EL PAíS › OPINIóN
› Por Martín Becerra *
La discusión de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual demostró la falacia de considerar que el Estado fue un actor circunstancial en la suerte del sistema de medios. Esta idea, solidaria con el mito de la autorregulación, tuvo eco incluso en audiencias progresistas dispuestas a condenar la década del ’90 por lo que ésta no fue: un espacio sin acción estatal. El mayor conocimiento social sobre el sistema de medios, subproducto del debate de la ley tras décadas de obturación interesada del tema en los propios medios y en el estamento político, permite apreciar que en los últimos 35 años el Estado fue un formidable asignador de recursos públicos hacia los principales actores del sector.
La sanción de la ley por el Congreso presenta un cambio de rumbo: posiciona al Estado como garante de derechos sociales al reconocer al sector no lucrativo y a la economía cooperativa como operadores de un tercio del sistema, al disponer la separación entre Poder Ejecutivo (PEN) y autoridad de aplicación por un lado, y PEN y dirección de los medios (ahora sí) públicos por el otro, al establecer un moderado límite a la concentración del mercado (10 licencias, o 35 por ciento de cuota potencial), al exigir cupos de producción propia como condición para explotar licencias de radio y TV.
Este cambio de rumbo fue objeto de una campaña de desprestigio tan inusual que revela la convulsión de los principales grupos a los que la ley sorprendió sin estrategia. Tantos presidentes, diputados y senadores (incluso de la oposición más cerril) fracasaron antes en su intención de regular el audiovisual, ¿por qué iba a lograrlo un gobierno esmerilado? La subordinación de la línea periodística a la reacción corporativa diluyó la mediación profesional que es el principal capital de los medios masivos de comunicación impactando en la eficacia de una guerra de movimientos definida a las apuradas.
La paradoja es que la legítima crítica a los rasgos cortoplacistas del Gobierno en distintos órdenes, esta vez vale para sus enemigos mediáticos y, por extensión, políticos. De tanto condenar a los K por su improvisación en tantos aspectos, sus enemigos terminaron imitándolos, con lo que padecieron una fiera derrota en un Congreso hace tan poco glorificado como el parnaso. ¿No será que la falta de planificación preside la lógica de funcionamiento de todo el sistema político?
Las consignas del free flow of information repetidas por la oposición de centroderecha, reacia a discutir en Diputados el proyecto en un gesto que sus pares en el Senado debieron enmendar, tienen reminiscencias reaganianas ante la evidencia empírica que reunió el Informe MacBride de la Unesco en 1980, cuando acuñó la idea de que se necesita un flujo de información “libre y equilibrado” para garantizar la ecuanimidad del acceso de todos los sectores sociales a los medios. La derecha vernácula demostró que le es impropio el linaje de un liberalismo contrario a la concentración.
La oposición de centroizquierda, en cambio, captó la oportunidad de interpretar a un arco social integrado por medios comunitarios, el movimiento cooperativo, las dos centrales de trabajadores, las universidades públicas, las organizaciones de derechos humanos, ONG, además de artistas, intelectuales, periodistas y expertos en la materia. Aquí sí había actores sociales organizados para cambiar una regulación que olía a rancio, a autoritario y a negociado.
Con sus virtudes y defectos, el debate parlamentario expandió la comprensión del soporte que el Estado brinda a los medios, a la vez que introdujo (sin resolver) el problema de la convergencia tecnológica entre audiovisual, telecomunicaciones e Internet y la necesidad de ampliar la agenda de la democratización de las comunicaciones.
La nueva fase que abre la sanción de la ley será gravitante en la medida en que la intervención del Estado en su nuevo rol se legitime a través de de reglas sinceras, ecuánimes y claras de asignación de los recursos públicos que permiten financiarse a los medios. Ello incluye, pero no se agota, en el pendiente capítulo de la publicidad oficial: hay que regular también las exenciones impositivas, los auxilios económicos en forma de condonación de deudas y subsidios, la ausencia de cumplimiento de obligaciones de inversión por parte de licenciatarios de servicios como la televisión por cable, por ejemplo.
Por otro lado, la consideración de una futura ley de servicios convergentes quedó como saldo irresuelto, para que los usuarios de distintos servicios no estén condenados a condiciones abusivas por parte de prestadores monopólicos en mercados cautivos (tanto en telecomunicaciones como en televisión por cable). La activación del Tribunal de Defensa de la Competencia (cuya institución se ha dilatado desde su creación en 1999) y la aplicación de normas beneficiarias para los usuarios, como el Decreto 764/2000 de desregulación de las telecomunicaciones, son medidas complementarias que podrían adoptarse en la misma dirección.
Estas cuestiones son parte de la agenda emergente de una ley que cuestiona la histórica combinación de intereses entre el mercado y la intervención estatal, con un rumbo novedoso que precisa afianzar su vocación democratizadora.
* Universidad Nacional de Quilmes-Conicet.
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