Esa unción no le basta: carece de eminencia y autoridad ante sus compañeros, fatigados de su soberbia y omnipotencia. Todos creen que perjudica al conjunto, agitando los trapos como en La Matanza, con una ceguera similar.
El castigo electoral al Gobierno, además, lesiona su poder.
Ese híper Secretario vivió enfrentado con los ministros de Economía. Varios chocaron con él. Pero uno solo, además, planteó “o él o yo”. Fue Miguel Peirano. Un ejemplo por esa actitud y por el cauto silencio que mantuvo después de su salida.
Ahora, el secretario de Agricultura Carlos Cheppi no le dirige la palabra a Moreno y le hizo saber a la Presidenta que no está dispuesto a seguir en el Gabinete si el Secretario sigue en su puesto. Esa historia continuará.
Su salida fue el rumor más repetido ayer. No sucedió, pero debería estar en preembarque. Si el Gobierno conserva reflejos para subsistir debería purgarlo en un plazo breve, acaso envuelto en un combo de cambios de Gabinete. Lo necesita para oxigenarse, dar cuenta de la derrota e ir en pos de la iniciativa.
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