EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
No hay ninguna chance de término medio. La excepción son los que están verdaderamente jodidos, sin mayores o ninguna esperanza de mejorar alguna vez su calidad de vida. Los pobres en serio, los marginados en serio. Esos están en su derecho para decir que lo ocurrido les importa nada. El resto, la clase media, los profesionales, los factores de poder, los pequebú, los intelectuales, los que llaman a las radios para opinar de cualquier cosa, los militantes, los tilingos, los estudiantes, los taxistas, los profesores, los empresarios, los laburantes que zafan, los cuentapropistas, tienen que decidir dejándose llevar o pensando un poco.
Entre las opciones para estar muy enojado hay que la aprobación de la ley sumó el voto de un senador tucumano defensor de la dictadura, parece que mandado por el hijo de Bussi para vengarse de que los grandes medios porteños trataran a su padre como el monstruo que es. Y con la correntina parece complicado no sospechar una Banelco, algo menos directa –pero no por eso menos pornográfica– que la determinante, en 2001, para que la banda radical aprobase la ley de flexibilización laboral. También se puede estar iracundo por creer que se acaba la Libertad, y conformarse suponiendo que ser libres es ver TN. Y hay los que, ¿con sinceridad?, creen que deben preocuparse por las cuentas afectadas del negocio periodístico. Se preguntan cómo harán Clarín y algún otro para desprenderse de tantas licencias de radio y televisión que les sobran, en el plazo que Clarín les vendió como tan corto. Y hay los que no le otorgan legitimidad a esta composición del Congreso, porque interpretan que la vida empieza el 10 de diciembre. Son los que no dijeron nada cuando bajo la rata se permitió a las grandes patronales de la prensa escrita cooptar emisoras de radio y tevé. Menos dijeron, desde sus provincias, cuando la bajada del satélite les acaparó sus ondas desde Buenos Aires (qué hubieran podido decir, como no remitirse a lo felices que están desde entonces, moviendo una palanca, para receptar por unos pocos pesos las programaciones porteñas, cuya futura y parcial falta descubren ahora como una afectación del federalismo...). Todos esos tienen que enojarse. Algunos porque son conscientes de que efectivamente hay, o puede haber, una amenaza para sus intereses. Y otros porque sienten que esos intereses son sus necesidades.
Entre los que encuentran motivo para contentarse, hay los que se preguntan si esto será bueno pero tienen claro que no será peor de ninguna manera. Los que interpretan que la Banelco real o eventual de canje de favores es hecho accesorio y no principal (tampoco hacía falta, vistos los números finales). Hay los que advierten que detrás de poner en escena esa banelquización, o las patoteadas de Guillermo Moreno en Papel Prensa, se esconde la operación corporativa de desviar el eje. Hay los que asumen que ese eje es una ley mediática superadora de los Kirchner, porque, así rija la incertidumbre sobre las causas profundas que los llevaron a librar esta lucha, se la gana sobre un Poder en serio que no es el de “los políticos”. Hay los que toman como una falta de respeto hablar de una “ley K”. Porque esos ignorantes deberían saber, por lo menos, que esta herramienta es el producto de muchos años y mucha gente que peleó y aportó para cambiar un mapa mediático concentrado en manos cada vez más poderosas. Muchos años. Tantos como los que llevan las Banelco de los emporios periodísticos, luego multimedios y ahora megacorporaciones de negocios múltiples, en su incansable tarea de impedir que se derogase la ley militar, o en corregirle los aspectos que no los beneficiaban. Son ellos los que hoy vienen a hablarnos de que faltó tiempo de debate. Son ellos los que cedieron a todas y cada una de las presiones de la gran prensa para no promover proyecto alguno, a cambio del favor periodístico. Son ellos los que jugaron la plata del fútbol en la ruleta de las AFJP, para venir a decirnos que está en juego la libertad de expresión. Son ellos los que no asistieron al debate en Diputados. Son ellos los que accionarán en la Justicia para seguir amparados bajo la ley de Videla.
Y resulta que se oponen a la nueva por las sospechas que despiertan los K. Si ese argumento es válido, lo es tanto como el hecho de que los generales mediáticos descubrieron la corrupción kirchnerista en marzo último, cuando se presentó el anteproyecto. Pero es extraordinario todo lo que siguieron descubriendo cuando encima se les cayó el fútbol. Antes de eso, si había corrupción mejor que no se notase porque fue el gobierno de Kirchner quien les renovó sus licencias por veinte años. Y si no lo hacía, no quieran saber toda la corrupción que habrían descubierto antes. Si los razonamientos son ésos; si lo que debe reinar es la prevención frente al autoritarismo gubernamental y su apetito por controlar los medios, entonces hablemos también del hambre de un resto que se conoce igualmente. Porque, si es por antecedentes, hay que sentirse escandalizado en su conjunto. Hubo que escuchar a los representantes de la dictadura mediática más extravagante del país, el emirato de San Luis, refugiarse en la protección de la libertad de prensa. Como hubo de registrarse, en la cita del régimen federal violado y de la ausencia de algún instrumento que controlase la pauta publicitaria oficial, a representantes de las prebendas de los estados provinciales, que sostienen la sección de las programaciones locales en trueque por el favoritismo político-electoral. Del resto, para no gastar en producciones propias que resignifiquen el acervo social y cultural de sus aldeas, se encarga la palanquita que baja los canales y las AM y FM de Capital para que el interior no se pierda detalle de los cortes en la 9 de Julio o de los apasionantes debates sobre inseguridad en el conurbano bonaerense.
Se consolidó la posibilidad de un Gran Relato que intenta fijar límites novedosos y desnudar cinismos. Como lo señaló Ricardo Forster en su homenaje al enorme Nicolás Casullo, de cuya muerte se cumplió justo un año, esto forma parte de una anomalía que se opone a las repeticiones de lo mismo. Los detalles a ajustar son apabullantes, pero está transparente que si nada concluyó hay algo que puede empezar. Dar la batalla por un discurso menos hegemónico, competir en la producción de realidad con nuevos actores, que las organizaciones sociales tengan sus radios, que haya formación intelectual en los profesionales de los medios y que sus prerrogativas deban ser respetadas, que no desaparezcan ni caras ni voces pero que puedan aparecer otras. Lo resume mejor esa frase serratiana de preferir al sabio por conocer que a los locos conocidos.
Aunque, para el caso, la única locura que se conoce es la de quienes no hacen otra cosa que dejar las cosas como están. Los que queremos cambiarlas, estamos un poco mejor. Peleamos, y esperamos, 26 años.
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