EL PAíS › OPINION
El Gobierno adjudica la virulencia del conflicto político a los impulsos destituyentes del establishment, mientras la oposición acusa al estilo oficial. Aunque estas dos miradas no son excluyentes, puede intentarse otra que pone el acento en las crisis estructurales que sacudieron al país en la última década.
› Por José Natanson
La escena conmovió a las almas institucionalmente sensibles. En la noche de la elección chilena, cuando el recuento de votos había confirmado el triunfo irreversible de Sebastián Piñera, el oficialista Eduardo Frei se acercó, rodeado de su familia, al comando electoral opositor, donde felicitó al ganador y le deseó buena suerte. Al día siguiente, siguiendo una vieja costumbre, la mismísima Michelle Bachelet desayunó con Piñera en su elegante casa de Las Condes. Y no fue el único episodio de convivencia política de los últimos tiempos: el 5 de octubre pasado, en plena campaña por las presidenciales de Uruguay, Tabaré Vázquez encabezaba la inauguración del nuevo aeropuerto de Montevideo, en un acto formalísimo del que participaban legisladores, jueces y políticos, cuando, sin que nadie lo previera, ya con la tijera en la mano, le pidió al ex presidente Jorge Batlle, en cuyo mandato habían comenzado las obras, que le hiciera el honor de subir al palco y cortar la cinta.
Al mismo tiempo, pero en otro lugar de la galaxia, oficialistas y opositores daban nuevas muestras de falta de cooperación. Anunciado el 14 de diciembre pasado, el Fondo del Bicentenario derivó en una escalada mayúscula, absurda pero no asombrosa: ahí está el recuerdo del conflicto del campo, cuyos efectos aún se sienten.
Como en tiempos de la 125, el problema no parece tanto la medida en sí como la forma en que fue anunciada, implementada y recibida. En el caso del conflicto del campo, se trataba de un aumento de las retenciones, enojoso para los productores pero no letal desde el punto de vista de su supervivencia, que luego fue corregido en sus aspectos técnicos (el achatamiento de la curva) y perfeccionado en el Congreso, con beneficios para los pequeños productores. Meses después, cuando se desató la crisis mundial y bajaron los precios de los alimentos, la idea no parecía tan mala: de hecho hubo momentos en que los productores, incluso los grandes, habrían salido beneficiados si se hubiera aprobado el proyecto original. Como la 125, el Fondo del Bicentenario es una medida discutible pero no extravagante –incluso los economistas más ortodoxos admiten que hay reservas de sobra– en el marco del nada revolucionario plan de Amado Boudou de volver a los mercados internacionales de capitales.
¿Cómo se explica entonces la situación actual? Una primera mirada, más coyuntural, apunta al mix explosivo de los problemas de gestión política del Gobierno con los ánimos rupturistas de la oposición. El oficialismo, en efecto, ha mostrado una obstinada resistencia al retroceso táctico, como si cualquier paso atrás implicara la claudicación de toda una gesta: ante las primeras señales de resistencia de Redrado, decide echarlo; y frente a la noticia del atrincheramiento, sorprende con un súbito DNU de expulsión. Cuando la oposición señala la necesidad de convocar a la comisión que debe aconsejar sobre el tema, argumenta que todavía no estaba conformada, con lo cual la cuestión se interna en la madeja judicial, que oficialistas y opositores enredan con recursos y apelaciones. Recién trece días después, el miércoles pasado, Cristina anuncia la convocatoria a la comisión.
Igual de emocional que la del oficialismo, la reacción opositora fue cerrar filas en torno del presidente del Banco Central, pese a la antipatía que genera y el reconocimiento de los riesgos de desgobierno económico que implica que la autoridad monetaria no responda a la autoridad política. Recién ahora algunos líderes opositores han comenzado a tomar distancia.
Pero el objetivo de esta nota no es narrar los últimos sucesos –que esta semana tuvieron un nuevo capítulo con la disputa con Julio Cobos– sino indagar las razones profundas de tanta discrepancia. Y aunque los últimos años han sido pródigos en episodios de esta naturaleza, quizás sea útil recordar que no siempre fue así, que no siempre oficialistas y opositores se enfrentaron con saña autodestructiva. Hubo, de hecho, algunos momentos de cooperación, en algunos casos no tan lejanos.
En el final del alfonsinismo, la renovación peronista liderada por Antonio Cafiero operó como un poderoso sostén del gobierno ante los alzamientos carapintadas, frente al silencio e incluso las negociaciones subterráneas de los sectores más conservadores. Más tarde, en contraste con los sindicatos, que asumieron posiciones mucho más duras, el cafierismo contribuyó a la aprobación de algunas medidas económicas desesperadas del último tramo alfonsinista.
En 1989, luego de la entrega anticipada del poder, los bloques del radicalismo acompañaron en el Congreso durante seis meses, hasta que se produjo el recambio legislativo, la sanción de las leyes reclamadas por Carlos Menem, incluyendo la Ley de Emergencia Económica y de Reforma del Estado.
Durante la gestión de la Alianza, en un clima de crisis inminente, el peronismo se comportó, al menos en el Congreso, de manera claramenente constructiva, contribuyendo a la aprobación de los proyectos que De la Rúa consideraba cruciales para sostener la gobernabilidad: el Senado votó por 50 votos a 6 el impuesto a las transacciones bancarias, facilitó el quórum para la sanción de la Ley de Déficit Cero (que implicó un recorte brutal a jubilaciones y salarios estatales) y hasta ayudó a reunir los votos para aprobar los poderes especiales a Domingo Cavallo.
Pero el período más claro de cooperación interpartidaria fue el de Eduardo Duhalde, elegido en la Asamblea Legislativa del 2002 por 262 votos a favor, 21 en contra y 18 abstenciones. Todo su gobierno fue un ensayo de presidencialismo parlamentarizado, tal como describe Fabián Bosoer en su provocador artículo sobre la flexibilidad de los presidencialismos latinoamericanos (“El autorrescate de las democracias latinoamericanas. Una hipótesis sobre la eficacia del componente parlamentario”, Flacso). En un clima de furia popular, marcado por el ascenso de fulgurantes nuevas estrellas (Luis Zamora y Elisa Carrió, en lo más alto de su fase antisistémica) y propuestas refundacionistas como la de José Nun (que sugirió sancionar una nueva Constitución bajo la idea de un “nacionalismo sano”), la clase política cerró filas en torno al frágil gobierno de Duhalde, que se sostuvo gracias al apoyo del peronismo (incluyendo al menemismo, que buscaba la finalización del mandato que habilitara una nueva candidatura de su líder), el radicalismo encabezado por Raúl Alfonsín y un sector del Frepaso.
El contraste con la conflictiva situación actual es claro. A la vista de los últimos acontecimientos, pareciera como si el ciclo kirchnerista hubiera implicado el quiebre de las instancias de cooperación política, lo cual puede interpretarse de dos maneras. Desde el punto de vista oficial, la alta conflicticidad actual es el resultado inevitable del ímpetu transformador del Gobierno, cuyas políticas de cambio profundo generan enemigos enconados, crean fuertes líneas de resistencia y polarizan el clima político. Esa es, grosso modo, la tesis destituyente de Carta Abierta, una versión actualizada del viejo refrán español acerca de la tortilla y los huevos. Desde la oposición, en cambio, se apunta a la prepotencia oficial y al estilo autoritario del Gobierno como la causa básica del conflicto. Ambas hipótesis no son excluyentes.
Pero también es posible arriesgar una mirada más estructural. En el 2001, entre cacerolas y piquetes, el sistema político argentino voló por los aires y, aunque luego se recompuso, lo hizo sobre bases muy diferentes. Miremos si no sus dos grandes integrantes: el radicalismo desapareció de escena durante un tiempo, luego se revitalizó con la candidatura de un peronista (Lavagna) para luego apostar a la figura del... vicepresidente de Cristina Kirchner. El peronismo logró preservarse pero bajo la forma de divisiones y recomposiciones permanentes, en una articulación mutante de caciques provinciales y fragmentos de estructuras. En el camino, algunos de los líderes más taquilleros del país (Macri, De Narváez, Carrió) crearon “partidos personales”, en alianzas de conveniencia con las fuerzas tradicionales o porciones de ellas. Hoy el peronismo y el radicalismo sobreviven como identidades difusas que pueden ser representadas por el candidato oficial del partido tanto como por un emigrado o un inmigrado o un outsider.
Esto ayuda a explicar el exceso de voltaje. En general, los sistemas políticos institucionalizados, con partidos orgánicos y disciplinados, tienden a morigerar o al menos encauzar el conflicto político. El partido que hoy está en la oposición puede ser gobierno en el siguiente período y el que está en el Gobierno sabe que en algún momento será corrido al otro lado del mostrador. Esto genera incentivos para la negociación y el acuerdo y crea una dinámica política más centrista, que reduce las tentaciones mayoritaristas, del ganador se lleva todo, y da como resultado cambios más moderados, más negociados y a menudo más permanentes. En un sistema de este tipo, previsible y de baja volatilidad, los equilibrios interpartidartios se reflejan en sistemas institucionales más balanceados, que imponen límites al decisionismo y la concentración de poder (que, contra lo que postulan las miradas más simplistas, es menos el resultado de una personalidad política que el efecto de un sistema institucional).
En este marco, la tesis de esta nota es que la dinámica centrífuga de la política argentina se explica no sólo por el estilo autoritario del oficialismo o el empedernido obstruccionismo opositor, sino por la desarticulación partidaria y el trauma institucional generado por la crisis del 2001, cuyos efectos perduran.
Pero es necesario también matizar las cosas. Es cierto, por supuesto, que los sistemas políticos institucionalizados tienen obvias ventajas en términos de estabilidad y paz, pero también es verdad que generan riesgos. El primero es la oxidación, la tendencia a la oligarquización de la élite política y su autonomización respecto de las demandas sociales, como si de tan orgullosos perdieran las antenas para escuchar a la sociedad: el mejor caso es el de la Venezuela pre Chávez, el sistema político más estable de América latina, medio siglo de bipartidismo perfecto, con dos fuerzas orgánicas que se alternaban en el poder hasta que un día todo estalló en mil pedazos. El segundo riesgo, concomitante con el anterior, es la parálisis: el hecho de que los presidentes democráticos chilenos hayan convivido durante diez años con Pinochet como jefe del Ejército, o que el país se rigiera hasta el 2005 por la Constitución de la dictadura, son muestras de los límites derivados de este tipo de diseños institucionales (y la contracara de las escenas descriptas en el comienzo de esta nota).
Y es que el sistema político y aun el institucional necesitan cambiar cada tanto si quieren seguir expresando los valores e intereses sociales: no existe ningún diseño perfecto, aunque al leer las noticias de los últimos días uno tenga la sensación de que Argentina se sitúa en un piso de civilización política inferior al de sus prolijos vecinos del Cono Sur.
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