Vie 03.07.2009

EL PAíS  › EN TRIBUNALES Y SOBRE LA AVENIDA CORRIENTES EL COMERCIO TEME AL FANTASMA DEL CIERRE

Con la pandemia en el bolsillo

Más que ligada a la enfermedad real, la gripe A golpea como una corrida bancaria. La gente agota los barbijos, que son casi inútiles, pero en la calle son pocos los que los usan. Los empresarios de teatro buscan estrategias. Los restaurantes temen.

› Por Horacio Cecchi

El pibe del delivery salió haciendo equilibrio con cinco cafés y dos gaseosas sobre su bandeja. Las gaseosas, en latita. Los cafés, en vasitos de plástico.

–Aumentó la demanda un montón –aseguró Gustavo, encargado de caja del bar Ulpiano, en la esquina de Tribunales, Lavalle y Talcahuano.

–¿De pedidos? –preguntó, ingenuo, el cronista.

–¿?... No, de vasitos de plástico. Siempre te pedían que mandáramos en vajilla, pero hace unos días que piden en vasitos descartables... Por lo de la gripe –explica Gustavo.

En la zona de Tribunales y sobre la avenida Corrientes, target de espectáculos, el impacto de la gripe no se mide en microgotitas, sino en barbijos contra la malaria anticipada. El adelanto de la feria judicial, la proximidad de las actividades infantiles de estación en suspenso, el frío y las contradictorias reacciones de la paranoia del ciudadano común a merced del informativo vienen haciendo estragos entre los comerciantes.

Dos chicas pasan tomadas de la mano y en animada conversación interbarbijos. Pero son pocos los tapabocas en circulación. No está claro el motivo. Subte línea B. El convoy está por llegar a Carlos Pellegrini. Cuatro y media de la tarde pasadas. En el vagón, mucha gente, como es habitual. Una mujer con barbijo, subió al tren y se lo quitó (?). Una parejita de orientales, los dos sentados enfrentados y contra la ventanilla, tienen la boca cubierta. Ella con un barbijo. El, con una chalina gris. El resto del pasaje, a boca descubierta con la inmunidad del verano. El cronista se acerca a preguntar, previa observación estratégica de que el muchacho leía un libro en español.

–¿Por qué se cubre de ese modo? –quiso saber el cronista con la sana intención de descabezar mitos.

La chica, a quien no había sido dirigida la pregunta, observó con cara de terror al desconocido-sin-barbijo que preguntaba vaya a saber qué. Se levantó sin articular palabra en presunto acto de genuina (¿comprensible?) defensa. El chico se levantó de su asiento inmediatamente después y la siguió. Había llegado la estación.

En la calle, la primera impresión engañaba. Además de las dos chicas de conversación interbarbijos, nadie, o menos que los dedos de una mano, llevaba el higiénico elemento ante sus labios. Dos, cinco, qué va, entre los miles que deambulaban a esa hora, no es nada. Pero el tema tiene su runrún, circula por abajo, se percibe. Algo se escucha.

Cuatro amigos parece que de oficina cruzaban Montevideo y Corrientes. Se ve que volvían a casa por la actitud gastada, con la prisa del regreso pero con la soltura de los chistes posjornada laboral. Ninguno llevaba barbijo, pero venían hablando de ello. El de la punta derecha del grupo comentaba animadamente a los otros tres que en su casa tenía una máscara “como la de Darth Vader, con reja y filtro y todo. No me hago problema”.

Unas cuadras hacia atrás, en Lavalle y Libertad, Víctor, del café Tribunales, dijo que “hasta hoy todo normal, pero el lunes te quiero ver, con la feria se terminó todo, el setenta por ciento de clientes menos. Y no corre para nosotros, corre para todos”. Para el hombre, “todo es producto de una especie de psicosis que le agarra a la gente”. En el bar nadie llevaba un barbijo.

Los barbijos son fantasmas, presentes hasta el agotamiento, pero que no se ven. En una farmacia de la avenida Corrientes cuyo encargado pidió discreción se había armado una fila de clientes inusual. Casi todos pedían barbijos y alcohol. Pero los que llevaban el vital filtro antigripal se retiraban de la farmacia sin colocárselo. ¿Cuántos se vendían? “Los que haya. Si tenés cincuenta, los cincuenta. Si tenés mil, los mil. Se agotan y tenés que esperar a que traigan no sabés cuando. Y el alcohol en gel, peor. No hay, tuvimos que dar de a uno porque los clientes venían y pedían cuatro o cinco”, explicó el encargado, acodado contra el mostrador y susurrando para no generar una ola de pánico farmacéutico. “Esto es desde que la tele bum, bum, con lo de la gripe. Un par de días antes, no se vendía ni uno. Y sirven para poco, porque con la respiración se humedecen y tenés que tirarlo porque es un caldo de cultivo”. El encargado tuvo que interrumpir. Los clientes desbordaban.

“El negocio lo están haciendo los vendedores ambulantes en el subte –aseguró muy convencido Méndez, en el fondo de Los Inmortales, mientras doblaba servilletas horas antes de la apertura nocturna–. Te venden cuatro barbijos por cinco pesos y se los sacan de la mano. Carilinas y aspirinas. Acá estamos en la lona porque dependemos de los teatros y como viene la mano capaz que la próxima semana los mandan cerrar. Un trabajador está al día con la plata. ¿Cómo vamos a hacer?”, preguntaba, con ansiedad resignada, lo que ya de por sí es un nudo para explicar.

Alrededor, sobre Corrientes, los empresarios del espectáculo revelaron alguna estrategia aún no mancomunada contra el fantasma del barbijo. Rogar que el miedo no avance sobre los espectadores, garantizar la devolución de entradas a aquel que sea presa del pánico, ofrecer adminículos vitales en los casos en que se solicite, distribuir alcohol en gel en los baños (si hay en plaza), los acomodadores con guantes de látex (que se consiguen más fácil). Dar función hasta cierto punto y después, si es menos gente de la prevista, levantarla. En uno de los teatros, un empresario le daba indicaciones a la mujer encargada de la limpieza: “Tiene que pasar lavandina una vez por hora en el mostrador de la boletería –le decía– y contra el vidrio”.

–¿Por qué el vidrio? –se entrometió de pura curiosidad el cronista.

–Porque la gente respira encima, son indicaciones que nos mandaron en un mail –respondió el empresario.

–¿Quién les envió el mail, las autoridades sanitarias?

–No tengo idea, lo mandaron.

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