EL PAíS › LOS DILEMAS DEL SECTOR ENTRE LA OPOSICIóN Y EL GOBIERNO
› Por José Natanson
Opinión
Hasta la irrupción del peronismo en 1945, la izquierda argentina –representada básicamente por el Partido Socialista y el Comunista– seguía la tesis del gran intelectual peruano Juan Carlos Mariátegui, según la cual el socialismo era el resultado inevitable de un liberalismo auténtico. La llegada al poder de Perón puso esta idea en cuestión: con su combinación de políticas sociales, discurso antiimperialista y cuestionamientos a la democracia liberal, el peronismo le arrebató a la izquierda la representación de los sectores populares, la corrió del escenario sindical y la condenó casi siempre al ostracismo electoral. Como escribió Edgardo Mocca (revista Nueva Sociedad 217), “desde entonces, el alma ‘liberal-socialista’ convive y lucha con la tradición ‘nacional-popular’, a partir de relatos alternativos y a veces antagónicos del pasado y de interpretaciones igualmente encontradas sobre el presente”.
Desde 1945, el gran tema de la izquierda argentina es qué posición adoptar frente al peronismo, debate reavivado a partir de la recuperación de la democracia, en 1983. El alfonsinismo fue, en efecto, un impulso auténticamente progresista. El Juicio a las Juntas, la inicial resistencia a los planes de privatización (como los que habían comenzado a aplicarse en Chile), el relacionamiento con Sudamérica (en especial con Brasil), el plan alimentario, la reforma educativa y el impulso a iniciativas importantes en términos valóricos, como la ley de divorcio, fueron muestras de la voluntad de Alfonsín de conducir su gobierno por un camino verdaderamente progresista. El ex presidente era consciente de que estas transformaciones serían insostenibles sin el concurso de al menos un sector del peronismo, lo que explica su voluntad de fundar un tercer movimiento histórico.
La historia es conocida: las asonadas carapintadas y la hiperinflación terminaron extraviando el camino de Alfonsín, que tras su salida del poder logró conservar su liderazgo mediante diversas jugadas tácticas, de innegable astucia electoral, pero que no alcanzaban a marcar un rumbo político definido: el Pacto de Olivos, la Alianza, el acuerdo de gobernabilidad con Duhalde, la candidatura de Roberto Lavagna. Hoy, desaparecido su soporte biológico, el alfonsinismo sobrevive apenas en las evocaciones de los militantes.
El segundo gran impulso progresista fue el Frepaso, donde confluyeron sectores peronistas con grupos provenientes de tradiciones más liberales, como el socialismo y algunos sectores del radicalismo, a los que se sumaron –signo de los tiempos– outsiders de la sociedad civil y la Justicia. Fue una confluencia quizá superficial, en el sentido de que no derivó en una amalgama política verdadera, pero sería injusto negar el esfuerzo de convivencia, respeto a la diversidad y tolerancia que implicó. Una inédita unidad de prácticamente todo el arco progresista, posible por el liderazgo incansable de Chacho Alvarez pero también un resultado del contexto político: el menemismo era, en efecto, un adversario demasiado evidente como para que el centroizquierda dudara de su lugar, y sólo manteniéndose lejos del centro de decisiones –como Kirchner, recluido en los fríos hielos de Santa Cruz– era posible sustraerse a la disputa.
Como el peronismo de los ’40 antes que como el Frepaso de los ’90, el kirchnerismo no unificó sino que dividió al centroizquierda, entre aquellos que se encolumnaron con el Gobierno al riesgo de perder autonomía y los que se mantuvieron en la oposición al riesgo de ceder consistencia ideológica. La defunción de la transversalidad, el repliegue al PJ y al sindicalismo tradicional y el desgaste inevitable –y los errores evitables– del Gobierno fueron estirando la distancia entre los dos polos del progresismo. Sin embargo, algunas de las últimas decisiones oficiales, como la estatización de la AFJP y la ley de medios –y, sobre todo, el modo flexible con el que se impulsaron– abren nuevas oportunidades: el voto en general de Rubén Giustiniani en el Senado y la aprobación previa de casi todos los diputados de centroizquierda generan expectativas acerca de una relación más colaborativa con el kirchnerismo. ¿Un acercamiento entre centroizquierda y peronismo? Un rápido repaso por los tres actores más relevantes ayuda a hacerse una idea de las posibilidades y los límites de este escenario.
De los liderazgos de centroizquierda que sobrevivieron al derrumbe del Frepaso, el de Martín Sabbatella aparece como el más promisorio, en buena medida por su interesante posición frente al kirchnerismo. Entre el 2003 y el 2005, en tiempos de juicio a la Corte, recuperación de la ESMA y renegociación de la deuda –es decir, cuando ser kirchnerista era pura ganancia– Sabbatella resistió la tentación de plegarse acríticamente al dispositivo K, con el muy razonable argumento de que implicaba asociarse con los barones del conurbano y los restos del aparato duhaldista.
Pero lo notable es que después, en pleno conflicto por la 125, el ex intendente de Morón evitó situarse en una posición abiertamente opositora, luego acompañó algunas decisiones del Gobierno y, aunque fue el único que enfrentó de manera directa a Kirchner en las últimas elecciones, se cuidó siempre de caer en las tentaciones de un discurso de oposición dura. En suma, una trayectoria inversa a la de otros dirigentes no peronistas –Aníbal Ibarra el más notable– que se acercaron a Kirchner en sus tiempos dorados para irse alejando más tarde (aunque hay que admitir que una cosa es aliarse al kirchnerismo capitalino de Daniel Filmus y otra muy diferente al kirchnerismo bonaerense de Mario Ishii).
El 10 de diciembre, Sabbatella ingresará en la Cámara de Diputados con el desafío de articular un espacio de centroizquierda a partir de una posición inteligente respecto del Gobierno. Sin el imán carismático de Chacho, pero con atributos de los que el líder del Frepaso carecía (experiencia de gestión, una valoración diferente de la construcción territorial, paciencia), Sabbatella parece el único capaz de nuclear, como en su momento hizo el Frepaso, a sectores provenientes de la tradición liberal con otros pertenecientes al peronismo: el hecho de que toda la CTA bonaerense lo haya acompañado en la última campaña es una muestra de esta ventaja.
El batacazo de Solanas en las últimas elecciones fue en buena medida resultado del voto castigo al Gobierno, pero también del rechazo que generaba en un sector apreciable del electorado porteño el proyecto macrista tanto como el giro ideológico de Elisa Carrió. Con un discurso desprovisto de inflexiones municipalistas (casi no habló de seguridad, por ejemplo) y centrado en lo que él considera los grandes temas del país (la minería, los trenes), el director de Sur y líder de Proyecto Sur se convirtió en un referente clave del espacio de centroizquierda.
Solanas se ubica en una posición claramente anti Gobierno, detrás de la cual se encuentra la idea de la simulación, del kirchnerismo como un conservadurismo mal disfrazado de progresismo que es necesario desnudar. A diferencia de casi todo el arco opositor, sus críticas no se limitan a los aspectos institucionales y republicanos (aunque los incluye y a menudo los subraya, como por ejemplo cuando dialoga amablemente –lo hizo más de una vez en la última campaña electoral– con Mariano Grondona), sino que abarcan otros tópicos. En una interesante nota publicada en Página/12, el politólogo Sebastian Etchemeny advirtió sobre el riesgo de la apelación moralista estilo Frepaso como eje de la construcción política, sobre todo cuando el centro de las críticas son grupos lejanos y difusos (las empresas mineras depredadoras), en lugar de factores de poder cercanos y tangibles (los medios, el campo, la Iglesia).
Esta combinación de oposición dura con apelación moralizante ubica a Solas, y al espacio que él lidera, en un lugar extraño. Solanas, cuyas películas transpiran peronismo, es, de todos los líderes de centroizquierda, el que mantiene la relación más intransigente con el peronismo, situándose en posiciones aún más inflexibles que las de opositores cuyo origen los aleja naturalmente del PJ, como los socialistas. Un tema para que el politólogo sueco, némesis de Mario Wainfeld, vaya pensando en su tesis de doctorado.
El Partido Socialista, con raíces en la fuerza de Alfredo Palacios y Juan B. Justo, es la expresión más antigua de la izquierda liberal argentina. Desde 1945, el socialismo se ubicó claramente en el campo del no peronismo, lo que le permitió evitar el ocaso al que parecen condenadas todas las fuerzas que en algún momento se pliegan al aparato pejotista pero al enorme costo de resignar su inicial predicamento sobre los sectores populares. Refugiado durante años en los sectores medios de Rosario, el socialismo sobrevivió a la crisis de la Alianza afianzándose como fuerza provincial y, gracias a la perseverancia de Hermes Binner, finalmente logró arrebatarle al PJ la gobernación de Santa Fe.
Su relación con el gobierno kirchnerista ha sido sinuosa, desde los flirteos de la primera transversalidad hasta el alineamiento con el campo en los tiempos de la 125. Aunque tanto en las elecciones presidenciales del 2003 como en las del 2007 el socialismo se ubicó lejos de Kirchner, sus vínculos con el Gobierno nunca se rompieron del todo. De hecho, los diputados socialistas acompañaron la nacionalización de las AFJP y la ley de medios, y su máximo líder, Hermes Binner, se niega, al menos por ahora, al destino al que muchos parecen condenarlo: candidato a vice de Julio Cobos en una fórmula que nuclee a todo el espacio no peronista.
La asombrosa recuperación política del Gobierno tras la derrota electoral de junio plantea desafíos cruciales para el centroizquierda. Con el radicalismo volcado a un nuevo proyecto de poder encarnado por Cobos, la cuestión pasa, en primer lugar, por la articulación de las distintas piezas en un único rompecabezas. Y después –como sucede desde hace medio siglo– por la relación con el peronismo. No es sencillo: aunque algunas decisiones oficiales sugieren la posibilidad de un acercamiento con el Gobierno, la fallida experiencia de la transversalidad debe ser tomada en cuenta. El problema, en el fondo, son las dificultades y las discrepancias que afloran en el centroizquierda cuando llega el momento de las elecciones, tanto para confluir en una sola fuerza como para situarse constructivamente frente al peronismo. Pero ocurre que, en democracia, ninguna construcción política tiene sentido –o futuro– si no se plantea en algún momento dar la batalla electoral. El riesgo es el de Víctor De Gennaro, que cada año promete crear un gran partido de masas al estilo del PT, pero que con igual regularidad termina posponiendo sus planes para el año que siguiente, y mientras tanto sigue esperando.
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