Vie 03.07.2009

EL PAíS  › OPINION

Tema del traidor y del votante

› Por Mario Wainfeld

En la oscura noche del domingo, en el Hotel Intercontinental, Néstor Kirchner de-sató su bronca contra compañeros que (a su ver) no habían cooperado lo suficiente o, charramente, habían “traicionado”: Daniel Filmus fue acusado por el primer cargo, varios intendentes del conurbano (incluido uno en uso de licencia, el jefe de Gabinete Sergio Massa) por el segundo. La traición se infería de los cómputos, que mostraban diferencias entre las listas comunales y las nacionales, en detrimento de éstas. La intuición del ex presidente se hizo comidilla en los medios y en el ambiente político, muy permeables a las teorías conspirativas y a las simplificaciones. Una nota redonda de Fernando Krakowiak publicada ayer en este diario desmenuza los guarismos en todos los distritos y concluye que la hipótesis no encuentra arraigo en los datos. Hubo distritos donde las boletas locales primaron sobre las de Kirchner-Scioli, hubo otros con paridad, otros en los que sacaron ventaja los presidenciables del Frente Justicialista para la Victoria (FPV). El colega Krakowiak redondea su lectura empírica con un análisis estricto: la diferencia total de votos, de todas maneras no bastó para sellar el triunfo de Francisco de Narváez. Kirchner-Scioli hubieran caído igual, aunque se le hubieran computado como propios los votos alcanzados por los concejales sospechosos. “Lo que faltaron al FJPV”, remata, “no fueron lealtades partidarias sino votos”.

Los vocablos “aparato” y “clientelismo” incitan a la ligereza conceptual. Al aparato (acaso por sus resonancias polisémicas, eventualmente procaces) se le atribuyen dotes formidables para mover los votos a su guisa. El clientelismo es (sería) la herramienta imbatible. La realidad, por costumbre y por suerte, es más rica.

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Son contados los académicos serios que han ahondado la conducta política de los pobres del conurbano, internándose en su realidad, estudiándola en el terreno. Dos que resaltan, los sociólogos Javier Auyero y Denis Merklen, vienen describiendo la “política de los pobres” (Auyero dixit) demostrando que se rebuscan para tomar todo lo que pueden de la oferta de los punteros y funcionarios del territorio y hacer valer su autonomía en el cuarto oscuro. Daniel Arroyo (actual ministro de Desarrollo Social bonaerense y antes secretario de Políticas Sociales del Ministerio de Desarrollo Social en Nación) describió esa praxis, que conoce desde varios ángulos. Arroyo es, a la vez, un sociólogo de fina formación. El cronista lo escuchó en un panel que también integró, por lo que la cita puede no ser textual. Según Arroyo los “pobres ciudadanos” “toman lo que les ofrecen, planes o bolsones de comida o boletas para las elecciones o un bondi para llegar a donde se vota, se valen de eso y después votan como quieren”. Siempre se habla en términos generales, estadísticos, que admiten excepciones a la regla sin quebrarla.

Así las cosas el sonado peso del aparato no parece tan tremendo como para direccionar a miles de ciudadanos cual si fueran robots. Quizá influya más en las elecciones partidarias, en las que la cantidad de votantes fluctúa mucho, porque manejar el número de participantes puede ser decisivo. En compulsas nacionales, no parece.

La consolidación democrática, los vaivenes del voto cada dos años, la gran cantidad de derrotas que sufrieron los “barones” cuando las tendencias nacionales así lo indicaron (Alfonsinazo en el ’83, Gracielazo en 1997, Delarruazo en el ’99, Franciscazo ahora, en cierta medida Cristinazo en 2005) obligan a repasar el dogma.

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Kirchner dispuso las candidaturas testimoniales de los intendentes para limitar posibles fugas, explícitas o solapadas, a Unión-PRO. El primer reflejo de la mayoría de los intendentes fue rechazar el convite o darle largas. Su imagen e intención de voto (usualmente) superaban a la del ex presidente y acumulaban menos rechazos. Esa percepción acicateó el afán de la cúpula kirchnerista o, al menos, le agregó un aliciente: la presencia de los intendentes podía “traccionar hacia arriba” la boleta. Los compañeros alcaldes temían el efecto inverso, por eso fue arduo vencer su reticencia. Kirchner fue muy insistente, Scioli hasta viajó a Mar del Plata para lograr el acuerdo postrero del intendente Gustavo Pulti, sobre la hora del cierre de listas.

Los encuestadores, más allá del mal de-sempeño promedio que tuvieron en sus profecías, dieron buena cuenta de lo peliagudo que era desentrañar si la tracción era trasera o delantera, por así decir.

Cuando se abrieron las urnas se corroboraron muchos cortes de boleta, pero esa praxis no puede traducirse velozmente como consecuencia de una conjura. Es compatible con lo que sucedió en muchos otros distritos, por motivos varios, siempre ligados a la preferencia ciudadana. Evoquemos dos bien relevantes. En Santa Fe, Carlos Reutemann ganó la senatorial, pero perdió en diputados porque Agustín Rossi (la figura potente de la oferta del kirchnerismo local) le restó más votos en ese rubro. En Córdoba, Luis Juez ganó la mayoría en senadores, pero los radicales prevalecieron en la competencia por los diputados. Hay docenas de ejemplos si se escudriñan los guarismos de las provincias en detalle.

El corte de boletas es una praxis asentada, que impacta en porciones elevadas del padrón. La diferencia previa de representatividades entre candidatos de un mismo sector es una de sus explicaciones, en el caso de Buenos Aires existían.

En verdad, la elección repitió una regla que se viene cumpliendo desde 2003, los intendentes son duros de batir, sean barones, varones o mujeres, bonaerenses o de otros pagos.

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El sufragio universal y obligatorio es un avance formidable construido por las dos grandes fuerzas nacional-populares: el radicalismo (en los buenos tiempos de don Hipólito Yrigoyen) y el peronismo (en los años dorados de Perón y Evita). Una persona, un voto, un día en el que todos valen uno. Los pronunciamientos electorales en comicios libres, espasmódicos hasta el ’83, regulares desde entonces, fueron usualmente claros en su mensaje, plenos de sentido, decodificables. Cuando había golpes de Estado, las elecciones de transición estaban signadas en buena medida por el juicio sobre el régimen cívico militar. Ahora, con la continuidad, básicamente interpelan a los gobiernos, que son los que las pierden o las ganan.

El pueblo argentino no es estático ni atávico ni pasivo a la hora de votar. Sus veredictos varían, siempre determinan escenarios inteligibles. Pueden dar la impresión de ser demasiado drásticos (así pensó el alfonsinismo en el ’87, así razona el kirchnerismo hoy). Puede ser, cuando se elige cada dos años (y en varios niveles estaduales) es casi un disparate imaginar que el pueblo nunca se equivoca. Pero sería uno mayor, de lectura sociológica y de buena fe política, creer que no sabe lo que hace.

Cuando “la gente” vota al peronismo en tropel, como hace poco más de un año y medio, sus opositores desmerecen el resultado. Aluden al clientelismo, a la condición de rehenes de los pobres, al fraude hormiga o a otras perversiones. Por el contrario, los ganadores se entusiasman con la percepción popular y se entusiasman por el apoyo a sus ideas, valores y modelos.

El domingo ganó la oposición. Su lectura es que se produjo una gesta emancipatoria republicana, que los esclavos rompieron las cadenas, se esclarecieron. Desde enfrente algunos minimizan el resultado. Y lo atribuyen a una velocísima derechización masiva del electorado, manipulado por los medios de difusión.

En ambos escenarios, los perdedores extreman su escepticismo. El cronista discrepa, en los dos casos. Se enrola (porque se lo indican su raciocinio y su alta valoración de las decisiones masivas e institucionales, gústenle o no) entre los que creen que en las dos contiendas se votó con bastante libertad relativa emitiendo señales bastante claras. Eso no impide suponer que una decisión pueda ser mejor que la otra. Lo que es impropio es juzgarlas cualitativamente distintas.

Si se asume que hubo mudanza de pareceres, nada más ni nada menos, lo que cabe es interpretar por qué cambiaron tanto los ciudadanos libres que se pronunciaron de manera diferente en 2007 y en 2009. Un deber democrático para todos, en especial para los representantes del pueblo y sus mandatarios.

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