EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
Nadie diría, por supuesto, que éste es un Gobierno prolijo.
Para el caso, el adjetivo se presta a dos interpretaciones. Una es de corte ideológico y es la menos –o nunca– empleada. Refiere a que se guarda prolijidad en pos de un objetivo político, del signo que sea. La otra es la que se llamaría “institucional”, y remite al cuidado de las formas impuestas por las leyes y normas procedimentales. Bajo el primer criterio, podría señalarse que el kirchnerismo ha trazado algunas grandes y consecuentes líneas, de discurso y acción, ligadas al enfrentamiento con ciertos factores de poder: los capitostes del sector agropecuario; los del ámbito mediático; la política exterior que privilegia una integración regional y no las relaciones carnales con Estados Unidos; la reactivación –con sus falencias– del juzgamiento a los genocidas; una Corte Suprema de carácter independiente y trazos progre, pero cuya aptitud profesional no es cuestionada ni siquiera por los talibán de la oposición; y todo lo que supone haber reestatizado el sistema jubilatorio, en la afectación de negociados a muchos de los grandes grupos del establishment. Pero hay otros aspectos que fiscalizan por la contraria el andar oficialista. No saben o no quieren encontrarle la vuelta al núcleo duro de la pobreza. Hay el olor indisimulable a capitalismo de amigotes. Y también la muy escasa o nula vocación de ampliar el arco de alianzas políticas y sociales, refugiándose en ese espíritu cerrado que deriva a habitaciones de Olivos o El Calafate todo debate sobre cuestiones macro de articulación y acumulación de poder. En ese sentido, la “prolijidad” político-ideológica tiene debe y haber en proporciones a las que puede encontrárseles similitud. En cambio, si es por la segunda lupa y aun sin considerar los antecedentes de quienes impulsan el cuestionamiento (todos los amanuenses de cuanta dictadura haya habido clamando contra las violaciones al republicanismo), el Gobierno es entre muy débil e indefendible. Los Jaime, los incrementos patrimoniales de propios y entenados, los mamarrachos metodológicos en el Congreso, la cantidad de licitaciones sospechosas. Una suma de irregularidades, mayores y menores, que no son excusables por el solo hecho de que las emplea una derecha pobrísima, que debería ser incapaz de tirar la primera piedra y que encuentra en ellas, en las formas, su gran razón de ser para marcar agenda de algún tipo.
Esto último, sin embargo, tampoco debe hacer mella en la necesidad de que, si es por prolijidad, haya una visión de responsabilidades conjuntas. En todo caso y, de nuevo, sin siquiera contemplar los pergaminos de quienes se escandalizan por el estilo oficial, la coyuntura muestra que se le contesta a la violencia estilística con una violencia mayor. Se ubica el surgimiento de ese contraataque en la decisión de lanzar y aprobar la ley de medios audiovisuales. Suena más preciso la caída del negocio televisivo del fútbol. O más todavía el derrumbe de las AFJP: una ruleta a la que había ido mucha plata de los ingresos por la monopolización de la pelota. La avanzada ocupa el segmento mediático porque está claro que es el megáfono de una oposición que, de otro modo, no tendría forma de trascender. Puede ser discutible que exista un “partido” de los Medios, en la definición ortodoxa de lo que significa una agrupación partidaria. Pero no lo es que, al inexistir una mancomunión opositora, y mucho menos una propuesta unificada de modelo alternativo, los (grandes) medios son el “escondite” de ese vacío.
Hablemos, en consecuencia, de violencias de forma que tendrían que sonrojar a cualquier actuante periodístico, si desea preciarse de excelencia o de puntillosidad técnica elemental. Hablemos de que se designa “violencia política” generalizada, como si viviéramos en los ’70, a un repudiable episodio de agresión ocurrido en Jujuy. Hablemos de que gravar al mercado financiero es apuntado como una amenaza mortal para el crecimiento del mercado de capitales, cuando el gobierno de Brasil –al que los grupejos de analistas y gurúes de la City sindican como paradigma de desarrollo– termina de imponer tributos a la entrada de capitales especulativos. Hablemos de que un fallo de la Corte contra una medida que tomó Kirchner en 2001 fue remarcado en portada como “Fallo de la Corte contra una medida que tomó Kirchner”, como si se tratase de Kirchner ahora y con la desparpajada orientación semántica de que el Presidente es Kirchner. Hablemos de que el mantenimiento del superávit comercial, producto de la diferencia favorable entre importaciones y exportaciones y en el período en que se cayeron las transacciones del mundo global, es presentado como el desplome del superávit comercial. Hablemos de que renunció el intendente kirchnerista de Balcarce y titularon “Me pudieron”, cuando el funcionario arguyó “conductas anormales” de la oposición y de un concejo deliberante donde tenía minoría y que, agregó, “no nos aprobó prácticamente nada”. Hablemos de que insisten en rotular como “compulsivo” el proyecto de extracción de ADN que circula en el Congreso, cuando resulta que lo que dice el proyecto, con aval sentencial de la Corte, es justamente lo contrario al advertir que sólo habilita a la extracción de células ya desprendidas del cuerpo. Para no hablar de que el tema les merecería dudosa atención si no fuese que juega allí el origen de los hijos de la directora de Clarín. El legislador porteño Juan Cabandié, hijo de desaparecidos y acusado de integrar una suerte de charter que Aerolíneas Argentinas habría fletado a Montevideo para asistir al partido Argentina-Uruguay, refutó la imputación y la aprovechó para inquirir si, acaso, demuestran el mismo entusiasmo para indagar sobre el umbral genético de los hijos de Ernestina Herrera de Noble. Dieron cuenta de la pregunta pero, naturalmente, la indicaron como una maniobra de desviación temática. No sea cosa.
Este paquete de objetividades podría salpimentarse con inferencias obvias. Sin ir más lejos, del tipo de las que conducen a que los exabruptos de Maradona, a más de perturbar a la patria periodística que se autoestima intocable, no habrían suscitado tanto encono si el ídolo no hubiese aparecido al lado de Cristina y Grondona cuando anunciaron la caída del contrato con Clarín. Y es que tampoco se armó tanto escándalo nacional cuando Reutemann poetizó sobre el recontramedio del culo, ni cuando Tinelli escenifica a la prostitución vip, ni cuando Carrió avisa que prefiere a los monopolios de prensa, ni cuando Susana convoca a matar. Pero no hace falta. La carne ya está comible con lo que es ostensible, sin que haga falta inferir. Los grandes medios y sus felpudos han quedado desvestidos como nunca, salvo para quienes confunden a un elefante con una mosca. Si es por prolijidad de formas, no conservan ninguna. Y esto es lo mejor que nos pasó, o que debería pasarnos: que de cada quien quede cada vez más claro a qué y a quién responde.
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