Jue 10.09.2009

EL PAíS  › OPINION

Un aliado de los defensores de los derechos humanos

› Por Kerry Kennedy *

Estaré en Buenos Aires para conmemorar la visita de la Comisión Interamericana, que hace treinta años ayudó a restaurar la democracia en Argentina. Durante el curso de la guerra sucia, 30.000 personas consideradas opositoras políticas fueron asesinadas o desaparecieron. Los valientes defensores de los derechos humanos en la Argentina sabían que podían contar con aliados en el mundo, pero con nadie tanto como el senador Edward Kennedy.

La enmienda Humphrey-Kennedy a la ley de Asistencia Extranjera cortó la ayuda y entrenamiento militar a la Junta militar argentina el 1° de octubre de 1978. Fue votada después de que el régimen de Videla intentara un engaño al rechazar la ayuda militar de los Estados Unidos luego de que el secretario de Estado Vance lo hubiera reducido a causa de las violaciones a los derechos humanos. El hecho de que Kennedy y otros en el Congreso presionaran para terminar por completo con la asistencia militar aisló el más mortal de los regímenes que Argentina haya conocido, y aceleró su fin. La administración Reagan hizo un débil intento de restaurar la ayuda militar a Argentina a comienzos de la década de 1980, pero para entonces las documentadas violaciones a los derechos humanos (además de la desastrosa aventura militar en las Malvinas) hicieron que fuera imposible que hasta los simpatizantes estadounidenses al régimen lo pudieran defender.

Durante todo el tiempo, defensores de los derechos humanos en la Argentina como Emilio Mignone, Augusto Comte y las Madres de Plaza de Mayo contaban con Ted Kennedy para apoyar la difusión en Washington de los crímenes del régimen y la situación de sus víctimas.

Pero para Teddy esto no era mera política, era personal. Como dijo Juan Méndez, “cuando estuve en la cárcel en la Argentina, la oficina del senador Kennedy generosamente le ofreció su tiempo, energía y consejos prácticos a mi familia mientras trataban de convencer a la Junta argentina para que dejara que me exiliara”. Méndez continuó: “Lo que era especialmente notable en él es que nunca preguntaba si el beneficiario de sus esfuerzos estaba de acuerdo con él política o ideológicamente; era suficiente saber que esa persona estaba sufriendo por la opresión de otras”.

La semana pasada una multitud formó fila en las calles desde Hyannis Port a Boston –a menudo en grupos de diez– sosteniendo carteles, haciendo flamear banderas estadounidenses, saludando. La gente fue porque apreciaba su valiente apoyo a los oprimidos y desposeídos, pero especialmente porque sabían que amaba a la gente –no a la gente sino a los verdaderos seres humanos vivientes–.

El tío Teddy llamaba a cada uno de mis primos, cada uno de sus cónyuges y a sus hijos, 119 de nosotros en total, para cada cumpleaños y cada aniversario. Cada tanto alquilaba un ómnibus y nos llevaba a visitar los campos de batalla con los más grandes historiadores del país. Nos llevaba a esquiar, a hacer rafting y a navegar. Cada vez que ganaba una carrera y recibía un trofeo, se hacía hacer réplicas del trofeo y las enviaba a cada miembro de su tripulación.

Teddy llevó a nuestra familia a Polonia en 1987. Lech Walesa había estado organizando huelgas en los astilleros de Gdansk, se había declarado la ley marcial y había mucha tensión. Debíamos entregar el premio Robert Kennedy a los Derechos Humanos a los líderes de Solidaridad Adam Michnik y Zbigniew Bujak. La noche que llegamos, Teddy ofreció una cena y era la primera vez que los activistas de Solidaridad pudieron comunicarse abierta y personalmente. Eso en sí mismo era una gran victoria. Los saludos formales fueron seguidos por intensas discusiones y éstas a su vez por cuentos, risas y un intercambio de canciones folklóricas polacas e irlandesas. La mañana siguiente llegó demasiado rápido y yo me senté a la mesa de conferencias, mientras Teddy se batía a duelo con el general Jaruzelski, presionándolo sobre derechos básicos para formar un sindicato, sobre la libertad de expresión, las elecciones democráticas. Aprendí mucho de él en ese viaje sobre las causas de los derechos humanos y el amor a la democracia.

Cuando los refugiados de Haití fueron detenidos y deportados, Ted Kennedy exigió el fin de las detenciones arbitrarias y los falsos procedimientos legales. Cuando a los que buscaban asilo se les negó la posición legal, Ted Kennedy fue el autor de la Ley del Refugiado de 1988, ayudando a crear un derecho legal al asilo. En todo lugar donde la libertad de hijos e hijas ha estado en juego –desde el Gulag soviético a las calles de América central, desde las Filipinas de Marcos a las matanzas de Camboya, Uganda y ahora Darfur–, el senador Kennedy era el mayor pregonero de la justicia.

Toda mi vida los extraños me han contado cómo Teddy estuvo ahí cuando a un niño se le diagnosticaba cáncer, cuando un padre perdía su trabajo o recibía un golpe a su reputación, cuando se celebraba un matrimonio. Héctor Timerman me dijo que Ted Kennedy fue el primero que llamó a su madre cuando Jacobo Timerman fue arrestado. El embajador ante la ONU, Heraldo Muñoz, me dijo cómo, cuando era un joven disidente bajo Pinochet, una noche de visita en la casa de su madre, escuchó sirenas, miró por la ventana y vio un batallón militar bloqueando la calle. No había escapatoria. Vio cómo sus dos mejores amigos eran capturados, encapuchados y esposados. Creyendo que volvería a ver a su mujer, le dijo a su madre: “Llama a Ted Kennedy”.

Durante 30 años, el senador Kennedy fue el mayor aliado del movimiento de los derechos humanos y su alma en el Capitolio. Mientras continuamos su legado, recordamos sus palabras. “Para todos aquellos cuyos cuidados nos han preocupado, el trabajo continúa, la causa sigue, la esperanza todavía vive y el sueño nunca morirá.”

* Activista por los derechos humanos.
Traducción: Celita Doyhambéhère.

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