EL PAíS › OPINION
› Por Tomás Arreche
El lunes 10 de agosto, mi abuela, mi hermana y yo fuimos en remis a las oficinas en Capital del Equipo Argentino de Antropología Forense. En una sala inundada de sol, sobre una mesa cubierta con una tela celeste, estaba el cuerpo de mi mamá Norma.
Después de 33 años y medio en una fosa común en el cementerio de Avellaneda iba a recibir una sepultura familiar.
Fue realmente un encuentro.
Nos volvimos a ver.
Yo lo sentí así.
El cuerpo no es nada, los huesos no son nada, una vez que lo que da vida a alguien vuelve al núcleo primigenio ya no queda más que materia.
Pero también un cuerpo, unos huesos, pueden ser canal de conexión.
Cualquier cosa puede serlo.
Yo sentí esa conexión, ese día, sosteniendo con mis manos y con mi alma los huesos de mi madre.
Me dio mucha paz, me dio alegría. No creo en las paradojas.
Después fuimos al Parque de la Gloria, con mi tía María Luisa y cuatro de mis primos.
No cremamos los restos. En una urna de madera bajaron a la tierra donde ya están mi abuela Tita, mi abuelo Nino, mi abuelo Javier. Donde un día vamos a estar mi abuela María, mi hermana Mariana y yo.
Los rituales son importantes. Los homenajes son importantes.
Tengo la imagen de mi hermana y de mi abuela caminando por la avenida del parque cargando la urna. Tres generaciones. Las tres primeras mujeres de mi vida.
Todos escribimos algún mensaje sobre esa urna de madera.
Mi abuela, que tiene la sabiduría de sus 85 años, escribió:
“Fuiste hermosa, fuiste buena. Estoy segura de que todo lo que hiciste lo hiciste por amor”.
Es lo que hay en el principio y en el fin de todas las cosas: amor.
Ahora estamos enteros.
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