EL PAíS › OPINIóN
› Por Gabriela Cerruti *
Mauricio Macri sabe bien de lo que habla.
El sí que sabe lo que es ser facho.
Lo aprendió cuando se encontró con el brigadier Osvaldo Cacciattore en el hotel Alvear para agradecerle haberlo entusiasmado con su ejemplo para ser intendente.
Lo aprendió en la quinta de Los Nogales, cuando veía a su padre jugar al bridge con Licio Gelli, Carlos Suárez Mason o Albano Harguindeguy.
Lo aprendió cuando se formó intelectualmente con Ricardo Zinn, el autor del Rodrigazo, y de la base teórica del Proceso de Reorganización Nacional y el gran hacedor de las privatizaciones de ENTel y Somisa durante el gobierno menemista.
Lo aprendió cuando era militante de la UCeDé, y tomaba clases de liberalismo junto a los hijos de los generales Sánchez y Viola en la casa de Alvaro Alsogaray.
Lo aprendió cuando paseaba por Nueva York junto a José Alfredo Martínez de Hoz para hacer lobby por sus negocios inmobiliarios en Manhattan. Paseos a los que se sumaba también Diego Arría, el ex alcalde de Caracas acusado de corrupción y de haber sido el instigador del último complot para derrocar al presidente Hugo Chávez.
Lo aprendió cuando participó del loteo del gobierno de Carlos Menem entre los representantes del establishment. Cuando discutía con Domingo Cavallo cuántas subsecretarías le tocaban a Socma o cuántos directores del Banco Central.
Sentado al lado del hombre de la derecha española, José Aznar, Mauricio Macri se preguntó si Hermes Binner y Pino Solanas se habían vuelto fachos por apoyar la ley que democratiza la comunicación en la Argentina.
Perdió una buena oportunidad de callarse la boca.
* Legisladora porteña por Nueva Democracia.
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