Lun 21.09.2009

EL PAíS  › OPINIóN

Cambiar la pregunta

› Por Eduardo Aliverti

El asunto central potenció una pregunta que no tiene prensa y para la que no hubo ni hay, todavía, respuesta satisfactoria.

Se trata de esa gente que no percibe tener compromiso alguno con el tema. Porque le parece que es así o porque sencillamente no le importa. Gente de esa que se llama “del común”. Y que ni siquiera dispone de una postura preconcebida –de la que ya no la saca nadie– según sea que se posicione frente al Gobierno muy a favor o muy en contra. De modo que no hablamos de esa gente horrorizada por creer que ahora vendrá Hannibal Lecter a comerse periodistas. Ni de esa otra que por asistir a algo así como la caída del Imperio Romano, en versión mediático-criolla, perdió pensamiento crítico respecto del kirchnerismo. Esta gente de la que hablamos es la que, no desde la bronca por cómo le va en la vida –aunque también– sino con la humildad de reconocerse ignorante del tema, o de aspectos que confiesa se le escapan, pregunta por qué carajo tiene que importarle de quiénes son los medios de comunicación, o quiénes podrían manejarlos en lugar de los que están, y cuál es la relación entre eso y sus problemas, dramas o felicidades cotidianos. Y en verdad, no es que hasta hoy no existe una contestación convincente porque no se le encontró el gancho a la vuelta. Es que no hay vuelta para responder, como no fuere un apunte más bien de orden filosófico, moral, político “sólo” muy globalmente.

En primer lugar: aun si se descuenta que el proyecto sobre medios audiovisuales pasará con éxito la Cámara alta y no aparece una Banelco corporativa capaz de torcer la voluntad de algunos senadores... ambiguos, digamos, restará un período impreciso pero siempre largo, muy largo, en el que se reacomodarán las piezas operativas (y más extenso todavía, tal vez, si se cuentan amparos judiciales, impugnaciones parlamentarias, eventuales intentos de la oposición para revocar la ley, etcéteras). Suponiendo que todos esos muros son sorteados, pasará que los nuevos actores sociales, empresarios, culturales, en disposición de acceder a una licencia de radio o tevé, deberán demostrar su actitud y –sobre todo– aptitud para semejante cosa. Y a fin de que lo demuestren, en ese momento de no se sabe cuándo, tendrá que colaborar decisivamente un Estado dispuesto al apoyo concreto. Porque no hay dos tortas publicitarias. Hay una sola. Es fantasioso que podrá repartirse lo que no se genera. O lo que sí se produce pero para seguir distribuyéndolo entre unos pocos. Las radios (que por razones de baratura tecnológica son el gran sujeto del eventual cambio), e incluso los canales de televisión, dan antes pérdidas que ganancias; y no solamente por algunos sueldos estrafalarios, incompatibles con los ingresos de un mercado achicado. Mucho más que un negocio en sí mismo, son un estilete de poder para marcar agenda y obtener otros negocios, colaterales, gracias a la influencia periodística ejercida. En un país pobre como éste no hay lugar para que un nuevo ejército de aspirantes conduzca y administre medios, a menos que el Estado cargue pilas con una política de promoción y subsidios de pymes, cooperativas y combinados de esa naturaleza. E incluso haciendo eso, deberá haber una orientación que segmente las audiencias por rama de gustos y colectivos sectoriales, al estilo de la radiofonía norteamericana, so pena de que los pequeños se devoren entre sí con ofertas de idéntica o similar raíz comunicacional. Si la respuesta a “en qué me cambia la vida según gane éste o aquél” pretende ser técnica, directa, facilonga, mejor dejar de buscarla porque no la hay. Más también: la respuesta es “en nada”, si es cuestión de qué se percibirá, en el andar diario de las clases medias y populares, a corto-mediano plazo. Y hasta en el largo, si no se dan las condiciones apuntadas.

Lo que quizá quepa hacer, entonces, es promover el cambio de la pregunta. Mudarla de “en qué me cambia la vida” a “cómo podría cambiarme la cabeza”. Porque la ley de medios audiovisuales, como debe repetirse sin cansancio y como toda ley, al fin y al cabo, es nada menos pero nada más que una herramienta. El punto es que para tenerla en las manos se debió haber llegado, primero, a un enfrentamiento con los gigantes mediáticos. Y con uno en particular (por los motivos que fuesen, incluyendo desde revanchismos personales hasta el formidable trabajo militante de los imprescindibles que durante años, literalmente, pujaron por construir un escenario mediático novedoso, valiente, provocador). Eso marca un antes y un después en las revelaciones públicas acerca de los manejos e intereses del intocado poder de la “gran prensa”. Como lo señaló con precisión notable el diputado Carlos Raimundi, que no es oficialista, en el comienzo de su intervención parlamentaria, a partir de este proyecto –y, antes, desde la caída del contrato entre la AFA y Clarín– empezaron a circular al aire libre conceptos tales como concentración, monopolio, fijación de estados de ánimo gracias a campañas “periodísticas”, negociados de los medios, empresas desconocidas, testaferros. ¿Acaso no sirvió ni sirve para nada todo eso? ¿Acaso tantos despreocupados y tanto tilingaje no tomaron nota de que estaban viviendo en un tupper, y acaso mucho receloso del proyecto oficial no ratificó que además debe desconfiar de los medios de comunicación que consume, y acaso eso no abre una perspectiva de debate en la que deban contar las operaciones de prensa? ¿No despierta eso que la lucha por la conciencia popular, si es que no por la razón, sea un poco más pareja?

Este último concepto, también acaso, puede parecer soberbio. Pero pensemos si no es más soberbio suponer que el pueblo puede usufructuar razonamiento examinador, si no cuenta con instrumentos informativos. Para el caso, todos los debates y propuestas habidos acerca de la necesidad de derogar la ley mediática de la dictadura, y su reemplazo por una que fugue hacia adelante, tuvieron sede en ámbitos reducidos o ampliados pero jamás transmitidos ni publicados por los grandes medios. Jamás. Fueron congresos, mesas redondas, declaraciones institucionales, proposiciones cajoneadas en el Congreso, charlas en carreras de comunicación, señalamientos gremiales, foros varios. Valiosos. Los medios no tomaron nota. Fueron impermeables. Nunca permitieron que esa discusión transitara por sus vías. Pues bien: no se habrá dado de la manera más prolija y pasa que tiene contornos de conflicto ensuciado, pero resulta que se reveló como la única forma de llamar la atención. De disputar terreno. Y, encima, con un formato de ley ante el que los multimedios se quedaron sin más argumentos que la denuncia política sin sustentación específica. Más una derecha patética a la que sólo le queda discutir aspectos reglamentarios.

¿Me cambia en algo la vida todo esto? No. Pero seguro que me va a cambiar menos que menos si no apunto que el Poder no pasa únicamente por el Gobierno.

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