EL PAíS
› PANORAMA POLITICO
Etapas
› Por J. M. Pasquini Durán
Suponer que el Fondo Monetario Internacional (FMI) demora a propósito el acuerdo con Argentina para completar una prueba de laboratorio acerca de los requisitos y alcances de una quiebra nacional tal vez sea un exceso de conjetura. ¿De qué le serviría? Una de las mordaces críticas reiteradas, dentro y fuera de Estados Unidos, que cuestionan la actividad del Fondo, hace hincapié, por cierto, en esa tendencia habitual de considerar que lo que vale para un país es una ley de aplicación universal. Los que opinan que el FMI mostró ineptitud grave lo acusan de imprevisión sobre las crisis que ya se han producido en el mundo debido a la aplicación ciega de un mismo programa y de una metodología idéntica para todos. Lo más probable, directo y preciso es que las autoridades del Fondo carecen de certezas o seguridad alguna sobre el devenir inmediato de Argentina. En realidad, ¿quién las tiene, sea del país o del extranjero?
Por lo tanto, a las demandas previsibles, basadas en la idea del ajuste permanente, no importa cuál sea el costo social para garantizar el cobro de los créditos recibidos por el país, suman ahora como condición básica el consenso político, esto es el acuerdo explícito de los principales actores, aparte del Poder Ejecutivo transitorio, con los compromisos que figuren en la nueva carta de intención. De ese modo y en teoría, no importa quién gane, serán respetados los actuales acuerdos sin necesidad de volver al punto cero. Esta conjetura es tan considerable como aquella otra de la quiebra de probeta. Lo único cierto es que el FMI quiere asegurarse, de algún modo, que seguirá arbitrando en los destinos del país y del mundo, porque creen que la vigencia del capitalismo depende de esa hegemonía.
El Gobierno, más dócil de lo que aparenta, apenas regresado el ministro Lavagna, ayer inició otra ronda de persuasión con los líderes parlamentarios del partido de gobierno y en pocas horas más congregará a los gobernadores para que examinen y, si pueden, consientan las condiciones del borrador de acuerdo con el FMI. En tal caso, esas cláusulas vendrían a ser el auténtico programa del próximo gobierno –o sea la continuidad exacta de la gestión que abarcó la última década del siglo XX y se prolonga hasta hoy–, no importa lo que puedan prometer los candidatos desde las tribunas públicas en los próximos meses. Por supuesto, el Gobierno tratará de abarcar a todos los que pueda, en el Congreso, en los partidos y en las representaciones que estén disponibles, para presentar el resultado como la expresión de la voluntad nacional, aunque esa voluntad, desde el punto de vista de los ciudadanos, quede tan distante de las preocupaciones gubernamentales.
Los economistas dogmáticos, y los del Fondo son de manual, han asumido el rol de líderes que les otorgó el pensamiento neoliberal con absoluto desprecio por otros factores que no sean los índices de referencia que aparecen una y otra vez en sus discursos, desde el equilibrio fiscal hasta el libre comercio entre el tiburón y las sardinas. La realidad, sin embargo, suele contradecir a los dogmáticos, sean conservadores o rústicos marxistas, con pertinaz sadismo, hasta el punto de sumirlos más de una vez en el desconcierto. Los procesos políticos y sociales son incompatibles con las rigideces de la econometría y escapan a menudo del catálogo de etiquetas fijas que les colocan los burócratas del pensamiento. El cartel con la leyenda “Que se vayan todos”, escrita en español, que marchaba a la cabeza de una marcha pacifista en Australia, mostró esta semana que también los sentimientos populares pueden “globalizarse” y ser patrimonio colectivo de un confín a otro del mundo.
A los estrategas de oficina en más de una ocasión se les queman los papeles entre las manos, justo cuando piensan que tienen todo bajo control. Hay dos errores, opuestos entre sí, que aparecen en estosprocesos con cierta frecuencia: de un lado, los que consideran que las desmovilizaciones populares son un estado permanente, una especie de limbo, que nada puede conmover, sobre todo si de vez en cuando se las alimenta con algunas concesiones –una pequeña rebaja en el IVA, un ligero aumento de salarios, un subsidio aunque sea mínimo, un bolsón con comida, una precaria sensación de estabilidad–, mientras que en el lado opuesto están los que creen que la movilización continua, como una cinta sinfín, jamás se detendrá hasta remover todos los obstáculos igual que la fuerza ciega de los fenómenos naturales. Unos y otros terminan desalentados por sus propias ilusiones.
En esta sociedad sometida a tanto maltrato, nada es cierto ni firme de antemano. Sólo la obra continua y paciente que construye una hilada encima de la otra podrá al fin levantar los muros de contención contra los abusadores de todo tipo. Después del triunfo de Lula en Brasil, algunos se preguntan si no habrá llegado la hora de tener el PT propio, habida cuenta de la crisis recurrente de los partidos que hasta hace poco representaban a los trabajadores y a las clases medias, hoy escarnecidas y pauperizadas. ¿Por qué no? Pasar de la cultura del testimonio a la cultura del poder era una de las consignas favoritas de los máximos arquitectos del Frente Grande, aunque al final su trayectoria tuvo el apuro de un cometa fugaz. Hay otras construcciones de la última década, como la Central de Trabajadores Argentinos (CTA), que se han ganado a pulso el lugar que ocupan en la consideración social. Junto a ella, hay otros fenómenos más recientes, como los piqueteros o las asambleas vecinales, y otros más antiguos, incluidas las tendencias del centro a la izquierda que, bien sumadas, forman una base socio-política de envergadura.
La enumeración, sin embargo, no alcanza para concluir que cada una de esas fracciones está esperando la oportunidad de congregarse en una misma dirección. Por el contrario, todavía la sociedad y la política siguen desligadas no sólo por el fraude de las representaciones que defraudaron las aspiraciones populares, sino además por la voluntad de algunos dirigentes que prefieren ser cabeza de laucha antes que cola de león. Hasta Trotski parece un heterodoxo de la revolución si se lo compara con la conducta de algunos que se presentan como sus seguidores o sus antagonistas. Otros, cuya honestidad nadie pone en duda, en lugar de hacer frente a la difícil tarea de imaginar caminos propios, aún inéditos, prefieren refugiarse en textos de autores extranjeros que redescubren opciones con el mismo método que los best-sellers de autoayuda sentimental, propicios a lo mejor para adolescentes desconsolados que para construir nuevas hegemonías ciudadanas.
En un repaso muy rápido, que merecería un análisis más detallado de quienes tengan autoridad intelectual para hacerlo, lo único deducible es que, por el momento, hay que unir lo que se deja unir, formando polos de atracción abiertos y predispuestos a ensancharse cada vez más. A veces, esa unidad permitirá salir a la calle como legítima representación de mayorías, así sea para marchar juntos durante un tramo del camino, y en esa fraternidad tan particular que le permitió asegurar a Mario Benedetti “que en la calle somos más que dos” anuden lazos más permanentes. A los que se preguntan, desalentados o escépticos, si ya no se hizo bastante, tanto que a golpe de cacerolas cayeron gobiernos, y “no pasa nada”, habría que invitarlos a repasar la nómina completa de errores y aciertos para que al final de ese balance les quede en claro que ha pasado bastante pero todavía no suficiente. A Lula le llevó 20 años ganar las elecciones, a Fidel se le fue la vida tratando de consolidar la Revolución Cubana y la revolución bolchevique después de 70 años se deshizo como un castillo de arena. Cada una de esas experiencias, y muchas otras, tienen sus razones, pero hay una que podría ser común a todas: cambiar el mundo no es tarea para impacientes o conformistas.