Lun 16.11.2009

EL PAíS  › OPINIóN

La fiebre

› Por Eduardo Aliverti

En orden azaroso: entre los faranduleros más famosos que semejan haberse puesto de acuerdo para exigir represión; los referentes del Gobierno que aluden a un plan desestabilizador sin aporte de pruebas; los opositores que parecen aportárselas; la ausencia de gestos oficiales claros sobre el mapa sindical, conmovido como hace rato no se veía; las incansables victimizaciones de los grandes medios, que hasta llegan a hablar de un clima inquisitorial contra la prensa; y los nervios urbanos donde se fija la agenda mediática, se conformó una temperatura institucional muy cargada. ¿Cuánto de todo esto preocupa realmente a la mayoría de la población, y cuánto inquieta tan sólo a las capas dirigentes?

Salvo por los problemas de tránsito vehicular en Buenos Aires, puede pensarse que es lo segundo. O el firmante, al menos, no imagina ni por asomo que sea una turbación social el estado de desbarajuste generalizado que propagandiza Clarín, del que dice ser un atormentado en particular; no le entra en la cabeza que las mesas familiares se detengan un segundo en las estocadas de Duhalde, ni en las de Carrió, ni en la interna del PJ ni en los ataques o contraataques del kirchnerismo; no puede concebir que la problemática de los trabajadores del subte, o el debate acerca de las personerías gremiales, involucre en su expectativa al grueso de la sociedad. Es más: ni siquiera está seguro de que haya mucha más profundización que un “¿viste lo que dijo Susana?”, en torno del impacto que siempre producen las afirmaciones “extra” ordinarias de una reputada, para el caso. Pero sea como fuere, lo concreto es que, antes como significativos que por representativos, es ahí, entre los dirigentes, los expuestos, los famosos en ciertas circunstancias, los medios de comunicación casi siempre, los luchadores por los motivos que fuesen, donde se cuece la política. Donde se juega cómo se construye. Y más luego, en las urnas, sale el cociente de aquello a lo que los “espectadores” asistieron.

El aspecto políticamente más profundo es la conflictividad gremial. Ni el Gobierno, ni los gordos de la CGT y alrededores, parecen haber tomado prolija nota de que el derrumbe del sistema de representación sindical es irreversible. Un 40 por ciento de trabajadores en negro y un 30 por ciento de pobreza deberían haber bastado para entender que allí se conformaba una olla a presión. En una precisa reflexión publicada en Clarín el miércoles pasado, Horacio Meguira, director jurídico de la CTA, convocó a no olvidar que gran parte de los trabajadores jóvenes incorporados al mercado, tras el estallido de 2001, ya no tienen como referencia la estructura tradicional que fue hegemónica hasta los años ‘70. En más del 85 por ciento de las empresas no hay delegados de personal ni comisiones internas. “Esta orfandad organizativa se va supliendo, paulatinamente, con más organización plural y participativa de los mismos trabajadores”, recuerda Meguira. El Gobierno no puede ignorar esa realidad, y seguir atado a la única apuesta de que Moyano le garantiza in eternum la “paz social” suena entre arrojado y suicida. Kraft y subterráneos le estamparon el problema en las narices porteñas y de la Panamericana. Si es por eso, son unos miles de trabajadores que no (le) reflejan un drama nacional ni mucho menos; y por eso, muchos se preguntan cuánto costaba haber negociado en vez de llegar a puntos casi sin retorno. Pero el arreglo de episodios particulares no resuelve la atadura que aprisiona a los K en términos de cómo afectan esos gestos su relación con la CGT. He ahí, presidiendo, la gambeta permanente que le hacen a la CTA con el otorgamiento de su personería. Y también por ahí se coló la animalada del dos cegetista, Juan Belén, quien arremetió con su fraseología macartista para recordar que a ellos no se los toca. No fue un exabrupto: amenazados, demuestran que son los mismos animales de derecha de toda la vida aunque también en esto hay salvedades, porque Moyano tuvo un papel digno durante el desquicio del menemato. ¿Qué hacer? A un lado atosiga el aparato cegetista, con bestias directas como Belén salidas del fondo de los tiempos. Todavía parecen en condiciones de contener la conflictividad gremial (no la social), pero a costa de que su adhesión al Gobierno le siga costando a éste la fuga de la clase media. Del otro están los sectores naturalmente más afines al discurso progre del kirchnerismo, ubicados hacia centroizquierda, que quedan descolocados. Y encima hay un lado más, constituido por fuerzas de alta movilidad confrontativa y “perturbadora”; y con reclamos cuya justeza es tan digna de encomio, en muchos casos, como la precisión de que pueden terminar siendo funcionales a los intereses de la derecha.

Cuando una cancha está así de embarrada, siempre se sugiere que, en primer lugar, haya las decisiones parciales para ir zafando del atolladero. En ese sentido, el pedido presidencial de cancelar la manifestación Moyano/D’Elía puso paños fríos que fueron unánimemente elogiados. Pero si se pierde de vista que eso es sólo táctico, no se hace otra cosa que ganar tiempo. Hasta ahora, y aun a costa de derrapes electorales y choques con sectores de enorme poder, de los que salió malherido, el Gobierno mostró determinación para no correr hacia derecha en grandes líneas de acción. Y es en eso donde la prospectiva sindical lo pone ante un nuevo desafío. No hay abracadabra, desde ya, pero, en la relación costo-beneficio, continuar amarrado a la cada vez más decadente influencia del unicato cegetista parece ser mucho más riesgoso que ir articulando con las nuevas expresiones gremiales y sociales. Siempre que hablemos, claro, de que hay proyecto de largo plazo –o intenciones en esa dirección– y no de encontrar meros (y eventuales) salvavidas para dejar el Gobierno sin convulsiones terminales.

Ignorar el peso de la CGT sería una irresponsabilidad en el ejercicio del poder real. Y cortejarla sin más ni más, también. La derecha no tiene nada distinto que ofrecer, con lo cual es igualmente irresponsable, pero goza con este escenario. Reapareció Duhalde, Carrió manda cartas a las embajadas anunciando el enésimo Apocalipsis, los radicales danzan hasta para integrar sus bloques parlamentarios pero sobreviven gracias a la propaganda mediática. Todo eso entra por el hueco que provoca el paisaje de Capital y conurbano, en su mezcla de realidad y sensación construida.

Y también cuelan por allí los sociólogos Marcelo Tinelli, Mirtha Legrand, Jorge Rial y Susana Giménez. Gente ducha si la hay en el análisis de la fenomenología política, el instinto ideológico diría que son el reflejo de una parte de la sociedad que no termina de aprender nunca. Craso error: son absolutamente coherentes. Su cabeza pasa por acabar con la inseguridad con el simple expediente de bala limpia, camiones hidrantes y marchas con el himno a cuestas. Llaman a la represión y tienen bien aprendido que con los milicos estábamos mejor.

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