EL PAíS › OPINION
› Por José Natanson
Sudamérica es una de las pocas zonas de paz del planeta. Persisten algunos enfrentamientos a la vieja usanza, interestatales y por cuestiones territoriales, como la disputa entre Chile y Bolivia por la salida al Pacífico, o entre Chile y Perú por la delimitación marítima, o entre Venezuela y Guyana por Esequibo. Pero en general se trata de una zona desprovista de conflictos bélicos que, desde la firma de la paz entre Perú y Ecuador en 1998, puede considerarse a salvo de los encontronazos militares que afectan a Africa y Asia. Un solo gran problema altera este horizonte: el conflicto colombiano. Hoy la principal cuestión de seguridad de Ecuador y Venezuela –y en menor medida también de Brasil y Perú– es la situación de Colombia. “Nosotros no tenemos frontera con Colombia, tenemos frontera con las FARC”, declaró el presidente Rafael Correa dos meses atrás, quejándose por el esfuerzo militar que tiene que hacer su país para resguardar su límite con Colombia.
El problema no es nuevo, pero se agrava por el hecho de que en los últimos años el conflicto colombiano se internacionalizó, involucrando cada vez más a los países vecinos, lo que se explica por la propia dinámica de la contienda. Desde la asunción de Alvaro Uribe en 2002 y como resultado de su política de “Seguridad Democrática”, las FARC fueron desplazadas de las regiones del centro y norte, y empujadas hacia la periferia. Fue el éxito de la estrategia lo que hizo que el conflicto se acercara, derramándose, a los países vecinos. Y esto es lo que en buena medida explica la creciente preocupación sudamericana por el tema: si antes la región le prestaba poca atención al conflicto no era porque no existiera, sino porque al hallarse circunscripto al centro de Colombia, no la afectaba: de eso habla Uribe cuando se queja de que sus vecinos no lo ayudan –y al menos en este punto la historia le da la razón.
Pero que el desplazamiento de las FARC hacia las fronteras no sea efecto de la atracción de Chávez o Correa, como sugieren algunos, sino del éxito de Uribe, no implica que los gobiernos bolivarianos no tengan relaciones con la guerrilla (como sostienen otros). En rigor, todos los gobiernos fronterizos con Colombia han desarrollado vínculos neodiplomáticos con las FARC –incluso, o empezando por, Brasil– de manera más o menos abierta, con el objetivo de explorar diferentes acuerdos de convivencia: por ejemplo, el otorgamiento de permisos implícitos para reaprovisionarse a cambio de no realizar acciones armadas de ese lado de la frontera. La necesidad, por otra parte bastante comprensible, de este tipo de acuerdos ha creado relaciones más o menos permanentes entre las autoridades fronterizas con Colombia y las FARC. En el caso de Venezuela y Ecuador, la orientación política de los gobiernos estrechó los vínculos entre algunos funcionarios y la guerrilla (aunque el líder más acusado de relacionarse con las FARC, Rafael Correa, quizá sea el más inocente, ya que su pasado de militante social cercano a los curas salesianos y su vida académica fuera de Ecuador le habrían impedido construir las relaciones que sí tendrían algunos de sus asesores).
Y una última paradoja. En los últimos años, las relaciones entre algunos políticos venezolanos y ecuatorianos y las FARC se afianzaron como resultado de la presión internacional por la liberación de Ingrid Betancourt, que desató una carrera por ver quién se llevaba los laureles –y hasta el Nobel de la Paz–, tal como demostró la teatral y fallida operación selvática de Chávez. El hecho de que los créditos finalmente se los haya llevado Uribe es una vuelta más del enredo colombiano.
Un punto importante a aclarar y que a menudo se pasa por alto en el clima anti-uribista de estos días es que el presidente de Colombia no es un sátrapa. Al contrario: goza de perfecta legitimidad democrática y quizás sea el líder más popular desde la separación de la Gran Colombia en 1831, revalidado electoralmente en dos oportunidades y actualmente peleando por obtener la autorización para disputar un tercer mandato (con lo que se convertiría en el único presidente habilitado de la región a excepción de su archienemigo Chávez).
El secreto del éxito de Uribe es la lucha contra la insurgencia. En sus siete años de mandato, amparado en un alto crecimiento económico y el colchón de estabilidad financiera generado por los fondos narco, el presidente logró la desmovilización de los paramilitares (aunque al enorme costo de sentencias reducidas y escándalos que lo salpican), el debilitamiento del Ejército de Liberación Nacional y el acorralamiento quizás definitivo de las FARC. Con un amplio despliegue militar en el suroeste, un incremento de las tropas terrestres y una mayor presencia aérea, Uribe obtuvo, por primera vez desde 1964, un desequilibrio estratégico de la relación de fuerzas y la recuperación del dominio territorial. Esto generó consecuencias muy concretas: entre 2002 y 2006, según datos del Ministerio de Defensa, los homicidios bajaron un 60 por ciento y los secuestros un 76, mientras que ciudades como Bogotá y Medellín se transformaban de manera casi milagrosa y las rutas turísticas hacia el Caribe eran aseguradas, garantizado la libertad de movilidad de la clase media durante los meses de vacaciones.
Conviene acercarse con cuidado al segundo malentendido colombiano. En la patria de García Márquez, el Plan Colombia no es visto como una amenaza sino como, usando las palabras de Uribe, una ayuda práctica y eficaz. Como diría un locutor televisivo, es una verdadera política de Estado, tanto para Colombia como para Washington, que fue lanzada en 1999, cuando gobernaban Bill Clinton y Andrés Pastrana, y que prevé ayuda militar por unos 600 millones de dólares al año. La alianza estratégica entre ambos países se refleja en datos en apariencia anecdóticos –como el hecho de que la embajada estadounidense en Bogotá es la quinta más poblada del mundo– y otros más estructurales: Colombia es, junto a Perú y Chile, el único país de Sudamérica que firmó un Tratado de Libre Comercio con Washington, pese a las críticas que ha recibido y la enorme disparidad entre ambas economías (el PBI colombiano equivale al 1 por ciento del estadounidense). Pero no todo es dinero en la vida: para Estados Unidos, Colombia es su última carta en Sudamérica.
Dos meses atrás, Uribe anunció la decisión de autorizar –en un acuerdo opaco cuyos detalles no se han dado a conocer– la presencia de tropas estadounidenses en siete bases militares. Y si desde el punto de vista colombiano la medida se enmarca en la línea de cooperación militar con Washington, desde el estadounidense se explica por la necesidad de contar con un sitio permanente en la región luego de que Rafael Correa decidiera no renovar el contrato por la base de Manta.
La decisión demuestra que Estados Unidos no está dispuesto a retirarse completamente de Sudamérica, lo que explica que casi todos los países de la región cuestionaran con más o menos énfasis el acuerdo. Aclarado este punto, decir que la medida es, como escribió Atilio Boron ayer en este diario, “la avanzada de una agresión militar” norteamericana, parece excesivo, pues la sensación es que, desde el desastre de Irak, Estados Unidos lo va a pensar dos veces antes de avanzar militarmente sobre otro país (y en todo caso su lista de prioridades está encabezada por Irán y Corea antes que por Venezuela y Bolivia). Lo mismo con los “vientos de guerra” que ve Chávez... la idea de que Sudamérica se convertirá súbitamente en una zona de conflicto es absurda. Y no sólo porque, a excepción del brasileño, ninguno de los ejércitos de la región –y mucho menos el ultrapolitizado ejército de Venezuela– tiene la más mínima chance frente a los militares colombianos, superprofesionalizados, entrenados en cinco décadas de combate contrainsurgente y ampliamente respaldados por Estados Unidos, sino porque existen tendencias profundas que apuntan a evitar las confrontaciones. Afortunadamente.
La primera está relacionada con la posición de Brasil. Para Brasil, cuyo PBI equivale al de todos los países de la región sumados, una Sudamérica en paz es una condición indispensable para su proyecto global. Ocurre que Brasil es ya un global player que juega en las grandes ligas mundiales, en alianza con potencias emergentes como China, India y Rusia, y que aspira a un sitio permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU (y a una mayor representación en el FMI y en la OMC y en la FAO y en toda institución internacional que tenga a mano). Sudamérica es la plataforma de su lanzamiento global, pero para ello Brasil necesita una región sin conflictos y mínimamente integrada en torno de un liderazgo que los diplomáticos de Itamaraty presentan como benévolo.
En este marco, su preocupación no pasa tanto por improbables vientos de guerra sino por la delicada cuestión de la soberanía sobre el Amazonas, ese enorme territorio que alberga la selva más importante del planeta y que es el gran agujero estratégico de su seguridad nacional. El riesgo, por ahora potencial, son las iniciativas más o menos esotéricas de “internacionalizar” la soberanía del Amazonas en base a argumentos ecológicos (el “pulmón de la humanidad” y todo eso). En este contexto, el acuerdo entre Colombia y Estados Unidos implica una renovada presencia estadounidense en las puertas mismas del Amazonas. Y aunque el refuerzo militar ordenado por Lula es anterior a esta medida, no por eso es menos cierto: Brasil decidió crear la base de Tamarinha, en el Alto Amazonas, dispuso un grupo de aviones caza y 12 helicópteros rusos en Manaos y piensa destinar a esta zona los aviones no tripulados adquiridos a Israel. “La Amazonia brasileña tiene dueño, y ese dueño es el pueblo de Brasil”, dijo Lula en enero de 2008.
El segundo actor que contribuye a aplacar los ánimos es curioso pero bien real: el establishment colombiano. Uribe es un presidente neoliberal, de buenos vínculos con los empresarios, que lo último que quieren es una confrontación con Venezuela. Ocurre que Venezuela, que nada en la petroabundancia e incluso en tiempos bolivarianos compra como nuevo rico, es el segundo destino de las exportaciones colombianas detrás de Estados Unidos. Este año, pese a la crisis y las tensiones, se estima que llegarán a 6 mil millones de dólares. Cada vez que Uribe y Chávez se enfrentan los empresarios colombianos se agarran la billetera.
Finalmente, aunque desde el Sur a veces la sensación es que Uribe está completamente solo, en verdad no es tan así: el hombre cuenta con un aliado extra-regional incomparable (obviamente Estados Unidos), pero también con aliados latinoamericanos de peso (el gobierno de Felipe Calderón en México y los gobiernos de derecha de Centroamérica, como el de Panamá y ahora el de Honduras, que lo ven como un freno al influjo chavista) y con un solo, pero muy importante, aliado sudamericano: el Perú de Alan García, con quien comparte una similar orientación económica de libre comercio con Estados Unidos.
Considerando estas cuestiones, la perspectiva de una eventual deriva bélica parece improbable, lo que no implica que no haya conflictos. La cumbre de Unasur celebrada el viernes en Bariloche puso en escena las tensiones y pretensiones de los presidentes de la región. Cada uno jugó su juego, y el resultado fue un documento consensuado que si por un lado puede leerse como un triunfo de Uribe, que logró evitar la condena explícita a su decisión, por otro incluye un compromiso de que el acuerdo con Estados Unidos se limitará a Colombia y establece el monitoreo por parte del Consejo Sudamericano de Defensa (aunque este último punto parece realmente difícil de garantizar).
En todo caso, la reunión confirma el estado de debilidad zombie en el que se encuentran las clásicas instituciones interamericanas, desde la OEA al TIAR, cuya incidencia en los asuntos sudamericanos es cada vez menos relevante. Y confirma la tesis de Joseph Tulchin (El rompecabezas. Conformando la seguridad hemisférica en el siglo XXI, Prometeo) de que el unilateralismo estadounidense pos 11 de septiembre y su creciente preocupación por el terrorismo islámico abrió una oportunidad para que los países sudamericanos desarrollaran sus propias estrategias de seguridad. Eso –el intento de la región por encontrar su equilibrio– fue lo que se vio en la cumbre de Unasur, aunque sólo alguien muy optimista o muy necio puede pensar que va a ser fácil.
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