Dom 15.11.2009

EL PAíS  › ROBERT COX, PERIODISTA, FLAMANTE CIUDADANO ILUSTRE PORTEÑO

Memorias del miedo

Llegó a Argentina hace medio siglo. Director de The Buenos Aires Herald, transformó el diario en un problema para la dictadura denunciando desapariciones. El exilio, las amenazas y la vuelta.

› Por Raúl Kollmann

Robert Cox es un personaje peculiar. Le parece lo más natural del mundo que, habiendo sido director del The Buenos Aires Herald desde 1968, decidiera publicar en las páginas de su diario que en la Argentina del Proceso desaparecía gente y que había ciudadanos a los que incineraban de noche en la Chacarita. También tiene una visión particular de la Argentina de hoy: percibe un país distinto, mucho menos negativo que el que pintan los diarios más poderosos. En este viernes de diluvio universal, Cox dialogó con Página/12.

–¿Cómo fue que llegó a la Argentina?

–Era al final de la década de los ’50. Yo trabajaba en el norte de Inglaterra y vi un aviso en una revista que se llamaba World Press News. Pedían alguien que quisiera trabajar en la Argentina, en el The Buenos Aires Herald. Y para mí, Buenos Aires era un mito. Mi papá me habló siempre de la Argentina y hasta trató de convencerla a mi mamá de que fuéramos a vivir a Buenos Aires. Pero, la verdad, mi mamá no quiso. El mito me quedó en la cabeza y yo aproveché aquel aviso y llegué a Buenos Aires el 4 de abril de 1959, en plena época en que la Argentina quería conseguir cierta estabilidad democrática. A Arturo Frondizi, que estaba en el gobierno, le hicieron como 31 intentonas golpistas. Y diría que ya desde el principio, viví de cerca esa pelea por conseguir libertad y democracia.

–¿A raíz de qué su padre le hablaba de la Argentina?

–A mi papá lo alistaron en las fuerzas armadas británicas a los 13 años. Era un boy soldier, un niño soldado. Lo mandaron a la India y tengo fotos en los que anda, como mensajero, en un caballo blanco. Imagínese, a los 13 años como niño soldado. Fue en tiempos de la Primera Guerra Mundial, una verdadera masacre, una guerra atroz. Después se enroló en la Marina Mercante y eso es lo que lo trajo varias veces a Buenos Aires. En los barcos estaba encargado de las comunicaciones, que eran por radio. Les decían los Marconi men. De todo aquello, en mi niñez, me quedó la fascinación por Buenos Aires y la Argentina.

–¿Y qué se encontró aquí, al principio?

–Cuando empecé a trabajar en el Herald era un diario de la comunidad inglesa. Casi no había noticias sobre la Argentina. Apenas se copiaba algún editorial en un espacio que se denominaba The Voice of Argentina. Yo era muy joven y quería meterme en lo que pasaba aquí. De manera que tuve mi primera oportunidad cuando ocurrió el asesinato de Norma Mirta Penjerek, en 1963. Me di cuenta de que quienes escribían sobre el caso, mentían, inventaban. Ese crimen nunca fue esclarecido. Y ya entonces empecé a pensar que la mayoría de los grandes diarios, con algunas honrosas excepciones, acostumbran poner lo que los poderosos querían. En toda mi vida en la Argentina, hubo pocos años de democracia, porque a Frondizi lo echaron, a Arturo Illia lo echaron y a Isabel la echaron. Y lo cierto es que los grandes diarios se acostumbraron a poner lo que los militares querían que pusieran. Que hoy en día los dueños de los grandes diarios no reconozcan el papel que jugaron de apoyo a la última dictadura es muy grave. Sería importantísimo que lo reconozcan. Si no lo hacen, es imposible que tengan plena credibilidad.

–Muchos argumentan que no sabían lo que pasaba. Tal vez eso tenga que ver con lo que usted dice de los grandes diarios.

–Yo soy un convencido de la importancia del periodismo, porque es a través de los medios que se puede advertir lo que pasa y lo que puede pasar. Hace un tiempo fui con mi hija a la presentación del libro Marshall T. Meyer, el rabino. Un hombre, de Mariela Volcovich. Y recordé cuando hablábamos con Marshall Meyer sobre la similitud del gobierno militar y los nazis. Teníamos datos muy concretos de las esvásticas en los lugares de detención. Y yo terminé viendo eso con mis propios ojos, cuando me detuvieron. Hace un par de semanas, cuando me honraron designándome Ciudadano Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires, Patrick Rice, que es sacerdote, también recordaba que en Coordinación Federal había esvásticas. Y a mí me llevaron allí. Me hicieron sacar la ropa y me metieron en una celda. Había una enorme esvástica y debajo la leyenda: nazi-nacionalismo. Era su símbolo. Ninguno de los grandes diarios lo decía. Había una especie de acuerdo de caballeros entre ellos, con honrosas excepciones, El Día de La Plata, el Río Negro y muchas veces Crónica. Por supuesto, nuestro diario, el Herald.

–¿Qué lo llevó a ir a Plaza de Mayo a ver las rondas de las Madres?

–Desde el principio de la dictadura empecé a ir a la Plaza de Mayo a ver las rondas de las Madres. Los medios habían instalado la idea de que el golpe fue de terciopelo, que no hubo violencia. Pero nosotros empezamos a ver que aparecían cuerpos. En ese momento llamaban de la Casa de Gobierno y nos decían a Andrew Graham-Yooll y a mí, en el Herald, que estaba prohibido hablar de los cuerpos, de tiroteos y de cualquier hecho de esa naturaleza. Le dije a Andrew que no podíamos quedarnos con un llamado telefónico. De manera que Andrew fue a la Casa Rosada y allí le dieron un papel, sin membrete, con un listado de cosas prohibidas. Decía en ese listado que no se podía publicar ninguna desaparición o muerte sin confirmación. Así que tomamos la decisión de pedirles a quienes nos hacían una denuncia, que presentaran un hábeas corpus pidiendo la libertad de su familiar. No era fácil: el único abogado que aceptaba firmarlos era Emilio Mignone.

–¿Cómo se animó a publicar lo que empezaba a percibir?

–El primer paso que di fue publicar dos notas en el The Washington Post, del que yo era corresponsal, porque el sueldo en el Herald me resultaba insuficiente. Hablaba en esas notas de que la prensa estaba bajo un régimen de censura y autocensura y empecé a mencionar casos de desaparecidos. Yo trabajaba en el edificio Safico, sobre la avenida Corrientes. Un día, cuando ingresé en el edificio, donde tenían oficinas la mayoría de los corresponsales, me encontré con una señora que buscaba a su marido desaparecido. Ese fue el primer caso. Pero después vivimos un segundo hecho muy grave. Era el jefe de laboratorios Squibb, un muchacho que quería sumar otra carrera universitaria a la que ya tenía. Por eso concurría a la Universidad. Lo concreto es que llegó un grupo de individuos, que vestían uniforme, y se lo llevaron. Apareció agonizando en una zanja. Unas monjas en el hospital trataron de salvarlo, pero murió. En el entierro había muchísimas personas y cuando el cortejo estaba en marcha pasaron varios Ford Falcon y tiraron panfletos tildándolo de traidor de Montoneros. O sea tratando de hacer creer que lo había matado Montoneros. Por supuesto que nadie lo creía, porque estaba claro quién lo había secuestrado. Pero la prensa hacía silencio.

–¿Y Plaza de Mayo?

–Yo iba a Plaza de Mayo porque me enteré de que allí hacían cola los familiares de personas desaparecidas. Es que se decía que repartían diez números para ser recibidos por un oficial de Gendarmería que, supuestamente, informaba a veces del lugar donde podía estar presa una persona. Yo charlaba mucho con quienes estaban allí, frente a la Casa Rosada. En aquel momento corrió la versión de que quemaban cuerpos durante la noche en el crematorio de la Chacarita. Y hacia allí fui con mi esposa, Maud. Pudimos ver claramente el humo. Pero en aquel momento no había muchas personas en Plaza de Mayo. De a poco se fueron sumando. Y también de a poco empezaron a venir al diario. Nosotros les insistíamos en que presentaran el hábeas corpus y de inmediato publicábamos. La idea era salvar vidas. Porque la principal noción consistía en que si lo poníamos en el Herald o salía en cualquier diario, ya los militares no podían decir que no sabían. La verdad es que todo se sabía. Los Falcon andaban en pleno centro, a mucha velocidad, y con sujetos de civil con medio cuerpo afuera y mostrando armas. Pero tenía que estar en los diarios como prueba. Y éramos pocos los que publicábamos. En radio, Ariel Delgado, desde Radio Colonia era casi la única voz distinta.

–Terminaron deteniéndolo a usted.

–Yo me imaginaba que al final me iban a detener, y así sucedió. Me llevaron a Coordinación Federal, a la Superintendencia de Seguridad, y estuve alojado en cuatro celdas distintas. De aquellos días recuerdo los gritos que se escuchaban de los torturados y también las inscripciones en las celdas. Muy poquitas decían Viva la Revolución, la mayoría era invocando a su madre, pidiendo por ella, por su familia, por Dios. Eran inscripciones muy pero muy emocionantes, desgarradoras. Como yo, afortunadamente, era muy conocido, en especial entre los diplomáticos de los países democráticos, hubo una fuerte reacción. Y eso llevó a que me dejaran en libertad bajo fianza. Igual, las amenazas eran diarias.

–Al final se tuvieron que ir del país.

–Lo que nos llevó a Maud y a mí a decidir la salida de la Argentina fue una carta que le entregaron a nuestro hijo, Ignacio, al que le decíamos Peter. Tenía once años e iba al colegio San Andrés. Le dieron una carta en un sobre del colegio y Peter pensó que era para nosotros, sus padres. Maud, en cambio, creyó que era de sus compañeros. Al final fue el niño quien la abrió y pegó un alarido, porque vio que tenía el membrete de Montoneros y pensó que explotaría. El texto era tremendo. Empezaba diciendo que ellos estaban acostumbrados a comer niños envueltos para el desayuno y luego describía con mucho detalle todo lo que hacían nuestros cinco hijos y nosotros dos. Otra vez demostraban lo nazis que eran porque hacían una lista de nuestros amigos, incluyendo casi exclusivamente a nuestros amigos judíos. Para nosotros quedó claro que tenían alguien dentro de nuestra familia espiándonos. En verdad, ya me venían llegando cartas con el membrete de Montoneros diciendo que me premiarían por mi defensa de los derechos humanos. Supongo que eran cartas mandadas desde la SIDE y que en cualquier momento iban a usar para detenernos otra vez, o quizás algo peor. También hubo una nota que nos enviaron que decía que si no nos íbamos del país nos matarían.

–¿No hizo ninguna gestión oficial contra el hostigamiento que venía sufriendo?

–Decidí ir a ver al ministro del Interior, Albano Harguindeguy, para exigirle por la seguridad de mi familia. Se trataba de un hombre gordo que se rió y me dijo: “Mis chicos tienen una colección de sus amenazas”. Incluso, el día antes de irme del país, me citó el propio general Videla. Me dijo que él no podía renunciar porque de lo contrario su lugar lo ocuparía otro general que salpicaría el país con sangre. Increíble. En la navidad de 1979 nos fuimos con toda la familia a Inglaterra. La idea era dejar pasar un breve tiempo y luego volver. Me dieron una beca en Harvard y me trasladé hacia allí, siempre con la idea de no tomar ningún trabajo fijo, sino volverme a Buenos Aires. Pero, al final, se hizo imposible. Corríamos mucho riesgo y, lo peor, es que se lo hacíamos correr a nuestros cinco hijos. Terminé trabajando en la empresa que era dueña del Herald, The Post and Courier, de Charleston, Carolina del Sur. Allí siempre me dijeron que escribiera lo que pensaba. Más allá de todo esto, le digo que vengo a la Argentina dos veces por año. Uno de mis hijos vive aquí y disfruto mucho de Buenos Aires. Y hemos publicado, en inglés, un libro sobre nuestra vida durante el Proceso. Esperamos que la traducción esté en junio próximo en las librerías argentinas. Se llama Secretos sucios, Guerra sucia. Está escrito por mi hijo, David Cox.

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