Sáb 26.12.2009

EL PAíS  › PANORAMA POLíTICO

El esqueleto de Macri

› Por Luis Bruschtein

El paso fugaz del planeta Posse por la casa de Macri fue peor que si hubiera sido el mismísimo Saturno. De las pocas virtudes que tuvo, hubo una que valió por todas, porque dejó al descubierto algunas costillas del esqueleto ideológico del macrismo que se disimulan con blablatecnicismo, blablamodernidad y más blablaeficientismo. Muchos se preguntan por qué a Macri le pasan estas cosas, como el espionaje o la incontinencia verbal de un ministro anacrónico. Y le pasan, porque Macri es eso. Convocó al Fino Palacios para la Policía Metropolitana por lo que es el ex comisario: un policía que abusa de sus prerrogativas. Y convocó a Abel Posse por lo que es: un conservador justificador de los represores. Macri es eso, o por lo menos ésos son algunos de los huesos de su pensamiento.

El universo de ideas de Posse que todo el mundo caricaturizó, al punto que debió renunciar, no es tan ajeno a muchos de los que se escandalizaron. El rabino Sergio Bergman primero no aceptó el ministerio, y cuando asumió Posse tampoco quiso estar en un hipotético consejo asesor que nunca llegó a plasmarse. El rabino huyó de la foto con Posse pero se ha convertido en uno de los principales referentes del movimiento pro mano dura. Por algo Macri pensó en él, antes que en Posse, como ministro de Educación.

Como suele suceder, el pensamiento casero del frustrado ministro Posse todavía debe estar más corrido a la derecha de lo que se permite en sus escritos. Sus columnas periodísticas y hasta sus declaraciones constituyen una versión suavizada para sintonizar con un supuesto sentido común mayoritario. Esto quedaba muy claro cuando afirmaba con tanto aplomo que la mayoría piensa como él pero no se atreve a reconocerlo. Y de la misma manera lo revelaba su desconcierto cuando no salieron a defenderlo muchas de las personas con las que creía empatizar. Fue simpática esa situación porque el único eco en ese sentido fue el del archirrepresor Luciano Menéndez, que parafraseó a Posse para justificar sus atrocidades.

En realidad, para el discurso conservador, Menéndez fue en los ’70 lo mismo que ahora es el policía de mano dura para ese universo. Claro que no son lugares iguales, pero hay una equivalencia. Posse se sintió representado por ese movimiento que alentaron los medios y algunas de las figuras más destacadas de la farándula y se decepcionó cuando no lo reconocieron como parte de él. La única diferencia es que todos los demás se cuidan en poner distancia de la dictadura. Para Posse, la dictadura salió en defensa de una república asediada por los mismos “troskoleninistas” que hoy están en el Gobierno. La dictadura fue justificada por ese pensamiento, de la misma manera que se puede justificar ahora –en silencio– que la policía haga grabaciones ilegales o espionaje sobre los opositores, siempre en defensa de la república y el orden, como sucedió con el ex comisario Palacios, amigo de Macri. O que la policía tenga potestades excepcionales para detener personas u obtener información sobre delitos, ya sean políticos o comunes, como se suele plantear en las marchas del rabino Bergman, donde protestan porque dicen que los delincuentes son los únicos que tienen derechos humanos.

En los últimos 30 años, hubo dos momentos en los que el pensamiento de derecha logró estructurar consensos que se impusieron en la sociedad: en 1976 y en 1989, que fueron los prolegómenos de la dictadura y el menemismo. La crisis del 2001 deshizo el núcleo fundamental de ese pensamiento, que se replegó y dispersó hasta el conflicto por la 125, a partir del cual comienza una acelerada recomposición que lo coloca nuevamente en la disputa del poder político. Los grandes medios estimularon y amplificaron ese crecimiento con las mismas trampas con las que consolidaron los consensos del golpe y el menemismo, más otras que aprendieron en el camino. El oposicionismo atraviesa todas esas miradas y las hace más complejas, pero en general estos consensos tienden a justificar la represión de marchas piqueteras, tienden a condenar a los movimientos gremiales docentes, buscan desprestigiar al Estado, ya no con la vieja bandera de la ineficiencia, sino con la de la corrupción extendida, condenan por intervencionismo estatal cualquier medida del Estado como regulador de la economía y se podrían encontrar muchos más puntos como la mano dura, el sectarismo en los temas de género o la llamada “memoria completa”, tópicos que todavía se presentan desarticulados y boyantes pero que tienden a cristalizar rápidamente en proyecto, en una identidad social abarcadora. Los medios ya enhebran estas miradas hablando en nombre de todos, han usurpado ese lugar. Esa masa, todavía amorfa, social conservadora, acepta incluso disensos filoprogresistas en función del objetivo imperioso, principal, que es desalojar al Gobierno. Sin ese objetivo, casi tan visceral como lo fue el antiperonismo, esta nueva identidad derechista sería todavía más diluida, menos potente. El odio al Gobierno les da potencia y amalgama, incluso impulsa a estos filoprogresistas más allá de la coherencia, a preferir la hegemonía inminente de esta nueva derecha. Ellos no distinguen entre unos y otros y se congratulan de ser los únicos clarificados capaces de discernir oscuras conspiraciones o intereses muy secretos detrás de cada medida del Gobierno en derechos humanos o en el plano social, como la asignación universal por hijo o la nacionalización de Aerolíneas en el plano económico, por mencionar algunos ejemplos.

El paso fugaz de Posse fue un síntoma del proceso de crecimiento y decantación de estos nuevos consensos de derecha en la sociedad, que hubieran sido impensados hace dos o tres años. Tanto él como Macri creyeron que se había alcanzado una apertura de tolerancia más a la derecha en ese amplio alineamiento, pero se equivocaron. Los consensos, por izquierda o derecha, tienen su propia lógica, marcan sus límites y jerarquías. En los consensos más amplios de derechas habrá incluso izquierdas, y en los consensos más amplios de izquierda, habrá también derechas. Más que su composición o sus programas, lo que los define son sus medidas concretas, el sentido para el cual son orientadas las fuerzas reunidas. Por supuesto que los programas y la composición son importantes y síntomas de coherencia, pero lo decisivo son las medidas concretas.

Todavía ese proceso de restauración no alcanza para plasmarse en una propuesta electoral y de gobierno. Más allá de las expresiones tan claras del macrismo en la Ciudad de Buenos Aires, lo que lanzan las encuestas es a un vicepresidente Julio Cobos encabezando las listas de imagen positiva. ¿El fuerte de esa figura es su proximidad al kirchnerismo, su capacidad para obstaculizarlo, o su proyección de un centro-centro calmado, más bien conservador, el extraño retorno a un aire de familiaridad con el primer Fernando de la Rúa, uno anterior a su frustrante presidencia?

En contraste, los escándalos del macrismo con el Fino Palacios y con Posse tijeretearon los bordes de Macri como candidato, le hicieron perder capacidad de abrirse hacia el llamado progresismo de derecha, como lo hizo en otras circunstancias, y se queda sólo con el centroderecha. Después de los escándalos, el perfil de Macri quedó muy sesgado, algo que los candidatos tratan de evitar. Sin embargo, el desgaste del jefe de Gobierno no lo capitaliza nadie, porque no tiene una contrafigura en la Ciudad de Buenos Aires. Según los resultados del 28 de junio, ese lugar podría estar ocupado por Pino Solanas, que fue la revelación de esas elecciones. Más empeñado en confrontar con el gobierno nacional que con el macrismo, Pino eludió protagonismo tanto en el escándalo del espionaje como en el de Posse. Prefirió guardar un perfil más bien bajo, y entre sus amigos se asume que prefiere competir en la presidencial del 2011 que buscar la jefatura de Gobierno de la Ciudad. Ese cuadro le da cierto tiempo a Macri como para asimilar los golpes, pero es difícil que pueda recuperar esa imagen de empresario puro, sin ideología y por encima de la política que presentó en las elecciones.

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