EL PAíS › OPINION
› Por José Natanson
De la decena de procesos de cambio político que se viven hoy en América latina, el de la Venezuela de Chávez probablemente sea el más comentado y el menos comprendido de todos. En Argentina, la apelación a Chávez es un recurso fácil de quienes creen ver paralelos con una revolución que no existe y una apelación constante de los que se asustan con una dictadura que no es tal. La discusión por la ley de medios reaviva los temores o las esperanzas de chavizar esto o aquello, en el contexto de un debate que, al menos en sus versiones televisivas, rara vez supera la altura de los subsuelos. ¿Se tropicaliza Buenos Aires? Una mirada rápida a la patria de Bolívar revela que los paralelismos son exagerados, aunque menos por la voluntad de sus líderes que por las enormes diferencias entre los países. Veamos.
Como con el resto de los poderes establecidos (militares, Iglesia, empresarios y –crucial diferencia con los Kirchner– sindicatos), la relación de Chávez con los medios de comunicación es mala. Tras una breve luna de miel al inicio de su primer mandato, el vínculo comenzó a deteriorarse progresivamente, a fuerza de ataques cruzados, hasta romperse del todo en abril del 2002, cuando la mayoría de los medios apoyó el golpe de Estado y luego trasmitió dibujos animados y películas para disimular la reacción de los militantes oficialistas.
Chávez respondió. En mayo de 2007, fortalecido tras arrasar en la campaña por su reelección, decidió no renovar la licencia de Radio Caracas Televisión (TCTV), el canal más antiguo del país, con el argumento de que había apoyado el punch del 2002.
En un sentido estricto, no sería correcto hablar de censura, pues la licencia estaba vencida y el Estado tenía la posibilidad de no renovarla. Por otra parte, el canal siguió transmitiendo por cable. El trámite, sin embargo, fue claramente irregular. Desde el punto de vista jurídico, si había una responsabilidad debía recaer sobre personas naturales –los dueños del canal– y no sobre la empresa. Desde el punto de vista político, la intencionalidad está clara: el resto de los canales –entre ellos Venevisión, de la poderosa familia Cisneros– también habían acompañado la intentona golpista, pese a lo cual el gobierno les permitió seguir operando, básicamente porque, finalmente convencidos de que había Chávez para rato, decidieron suavizar su línea editorial. El hecho de que Chávez haya formulado el anuncio de RCTV en un establecimiento militar y vestido de uniforme no ayudó a tranquilizar los ánimos. La OEA protestó y el presidente respondió tildando de “insulso” a su titular, José Miguel Insulza.
Más tarde, el gobierno anunció un plan para revisar el espectro radioeléctrico que derivó en el cierre de 32 radios primero y otras 29 después. Hay una densa discusión técnica detrás de estas medidas, y es imposible determinar en qué casos le asiste la razón y en cuáles no.
En todo caso, la medida se suma a los siete procedimientos administrativos iniciados contra el canal de noticias Globovisión. Los motivos son variados: durante una entrevista con el director de RCTV, Globovisión difundió imágenes del atentado contra el papa Juan Pablo II con la canción de Rubén Blades “Eso no termina aquí” de fondo. El gobierno acusó a la emisora de incitar subliminalmente al magnicidio. En otra oportunidad, el gobierno denunció al canal por poner al aire un mensaje de texto de un televidente convocando a un golpe de Estado. Estos casos, en los que el canal se ubicaba al filo de la legalidad, se mezclan con otros, más confusos: el 28 de mayo de 2007 Globovisión fue denunciado por mostrar en una misma pantalla a Hugo Chávez y a un líder de Al Qaida con la supuesta intención de asociar al presidente con el terrorismo. En las últimas elecciones, el canal recibió otra denuncia por transmitir la reacción de un candidato a la gobernación de Carabobo que instó a tomar las oficinas del Consejo Nacional Electoral disconforme con el resultado.
Estos procedimientos sancionatorios se encuadran en la Ley de Responsabilidad Social en Radio y Televisión (conocida como Ley Resorte). Aprobada en diciembre de 2004, la norma establece algunas regulaciones muy razonables en cuanto a horarios de protección al menor, y abre espacios para la creación de medios comunitarios, pero también prevé sanciones, que pueden llegar a la suspensión por 72 horas continuas de la señal, para “aquellos medios que difundan mensajes que promuevan o hagan apología o inciten a la guerra o a la alteración del orden público”.
La relación de Chávez con los medios no se limita a las saciones contra algunos canales. Un capítulo especialmente enojoso, aunque perfectamente legal, en la abundante utilización de la cadena por parte del presidente (por ahora la obligación de engacharse pesa sólo sobre la TV abierta, pero el gobierno ha dicho que la extenderá también al cable). Entre 1999 y 2007 hubo –según el monitoreo de la empresa AGV– 1513 cadenas presidenciales, que trasmitieron 890 horas (es decir 31 días y dos horas). Entre otras cosas, Chávez trasmitió por cadena el festejo de su 50º cumpleaños, un minirrecital con una banda de Valencia y la imagen de sí mismo manejando una perforadora en un túnel de ferrocarril ¡durante una hora y media! (“¿Quién es exactamente la persona que nos gobierna? ¿Un niño grande?” se preguntó esa tarde el diario Tal Cual en su editorial).
Esto se suma a la creación, también legal pero muy costosa, de nuevos canales –Vive, Asamblea Nacional TV, Avila TV, Telesur–, que se añaden a los ya existentes, como Venezolana de Televisión, y a Televisora Venezolana Social (en la antigua señal de RCTV). Si a ello se agrega el filooficialismo de Venevisión y Televen, el panorama televisivo es bastante homogéneo. En la prensa gráfica, en cambio, hay una mayor diversidad, pues los medios más cercanos a Chávez, como Ultimas Noticias, conviven con los tradicionales El Universal y El Nacional, más cercanos a la oposición, y con nuevos diarios, como el Tal Cual de Teodoro Petkoff.
Como todo en democracia, la libertad de prensa no es un absoluto, sino un derecho supeditado a otras normas y necesariamente compatible con otros derechos. En Venezuela sobrevive en su sentido más básico: basta con recorrer unos días los medios antichavistas para reparar en un tono que llamaría la atención hasta en el crispado ambiente argentino. Venezuela no es Cuba. Sin embargo, sería tonto no reconocer los esfuerzos del gobierno chavista por ampliar, mediante métodos legales y no tanto, su influencia mediática, aunque no como resultado de un plan maquiavélicamente orquestado sino más bien mediante una serie de medidas improvisadas de acuerdo con las necesidades del momento y los humores del caudillo.
Las diferencias con la Argentina son claras, por los límites que se han cruzado en Venezuela (Kirchner no sólo no rescindió licencias de los canales sino que las prolongó) y por el contenido del proyecto de servicios audiovisuales aprobado el miércoles pasado en Diputados. En Venezuela, a diferencia de lo que podría suceder en Argentina si el Senado aprueba la ley, la estrategia es un paso a paso confuso, más o menos como sucedía aquí hasta que el gobierno decidió impulsar la nueva regulación: en efecto, no se ha implementado en Venezuela una ley que reorganice de manera general el panorama mediático en base a nuevas directrices, que muchos podrán discutir, pero que no son una serie de ocurrencias sino un proyecto global y articulado de acuerdo con ciertos objetivos explícitos.
Entre los aspectos positivos del proyecto de ley de medios, cabe mencionar su espíritu antimonopólico y la posibilidad de que se abran nuevas opciones para multiplicar las voces. Por supuesto, habrá que esperar para ver si los objetivos de diversificar la oferta mediática se cumplen en la práctica: contra lo que suele creerse, las leyes no son una fórmula que encierra un pronóstico matemático del futuro, sino una regulación, en general amplia, cuyo resultado final depende de las decisiones de los actores, las políticas públicas, el humor social, los fallos de la justicia, la coyuntura económica... Toda ley tiene siempre algo de caja de Pandora.
Por lo pronto, los dos puntos más cuestionados por la oposición fueron corregidos. El primero, la posibilidad de que se formen nuevas posiciones dominantes a partir del ingreso de las telefónicas, fue eliminado del proyecto final. El problema aquí es que la convergencia tecnológica, según estiman los especialistas, es inevitable, y en algún momento será necesario regularla. En una interesante nota publicada el martes en La Nación, el consultor Enrique Carrier explica la necesidad de fomentar la competencia entre proveedores –telefónicas y cableoperadores– del mismo modo que se hizo con la banda ancha, cuyo crecimiento fue exponencial, y evitar el riesgo de posiciones dominantes mediante una distinción entre transportadores de señal y proveedores de contenidos. “Habrá que evitar que la red tenga discrecionalidad total para determinar los contenidos que transporte y, sobre todo, los que no transporte”, escribió Carrier.
El segundo punto cuestionado es el de la autoridad de aplicación. Es discutible quién debe retener el control. Por cuestiones operativas, no es ilógico pensar que debe recaer sobre el Ejecutivo. Pero lo central es establecer reglas que limiten la discrecionalidad y transparenten las decisiones en lo referente a la autorización de licencias, la programación de los medios oficiales y la publicidad del Estado. Hasta el momento, la política kirchnerista fue muy opaca en estos puntos, que conviene no soslayar: aunque se ha creado un consenso bastante amplio en el universo progresista alrededor de la gestión de Tristán Bauer, cabe preguntarse qué sucedería si, digamos, Mauricio Macri llega al gobierno y designa a, digamos, Pancho Dotto como director de Canal 7: seguramente a muchos les parecerá sensato que exista un consejo asesor, técnicamente competente y políticamente diverso, que matice los desfiles de modelos con algún que otro programa cultural. La institucionalización de las decisiones y la construcción de capacidades profesionales de gestión, dos modalidades a las que el Gobierno no es muy adepto, son menos una necesidad del presente que una apuesta al futuro.
El panorama mediático argentino es amplio, muy vivaz y muy complejo (algo lógico en un país de amplias clases medias, con raíces de inmigrantes que traían sus puntos de vista y luchaban por expresarlos), aunque también muy concentrado. Tiene razón Mario Wainfeld cuando dice que en sociedades democráticas y complejas ninguna ley, ninguna decisión y ninguna política, por más importante que sea, es totalmente definitoria. No se trata, por lo tanto, de disolver un monopolio que no existe –mono = uno–, ni de frenar una ofensiva oficial censuradora que sería imposible de aplicar incluso en el caso de ésa fuera la intención del Gobierno, sino de establecer una nueva regulación con un papel más preponderante del Estado, definir los límites de la autoridad pública y fijar las nuevas condiciones de la prosperidad empresarial.
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