EL PAíS › OPINIóN
› Por Mario Wainfeld
El Congreso sigue colmado de tareas, trabajando tres turnos diarios como lo hacían las automotrices hasta el año pasado. El Presupuesto busca su destino de aprobación en el Senado. Ayer Amado Boudou lo defendió con estilo décontracté y su sempiterna sonrisa. El ministro de Economía retornará seguramente hoy para bancar la suspensión de la “ley cerrojo” que limitaba la reapertura del canje de deuda externa. Habría que ponerle un apodo a la nueva norma, acaso la “ley ganzúa”.
El matrimonio gay, un paquete de normas sobre libertad de expresión (que comprende la desincriminación de las injurias y calumnias contra periodistas por asuntos de interés público) garantizan la diversidad: no todo es plata en esta vida. La reforma política será anunciada hoy por la presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Florencio Randazzo incurrió en dos sobreactuaciones previas, de resultado anunciado: invitó a la oposición al fasto y se ofendió por las ausencias, que eran cantadas. Nula razón le asiste, el diálogo que el ministro del Interior piloteó sin pericia ni enjundia se apagó por falta de vocación del Gobierno. El convite era una pura formalidad protocolar: nadie asiste a avalar un proyecto de cuyo contenido no participó, cuyo texto, para colmo, desconoce. No hay falta de respeto a la primera mandataria, como alega Randazzo, apenas renuencia para firmar cheques en blanco.
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Los partidos mayoritarios de la oposición tienen motivos para recelar, no así para ponerse de punta contra una movida que vienen exigiendo desde hace años. En su imaginario concreto, la agenda pública varía según la oferta del kirchnerismo: si algo no se hace se considera prioritario; no bien se acomete se decide que es una cortina de humo.
A decir verdad, la reforma es necesaria y el momento (relativamente distante de las elecciones), oportuno. La pertinencia no se extiende de modo automático al contenido de la propuesta, que será puesto bajo lupas de varios aumentos.
Todo régimen electoral incide sobre la conducta de los ciudadanos, en proporciones variables. Ese peso inevitable debe ser dosificado para evitar que el poder normativo genere un sistema viable y estable sin resentir la voluntad popular. La implosión de los partidos políticos, en esto hay bastante coincidencia, ha sido aciaga para el sistema democrático. Se dice menos pero también sería infausta su restauración automática. Ni qué decir su reposición, sacando a los dos más poderosos del freezer. Al desbarajuste provocado por la fragmentación del PJ y la UCR, el surgimiento de minipartidos que son casi el chasis de un referente, se sumó la creatividad criolla para generar alternativas veloces y eficaces. La laxitud de las reglas contribuyó, la astucia (a menudo la malicia) de los protagonistas añadió más confusión e innovaciones: partidos de un candidato, colectoras, neolemas, listas espejo, candidatos testimoniales son ejemplos de tácticas capciosas tuteladas por la anarquía general.
Bueno es que un orden racional, pluralista y claramente regulado desplace a uno cuyos lineamientos se redefinen en cada comicio. Pero el tránsito del caos a un orden más sensato no puede ser fulmíneo. Ninguna reforma será plausible si cierra el paso a figuras o partidos que han ganado legitimidad y protagonismo con las actuales reglas de juego. Es imprescindible sincerar las afiliaciones a los partidos, dibujadas (cuanto menos, sospechosas) en casi todos los casos. Pero sería inadmisible blindar el escenario de 2011 discriminando a quienes fueron validados en las urnas o a fuerzas emergentes por vía de reglas sólo accesibles a los grandes partidos.
La legalidad es una de las vigas de un sistema político, piensa el cronista tratando de conciliar democracia y república (anche populismo bien entendido), la otra es la legitimidad. Ambas deben ser custodiadas en un orden que se pretende duradero y ejemplar.
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Vaya un ejemplito de laboratorio para insinuar un argumento. Si las elecciones en Uruguay se hubieran regido por el ballottage argentino, José Mujica sería presidente, acá es suficiente el 45 por ciento más uno de los votos. Distintas reglas posibilitan distintos desenlaces. Y no es producto del azar, sino de la voluntad de quien legisla. En el caso uruguayo lo hicieron colorados y blancos tratando de cerrar el paso al Frente Amplio. El modelo argentino, parido por el Pacto peronista-radical de Olivos, es más generoso con la primera y segunda fuerzas. Pero, además, acá se puede ganar con el 40 por ciento si se sacan más de diez puntos de margen respecto del segundo. Si ése hubiera sido el régimen en Uruguay, es dable imaginar que muchos ciudadanos que se inclinaron por los colorados hubieran “adelantado” la segunda vuelta votando en la primera a los blancos para achicar las distancias con el favorito Mujica.
Néstor Kirchner jamás hubiera llegado a la presidencia con internas en el PJ y sin neolemas. Esas astucias existen siempre, hay que esmerarse en restringirlas. Exacerbar la exigencia de institucionalidad, número de afiliados y requisitos de las internas abiertas puede ser en los hechos un retén antidemocrático para cortarles el paso a candidatos viables.
Las primarias abiertas y simultáneas han sido una demanda recurrente de dirigentes, académicos y analistas políticos. Sus virtudes, tan manifiestas como relevantes, son incitar a la participación, politizar a la población, construir desde el pie legitimidad y conocimiento de los candidatos. Son buenos pergaminos que no dejan de tener contrapartidas. La más patente es menoscabar el rol del afiliado cuyo compromiso con la vida partidaria no le reditúa ningún beneficio a la hora de ungir candidatos. La competencia simultánea, la exacerbación del rol del ciudadano “independiente” (como tendencia menos comprometido, menos militante, menos politizado que el afiliado) “empuja” a los protagonistas a luchar por el elector flotante, indefinido, eventualmente fofo. Quedan feos, como mínimo a contracorriente, esos señalamientos acerca de los “indecisos” a menudo exaltados como el paradigma a seguir... pero algo de eso hay.
La charada no es resoluble en términos ideales. Si se incentiva la participación de los no iniciados, su influencia puede ser desproporcionada. Si se los “deja en su casa”, la democracia puede circunscribirse a un juego de iniciados, vale decir de pocos. Uno de tantos dilemas que no resuelve ninguna reforma, sino la capacidad de los dirigentes de galvanizar a las poblaciones. No está de moda en la aldea global ni en esta comarca.
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El financiamiento de las campañas y la publicidad marcaron diferencias obscenas a favor del Frente para la Victoria, otras vertientes del PJ, Unión-Pro y el magnate De Narváez. Regular los aportes, restringir la propaganda directa serán paliativos necesarios... e insuficientes cuando existen tantas formas indirectas de propaganda (Tinelli incluido). Todo lo que minimice la brecha mejorará el ecosistema democrático.
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La ausencia de elecciones inminentes se compensa largamente con la intransigencia que signa el clima político. El oficialismo aporta lo suyo, la oposición no se priva de nada. Fragmentada hasta la cariocinesis, invoca unidad para copar comisiones y, quién sabe, presidencia de cámaras del Congreso. El Acuerdo Cívico Social se astilló en distintas vertientes con poco diálogo interior: Elisa Carrió, Margarita Stolbizer, Hermes Binner, Gerardo Morales no interactúan a menudo, no unifican personería, no tienen “mesas” de consensos.
Del lado del PJ todos rezongan contra Carlos Reutemann. Solá y De Narváez ya no riñen porque no se ven. “Felipe” y Mauricio Macri sinceraron que no son aliados. Eduardo Duhalde aduce ser el patriarca del conjunto, que no le valida esa investidura. Entre peronistas y radicales los puentes son escasos. Es flagrante mala fe basarse en la unidad de ese universo polarizado para tomar por asalto el Parlamento.
Sin embargo, ésa es la mayor prenda de unidad, el motor para sus acciones cotidianas. Los acicatean las corporaciones mediáticas y agropecuarias que ocupan el lugar de su conducción, ya que los dirigentes no consiguen pactar un liderazgo ni imponerlo. Con ese bagaje, esperan cambiar el panorama a partir del 10 de diciembre. Hasta entonces, seguirá primando el oficialismo, cuya recuperación poselectoral sorprendió a casi todos y les hizo perder la chaveta a los poderes fácticos, cada vez más sacados y desembozados. Sobre todo cuando le marcan el paso a una ristra de presidenciables, de ordinario muy obedientes.
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