Dom 01.12.2002

EL PAíS  › LA COMIDA, EL DINERO, LAS DECISIONES, ALFONSÍN, EL ESTILO

Carrió por dentro

Si para entender a cualquier dirigente político importa su vida personal, interesa su historia, esos dos aspectos son aún más importantes cuando se trata de líderes personalistas como Elisa Carrió. Marta Dillon, que acaba de escribir el libro “Santa Lilita, biografía de una mujer ingobernable”, cuenta aquí detalles desconocidos de la candidata del ARI a la presidencia.

› Por Marta Dillon

Régimen. Lo que definió la dieta fue el kimono. Ese disfraz ajustado sobre el vientre de la niña era ridículo y Lela Carrió no iba a soportar que hasta el último de los primos se riera de su hija. Al día siguiente la puso a dieta. Lilita tenía poco más de once años y algunos días almorzaba dos veces. Una en su casa, otra en la de los vecinos. Lo hacía cuando no podía decidir qué comida le gustaba más. Y de pronto, de un día para el otro todo fue lechuga y verduras hervidas. A veces llegaba a comprar el bife que le servían a su hermano, lo pagaba con tareas para la escuela o en contante y sonante, a escondidas de su madre. Lela era una mujer disciplinada, esperaba grandes cosas de su hija y Lilita todavía quería complacerla. A los 13 se había convertido en una esmirriada jovencita con cara de luna llena. Hacía dieta compulsivamente, con la misma dedicación con la que veinte años después volvería a comer, y a engordar.

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Ropa. La ropa que llegaba de Buenos Aires era tan valorada en Resistencia como la que venía de París. Es que había un solo local que la ofrecía y ni siquiera tenía salida a la calle. Minifaldas, hot pants, remeras tan diminutas que parecían pañuelos sobre el escote. Lilita y sus amigas se husmeaban entre las prendas de moda como espías para copiar los moldes. Después, todas se juntaban a coser. Ella siempre se cansaba primero. Nunca terminaba sus prendas, pero sabía cómo convencer a las demás de que lo que habían hecho le quedaría mejor que a cualquiera. Las amigas terminaban regalándole lo que quería; ya tendrían tiempo de terminar lo que ella había dejado sin hacer.

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Decisión. Lela se enfureció el día en que su hija le dijo que rendiría cuarto año libre. No podía ser. Ya estaba adelantada y había entrado dos años antes a la primaria. ¡Si iba a fiestas de 15 con sólo trece años! Quemar etapas sólo la podía llevar por el mal camino.
–Yo no te pregunto si estás de acuerdo o no, mamá –dijo Lilita para cerrar la conversación–. Lo que te pregunto es si me vas a acompañar.
La misma sentencia cerró la extenuante reunión de la comisión de lavado de dinero el 10 de agosto de 2001, en la que los diputados integrantes intentaban disuadirla de presentar ese día el preinforme.
–Yo lo voy a presentar, sólo pregunto si me van a acompañar.

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Radicales. Se casó por primera vez cuatro días antes de cumplir los 17. El novio era doce años mayor, un veterinario parco y conservador, dueño de un campo que ella nunca conoció. Era el año 1973, Lilita ya había cursado un año completo en la universidad, había leído a Karl Marx y entre liberación o dependencia optaba por la primera. Aunque su idea más libertaria, por entonces, fue casarse para dejar la casa materna. La política no era más que eso que le robaba a su padre por largos meses. En la fiesta de casamiento, sin embargo, quedó arrobada cuando llegó Raúl Alfonsín, ese diputado joven e inteligente, el líder de su papá, el más combativo de los correligionarios. Ella no sabía la marcha radical, tampoco había cantado nunca eso de un gobierno obrero, obrero y radical. Pero se puso de pie y aplaudió como todos. Su flamante marido hizo entonces su primer desplante. Se levantó de la cabecera con un estruendo de sillas y dejó el salón. “Mi casamiento no es un comité”, lo escucharon decir mientras Lilita digería en silencio el trago amargo.

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Examen. “Cuando se presentó al concurso de oposición para el puesto de profesora titular de la cátedra de Derecho Político, sólo pensó en anotar un antecedente en su curriculum. Jamás imaginó que ganaría la cátedra con sobresaliente. Incluso le resultó frustrante. ¿Cómo seguiría su carrera si a los 24 años ya había llegado tan lejos como pretendía dentro de la universidad? Las puertas se le abrían sin que siquiera las empujara. Si hasta el doctor Jorge Vanossi, el mismo que después sería ministro deJusticia de Eduardo Duhalde, quiso dejar sentado que el suyo había sido, probablemente, uno de los mejores exámenes que había escuchado en su vida. Ella no se proponía avanzar a grandes trancos, pero parecía calzada con las botas de siete leguas. Casi al mismo tiempo que rindió ese examen la llamaron de la procuración del Superior Tribunal de Justicia de Chaco. Necesitaban una secretaria. Su primer puesto en el Poder Judicial tenía jerarquía de juez de primera instancia. Faltaba un año para que terminara la dictadura.

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Emociones. Es curioso que Alfonsín la menosprecie por su “excesiva emotividad”. En la primera acción política que compartió con Lilita, él terminó enjugándose unas lagrimitas de emoción al escuchar sus palabras. Fue el 2 junio de 1994, cuando en la Convención Nacional Constituyente se discutía si se votaría en bloque el Núcleo de Coincidencias Básicas nacido del Pacto de Olivos. Carrió votó en contra, en contra del líder de su padre y en contra del bloque radical que integraba. Empezó planteando una duda –tal vez la única que se expresó en el recinto–, y terminó apelando a los principios de Leandro Alem e Hipólito Yrigoyen. Fue Alfonsín uno de los primeros en abrazarla y el que protegió su disidencia de la furia del resto del bloque. Entendió desde entonces que a esa mujer era mejor tenerla de su lado, igual que en 2001, cuando hasta último momento intentó convencerla para que fuese candidata a senadora por la Capital en las listas de la Alianza. “Vaya pacto machista –dijo ella–, me denigran por disidente y ahora me quieren callar con una candidatura.” Esa mujer emotiva de la que ahora Alfonsín no habla porque, dice, él sólo habla de política, terminó armando un partido con muchas más chances electorales que la centenaria UCR.

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El ingreso en la vida política –hace nada más que siete años– fue secando sus ingresos, que alguna vez fueron envidiables. Había renunciado a la Justicia cuando era secretaria del Superior Tribunal, con jerarquía y sueldo de camarista, para dedicarse a la profesión. Fue un salto a la nada que, por supuesto, su madre le criticó. Pero siempre le fascinó saltar a la nada. A los cuatro meses era la abogada que más facturaba en todo el nordeste. Su especialidad eran los recursos extraordinarios. Cobraba por cada escrito según se lo dictara el resumen de su tarjeta de crédito. Si llegaba un cliente el día 23, la doctora Carrió podía facturarle más de diez mil pesos –o dólares, en los noventa-. Pasado el vencimiento era capaz de trabajar gratis, como lo hacía a veces para el sindicato UPCP. Un par de meses después de ser electa diputada nacional renunció a la matricula de abogada, porque no quería que se confundieran las cosas. Cuando se divorció, en 1999, cobró una suma de seis cifras por la división de bienes. La gastó en viajes a Tierra Santa y boletas electorales para octubre de 2001. Ahora sólo tiene deudas y un departamento que sus amigos no le dejaron vender cuando quiso invertirlo en la campaña.

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