EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
Suele ocurrir que cuanto más difícil resulta entender un episodio o problema, de cualquier índole, la respuesta adecuada sea la más sencilla. Lo complicado es que la elementalidad del diagnóstico suponga facilidad de solución. Una vez más, aquello de que lo difícil no es explicar la realidad sino modificarla.
Hay la lamentable sensación de que el insólito operativo en el Grupo Clarín concluyó por empiojar el debate sobre la ley de medios audiovisuales. Hablar de “debate” es en realidad demasiado pretencioso, porque esa palabra debería remitir a cierto piso de estatura profesional en la observación del objeto de estudio. Y lo que rige hasta ahora, por parte de los núcleos de poder que cuestionan el proyecto, es simplemente una crítica feroz apoyada en denuncias políticas que no logran justificar técnicamente. Una campaña salvaje, motorizada por la inquietud corporativa frente a los negocios formidables que se ven afectados, no es un debate. Es una disputa de correlación de fuerzas. Este punto es imprescindible para encuadrar lo sucedido la semana pasada. Y después, para resignificarlo de acuerdo con lo que hay en juego. Está clarísimo que Clarín es el principal beneficiado por esa asombrosa requisa impositiva, para cuya inoportunidad política no alcanzaría calificativo alguno. Aun cuando se contemplen los niveles de arrebato y ensimismamiento de que hacen gala los Kirchner, pensar que pudieron haber ordenado una cosa así, o que un descerebrado obró por las suyas bajo simple ignorancia del titular del organismo oficial, es afrentar al sentido común. Fuentes muy directas, de acceso presencial a lo que se vivió en Olivos el jueves a la noche, ya informaban de una maniobra de servicios de inteligencia en o desde las segundas líneas de la AFIP. Y después, un peine ¿complementario? de esa inferencia derivó en que se hablara de una pantomima financiada presuntamente desde fuera del organismo, aunque todavía sin clarificar ni la fuente de financiación ni el origen del despampanante poder demostrado. Le hicieron al Gobierno una cama de aquéllas, pero, muy lejos de atenuar la responsabilidad de los K, la agrava. Meterse sin más red que la confianza en sí mismos en una guerra de este tamaño, mucha más violenta que la del “campo” porque hay en danza el poder multimediático, es una irresponsabilidad enorme. Hace siete días, esta columna recaía en la pregunta de si el oficialismo tiene espaldas de amplitud y movilización para enfrentar a contendientes semejantes, así sean circunstanciales. Y frente a esta grosería de un batallón de inspectores en el corazón del bando contrario, sirviéndole en bandeja la victimización, cabe preguntarse cómo es posible que se les escape la tortuga de los servicios. Ya sea porque fue ahí desde donde se maniobró, o bien porque no supieron prevenir una jugada en la que intervino más de un centenar de personas. Hay aspectos incontrolables incluso calculándolos, como el vice Cobos usando su despacho para juntar a toda la oposición contra el proyecto. Una actitud repugnante, digna de un inmoral, elegido por las corporaciones de “prensa” como el candidato casi perfecto si no fuera por las reminiscencias delarruistas que porta. Eso no puede evitarse y desde una mirada especulativa hasta puede verse como favorable, porque sirve para ratificar y exponer a la tropa que se enfrenta. Pero la desidia a propósito de las maniobras serviciales es imperdonable. Que los hayan operado en esta forma habla pestes de cuánto hay en el kirchnerismo de muñeca política y capacidad de imprevisión.
¿Qué esperaban al encajarse, por las razones que fueran, contra los negocios de quienes conducen, virtualmente, la información y la agenda opinativa del país? Les sacaron el fútbol, les niegan la fusión del cable, les meten la norma japonesa para digitalizar y largan un proyecto de ley que les reduce al 35 por ciento la penetración de mercado. ¿Una batería así y descuidaron la SIDE? Nadie está exento de sufrir operaciones. Pero vaya con la diferencia entre no poder eludirlas por descuidos o yerros tácticos y carecer de una estrategia global. En esto último se incluye la mala, pésima, comunicación gubernamental para explicar con eficiencia las características de un proyecto sobre medios que ha sido una construcción mucho más vasta que la de oficinas oficialistas. Gente que lleva años trabajando en esto. Que tiene livianas o profundas diferencias con los K o con sus modos, pero que sabe separar lo principal de lo secundario. Gente que sabe entender a la mediática como la más decisoria de las estrategias en el engranaje de poder. No se puede rifar tanto trabajo dejando flotar el recelo de que ésta es nada más que una guerra contra Clarín. La incluye, desde ya, como abarca también a otros sectores a los que ese y otros medios sirven de parlante. Pero no puede acabar ahí. Hay que informar infinitamente mejor. Hay que desnudar las mentiras esparcidas por los afectados o los pusilánimes, a diestra y siniestra. Porque mienten cuando dicen que el Estado se quedará con todo, mienten cuando afirman que se pueden quitar las licencias cada dos años, mienten cuando no dan cuenta de que ningún país del mundo “serio” –como dicen ellos– permite una concentración de medios como la Argentina. Mienten, pero el Gobierno no sabe comunicar que mienten. Su política de información pasa más por marketineo fraseológico que por data concreta. Están sujetos al arbitrio de las peleas solitarias que libran algunos pocos entendidos, y otros pocos analistas sueltos, contra la maquinaria infernal de goteo permanente, incansable, taladrante, de grupos mediáticos y socios ideológicos. Quitarles el fútbol fue poco menos que terminal para su estructura de ingresos, y algunos aspectos azarosos hicieron que los nervios terminaran de estallar. Si la Selección Argentina de fútbol no se clasifica al Mundial, la pérdida de publicidad será un mazazo rematador en sus proyecciones de ingresos. ¿O alguien piensa seriamente que estamos hablando de libertad de prensa?
Es momento entonces de volver al principio. A la sencillez de lo complejo. Con esta ley se mide eso que la derecha llama “calidad de las instituciones”, y que sirve para saber cuánto las instituciones responden a la derecha. La batalla con los campestres fue un gran primer round que ganaron éstos, al convencer a las capas medias –con la ayuda de los horrores procedimentales del Gobierno– de que debían hacer propio el discurso de las patotas agrarias. Y ahora hay ésta, la más grande, que verificará si es posible (comenzar a) avanzar contra los cíclopes mediáticos dueños del mensaje. Si no hay tenida eficaz con ellos, no la habrá contra ningún factor de poder. Lo que pase con esta ley constatará la auténtica valentía de nuestra democracia. Porque la suerte de este proyecto mide, quizá como nunca, lo que se puede y lo que no en este país.
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