EL PAíS › DOS REFLEXIONES TRAS LA APROBACIóN DE LA LEY DE SERVICIOS AUDIOVISUALES
Por Sandra Russo
La ley de medios audiovisuales es muchas cosas además de la herramienta que nos permitirá sumar a las voces que ya conocemos muchísimas otras. No es el control remoto el que nos da libertad. La información no se consume como una cerveza o un champú que se eligen en la góndola del supermercado. La ley tiene más que ver con la oferta de más góndolas conteniendo muchas otras variedades de pensamiento y puntos de vista, que con el zapping tradicional. Ese zapping no es, hoy, un pasaje a la diversidad. Sin ir más lejos, el multimedios más grande ha tachado a Telesur de sus ofertas. No está en la góndola. Los dueños del supermercado han decidido que esos contenidos no serán puestos a consideración del abonado. Si eso lo hiciera un gobierno, sería censura. Si lo hace el sector privado, ¿cómo se llama? La ley de medios es un pasaje al acto democrático de una especie que no hemos conocido. Representa de manera precisa, también y por oposición, qué tipo de democracia tuvimos. Tan apacible. Tan domesticada. Cada parche, cada decreto, cada reforma de la vieja ley de radiodifusión tuvo su correlato de democracia desdentada. El poder se viene concentrando igual que los medios, y su eje es el poder económico. Para ser solamente crítico de un gobierno, como prefiere el rubro del “periodismo independiente”, y como quisieron muchos ejes argumentativos durante el debate, primero hay que lograr que el poder político sea en este país lo suficientemente libre del poder corporativo.
La política que conocemos, de la que nos brotan los prejuicios, la que chorrea clichés y abunda en prácticas horribles fue la que le manejó las riendas a esa democracia amable del bipartidismo por la que ahora vuelve a predicar Eduardo Duhalde. Claro que teníamos un país previsible: se gobernaba para los factores de poder y se acataban los ajustes del FMI. Ningún sobresalto, salvo la pobreza estructural que no salió de la nada, sino del golpe de Estado del ’76 y de la Escuela de Chicago. A la derecha no le importa la pobreza, toda vez que la crea.
Lo que quiero decir está anudado a un sentimiento muy íntimo, pero colectivo. Tiene que ver con una certeza, una predisposición, un ánimo de cambiar las cosas. Muchísimas personas que suelen identificarse con eso vago que se llama progresismo participan de ese sentimiento. Que hay que cambiar las cosas. Que lo que vivimos todos los días está fundado en algo injusto. Que de verdad hay que repartir más, que hay que ponerles límites a los poderes que desde que llegó la democracia le han ido sacando uno por uno los dientes para que sea inofensiva. Hay quienes creemos que la democracia puede ser un sistema regido férreamente por las reglas que fija nuestra Constitución, pero que eso no implica resignar el ansia, el anhelo, el deseo de un cambio. Y un cambio que toque estructuras. Algo que haga que las cosas sean otras. Ese ánimo es el que inspira a los Foros Sociales: “Otro mundo es posible”.
La ley de medios rozó esa zona. La zona erógena de la democracia. La que con tropiezos, alianzas, negociaciones, militancia, bases y voluntad política es capaz de morder un pedazo de torta para ponerla al servicio de todos.
Ya hemos visto y escuchado con creces a los que primero se azoraron y después se excusaron en el “todos queremos una ley de la democracia”. Ninguna ley de la democracia, ni siquiera la de una democracia mansa y domesticada, podría admitir que un solo grupo maneje 240 licencias.
La concentración de medios es combatida en todo el mundo, en estos días, a la luz de saberes que hoy también se han puesto dientes. Fueron las Ciencias de la Comunicación y sus entrecruzamientos con otras disciplinas sociales las que desenmarañaron los mecanismos de control de opinión pública capitalistas. No es casual que desde los medios y la reacción conservadora se siga machacando con el viejo fantasma del Estado que prohíbe expresarse a la oposición. Dan el ejemplo de Venezuela, pero eso no sucede en Venezuela. Los medios privados insultan tanto a Chávez como aquí se insulta a la Presidenta. Eso no está ni estará prohibido. Espero que tampoco esté prohibido reconocerle a la Presidenta, incluso desde el orgullo de género, la entereza y consecuencia con la que llevó adelante lo prometido en la campaña electoral.
Con esta ley, la democracia se vivifica tanto que vuelve a ser una herramienta para cambiar las cosas. Será útil recuperar esas preguntas que quizá quedaron atascadas en muchas biografías: ¿qué queremos que cambie? ¿Cuánto? ¿Para qué? Habrá que tenerlo presente de aquí en más. Porque finalmente de eso se vuelve a tratar todo: de acción y de reacción.
Por Rubén Dri *
La larga y exitosa batalla que dieron los sectores populares y el Gobierno para dar a luz la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual dejó algunas enseñanzas que será bueno tener en cuenta para futuros combates.
- Se construye desde abajo. Una ley de la democracia se construye democráticamente. Nos referimos a una democracia real que hoy se denomina “participativa”, lo cual en principio es redundante, porque si no hay participación no hay democracia. Pero no está de más el adjetivo por cuanto generalmente la democracia se ha vaciado de contenido al ser sólo “representativa”. La democracia necesariamente es representativa, porque la democracia directa como la pensó Rousseau se ha demostrado inviable como él mismo lo sabía, cosa que dejó aclarada en las propuestas que formuló para su aplicación en Córcega y Polonia. Pero si “sólo” es representativa se vacía de contenido. En efecto, la participación del pueblo que debiera ser el verdadero sujeto de la misma se reduce a poner periódicamente un voto en un sobre. Democracia es kratos del demos, es decir, “poder del pueblo”. Este, como sujeto colectivo actuando, debatiendo, decidiendo y proponiendo las leyes, velando por su aplicación, es el que hace que la democracia sea una realidad y no una mera formalidad.
Recurriendo a la figura espacial, la “representación” conformada por los poderes del Estado se encuentra “arriba” y los movimientos sociales, “abajo”. El “arriba” en las democracias puramente representativas tiende a separarse totalmente del “abajo”, transformándose en un cuerpo con intereses propios. Cuando ello sucede, se aprueban leyes que no sólo nada tienen que ver con los intereses populares, sino que los contradicen. Es lo que sucedió en los ’90 cuando se aprobaron las vergonzosas leyes denominadas de “flexibilización laboral”.
La “representación” debe responder a los intereses de los representados, pero para que ello suceda éstos deben actuar, hacer sentir su presencia, construir poder popular, poder que vaya de abajo hacia arriba, debatir, proponer. Las leyes serán favorables al pueblo cuando éste haya tenido verdadera participación en ellas. Es lo que ha sucedido con la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. Fue producto de un largo proceso de debate en el seno de los sectores populares, radios comunitarias, pueblos originarios, organizaciones sociales y culturales, asambleas barriales, organismos de derechos humanos, Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, Serpaj, universidades, organizaciones estudiantiles, agrupaciones políticas, en una palabra, todo el espectro del campo popular. Tras este proceso, el Poder Ejecutivo presentó el proyecto a las cámaras legislativas, es decir, a los “representantes”, para que lo debatiesen y terminasen con la aprobación. La objeción de los grupos opositores en el sentido de que no tuvieron tiempo de discutirlo es, pues, una de las peores mentiras que se pudieran haber formulado. Si no lo debatieron, fue porque no les interesó.
De esta manera, en el proceso de formulación de esta ley se ha hecho realidad la relación dialéctica entre arriba y abajo, representantes y representados, en un proceso de creación de poder popular. Con ello se ha dado un gran paso en la superación de la mera democracia representativa hacia la democracia participativa. Depende ahora, en gran parte, que los sectores populares continúen su lucha por hacer de esta ley una realidad viviente que haga sentir un verdadero concierto de voces con tonalidades diferentes.
- La batalla por el lenguaje. En el paso del Estado feudal al moderno fue esencial la función cumplida por el lenguaje, según lo analiza Hegel en la Fenomenología del espíritu. En el Estado feudal el noble obedece pero mantiene a resguardo su propio juicio. Es el “orgulloso vasallo” cuyo lenguaje es el “consejo” por el bien universal. Se reserva su conciencia particular. Para el paso al Estado moderno fue necesario que el noble vasallo cambiase su lenguaje pasando del consejo al “halago”. El vasallo, que en el anterior Estado ejercía el heroísmo del servicio, dispuesto a jugar su propia vida en el campo del combate, pasa a ejercer ahora el “heroísmo de la adulación”, es decir, se transforma en cortesano dándole el yo o la conciencia al Estado y el poder real al yo, de manera que el monarca pudiera decir “el Estado soy yo”.
En la concepción de Hobbes, los hombres se entregan completamente al Estado que lleva el nombre mitológico de “Leviatán”, ese monstruo marino de poderes asombrosos. Pero ese monstruo es, en realidad, una máquina. Le falta la conciencia, el convertirse realmente en sujeto, transformación que sólo puede realizarse por medio del lenguaje. Esa es la tarea que realizan los nobles al transformar el lenguaje del consejo en el de la adulación. La dialéctica de práctica y conciencia, práctica y lenguaje, atraviesa todas las luchas sociales. El triunfo o la derrota en el ámbito del lenguaje tienen consecuencias profundas para el resultado final de la contienda. El momento del lenguaje, que en el paso del Estado feudal al moderno realizan los nobles, actualmente lo cumplen los grandes medios de comunicación, entre los cuales la radio y la televisión junto con los periódicos cumplen la tarea fundamental.
En la lucha que las patronales agrarias entablaron contra el Gobierno y los sectores populares el año pasado, la primera victoria que consiguieron las patronales fue la del lenguaje. De entrada, mediante el monopolio de los grandes medios de comunicación, lograron instalar la idea de que la lucha era del “campo” contra el Gobierno. El “campo” es un símbolo que mueve a la imaginación a dibujar románticas figuras campestres. El campo es el aire puro, lejos de la contaminación de la ciudad, es el frescor de la brisa, el trinar de los pájaros, el perfume de las flores silvestres. Es el trabajador campesino que se levanta con el sol y con él se acuesta. Es el que proporciona el alimento a toda la población. Es todo eso y mucho más. Siendo así, ¿quién puede estar contra el campo? Media batalla ya está ganada. La superconcentración de tierra y riqueza, la explotación de la peonada, las evasiones, la manera como se adquirieron las tierras, las consecuencias para la salud que acarrean los fumigaciones, las superganancias, todo ello queda oculto bajo el manto del “campo”.
En la batalla aún en curso por los servicios audiovisuales, las cosas se presentaron de la misma manera, pero esta vez el Gobierno y los sectores populares no dieron el brazo a torcer en la cuestión del lenguaje. Es necesario tener en cuenta que los grupos sociales y políticos enfrentados son los mismos que estuvieron en la lucha por la cuestión agraria, y la primera batalla se dio en torno del lenguaje. Los grandes medios que estuvieron en contra de la ley en cuestión siempre la nombraron como “ley K” o “ley mordaza” o “ley de control de medios”. De aceptarse este vocabulario, más de media batalla hubiese estado perdida. Los sectores de la “oposición” tuvieron siempre claridad sobre el problema, decididos a dar la batalla por el lenguaje. Pero esta vez, de parte del Gobierno y de los sectores populares no se cedió. La ley siempre fue designada con el nombre que le corresponde: Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. Esta ley otorga a los sectores populares un excelente instrumento para las futuras batallas culturales. Ya no se escuchará una sola voz que les pone nombre a esas batallas, sino que será un concierto de voces que permitirán a la población contrastar opiniones y hacer su propia evaluación.
* Filósofo, profesor consulto de la UBA.
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