EL PAíS › OPINIóN
› Por Carlos Vicente *
Todos pedimos diálogo. La fiebre dialoguista nos contagió a todos. No hay un solo dirigente que no repita ante un micrófono, una cámara o un grabador, la palabra mágica. Salvo Elisa Carrió, que se cansó de pedirlo y de fustigar al gobierno nacional por “autoritario”, todos decimos estar dispuestos a conversar, confrontar nuestras posiciones con el otro, alcanzar “consensos”. Todos, menos Lilita, han aceptado el convite de Cristina. Hasta la Mesa de Enlace, enemigo público número uno del kirchnerismo, confirmó su presencia para “dialogar”. Después de muchísimo tiempo, el consejo económico y social volverá a reunir en una mesa de trabajo a sindicalistas, empresarios y funcionarios con el objetivo de alcanzar un acuerdo en material salarial y de empleo. Los jefes de bancada de los distintos bloques parlamentarios ya se reunieron para discutir una agenda común de aquí a diciembre. Esto, que en otros países del mundo es el normal desenvolvimiento del sistema democrático, en la Argentina es toda una novedad, consecuencia directa de los resultados que dejaron las elecciones legislativas del 28 de junio. En general, la dirigencia tanto política, como económica y social argentina no sabe dialogar. Nunca lo hicimos, o casi nunca. Nacimos al mundo odiando al otro. Buscando eliminarlo, no derrotarlo. Ejemplos sobran en nuestra sangrienta historia nacional: “morenistas y saavedristas”, “unitarios y federales”, “mitristas y alberdistas”, “radicales y conservadores”, “peronistas y antiperonistas”. Así hasta la dictadura genocida, que barrió con la política toda. Hasta que se recuperó la democracia. Esta democracia que a punto de cumplir veintiséis años sigue acumulando deudas enormes con aquellos que dice representar. Pero vayamos por paso.
En un momento de crisis económica y resultados electorales adversos, es de manual que la oposición le exija al oficialismo una apertura para definir la agenda política. El “diálogo” fue el latiguillo de la oposición durante la campaña, y una de las principales exigencias del electorado, cansado de ese estilo confrontativo y cerrado de los K. Es saludable que los que manejan el Estado reaccionen a tiempo, y que los mecanismos institucionales se pongan en marcha. Pero ahí no termina la película, sino que empieza. Superado el primer escalón, sentados todos a la mesa, queda por definir cuál es la agenda, qué queremos discutir. Y es ahí cuando empieza el problema. Es ahí cuando la política entra en acción y el discurso de la gestión neutra de los Macri y De Narváez queda el desnudo. No hay gestión sin ideología, por más que la nueva derecha quiera convencernos de que el manejo del Estado es indoloro a los intereses de todos. Se puede gestionar con transparencia y eficiencia desde la izquierda como de la derecha, pero siempre se gobierna en beneficio de unos y en desmedro de otros.
Después de un resultado que equilibró las fuerzas a nivel nacional, llegó el momento de definir qué país queremos. Si queremos discutir la baja de las retenciones, como exigen los empresarios agropecuarios, o que ese dinero, vital para el financiamiento del Estado, se distribuya con un criterio transparente y federal, para dinamizar el mercado interno con un shock productivo o un megaplan de obras públicas. Queremos ser un país exportador de materias primas, o vamos a recuperar el perfil industrial que las duplas Videla-Martínez de Hoz y Menem-Cavallo se encargaron de aniquilar. Queremos seguir siendo un país energéticamente dependiente, o vamos a recuperar YPF, la principal empresa argentina, competidora de Shell, la empresa más grande del mundo. Vamos a seguir permitiendo el saqueo de las multinacionales mineras, o estamos dispuestos a defender nuestro suelo, subsuelo y nuestros glaciares.
Coincido en que el llamado al diálogo es una buena señal de un gobierno herido después de las elecciones, y que la reforma política es una deuda del sistema democrático, pero hay temas más urgentes. Me sumo al tándem Pino Solanas-Martín Sabbatella cuando dicen que el diálogo debería servir para garantizar un “blindaje social” que proteja el empleo y los salarios. El principal problema hoy no son las internas abiertas, sino acabar con la pobreza, el hambre y la exclusión. Establecer “un ingreso ciudadano y una asignación universal por hijo” ha sido una propuesta compartida por todas las fuerzas que han accedido al Parlamento. Por lo que debería transformarse en el primer consenso de este dialogo y en una ley que asegure su financiamiento. Hacer que la famosa “redistribución de la riqueza”, deje de ser un hermoso slogan publicitario. Algo que solo podremos conseguir con un Estado superavitario que sirva para reactivar el mercado interno. Los fondos de la Anses deben servir para aumentar los ingresos de los jubilados, pero también para generar trabajo genuino. Las pymes generan el 70 por ciento del trabajo, pero les cuesta conseguir financiamiento a tasas razonables, a pesar de los esfuerzos del Banco Nación. Los superpoderes deben discutirse en el Parlamento junto a la reforma progresiva del sistema tributario. No podemos seguir aceptando que el IVA sea el principal impuesto recaudatorio y que la renta financiera siga sin pagar un centavo. O permitir que los pools de siembra trasladen las retenciones a los pequeños productores. ¿Hasta cuándo el productor de leche va ser el último orejón del tarro y las grandes usinas lácteas cada vez más millonarias?
Si la agenda política y económica es importante, la social es prioritaria. La lucha contra la pobreza debe ser el eje ordenador de un programa apoyado en un amplio consenso que conciba que la democracia solo se mejora si es capaz de incluir en la ciudadanía política, económica y social a todos los argentinos.
* Viceintendente de la ciudad de Córdoba.
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