EL PAíS › OPINION
› Por José Natanson
En las primeras páginas de La Inmortalidad, Milan Kundera describe un gesto, el de una mujer de cierta edad que sale de la pileta y sonríe mientras saluda con un leve movimiento de la mano a su entrenador de natación. “Aquella sonrisa y aquel gesto tenían encanto y elegancia, mientras que el rostro y el cuerpo ya no tenían encanto alguno. Era el encanto del gesto, ahogado en la falta de encanto del cuerpo. Pero aquella mujer, aunque naturalmente tenía que saber que ya no era hermosa, lo había olvidado en aquel momento. Con cierta parte de nuestro ser vivimos todos fuera del tiempo.” Kundera se enamora del gesto –“Una especie de esencia de su encanto, independiente del tiempo, quedó durante un segundo al descubierto con aquel gesto y me deslumbró”–, y a partir ahí crea a Agnes, la inolvidable protagonista de una novela sobre la vida cotidiana, la belleza y la necesidad de los seres humanos de trascender a través del amor y del arte.
Como el personaje de Kundera, hay carreras políticas construidas a partir de un gesto.
En la mañana del 4 de febrero de 1992, en una Caracas alterada por la primera sublevación militar en medio siglo, un joven coronel de paracaidistas aparecía frente a las cámaras de televisión para reconocer que el intento de golpe de Estado que había liderado había fracasado. Frente a un país azorado, un jovencísimo Hugo Chávez, vestido de uniforme y con la boina roja impecablemente terciada, reconocía la derrota y les pedía a los pocos compañeros golpistas que aún luchaban que depusieran las armas. Pese a la rotunda derrota, en su mensaje de un minuto y medio, apenas 169 palabras, Chávez se las arregló para infiltrar dos expresiones que cambiaron para siempre el destino de Venezuela: dijo “asumo la responsabilidad”, insólitas palabras en un país acostumbrado a los políticos avestruces que esconden la cabeza en los momentos críticos, y dijo que sus objetivos no habían podido cumplirse “por ahora”, frase que se convirtió en una promesa y una luz de esperanza para muchos venezolanos. Seis años después, Chávez fue elegido presidente.
El 25 de abril de 1988, Ricardo Lagos fue invitado al programa de televisión de más rating del momento, en UC-TV, para defender el voto por el No a Pinochet en el plebiscito que se realizaría pocos meses después. En ese entonces un dirigente socialista importante pero menos conocido que los figurones de la Democracia Cristiana, Lagos tenía poco tiempo disponible. Advertido del impacto de la televisión, el joven Lagos decidió hacer algo que hasta el momento nadie se había atrevido a hacer. Mirando fijo a la cámara, levantó el dedo y dijo: “Usted, general Pinochet, no ha sido claro con el país...” y luego habló de economía, democracia y derechos humanos. Su vozarrón –y sobre todo sus ojos serios, fijos en los de Pinochet por imperio de la magia catódica– conmovieron a los chilenos, que por primera vez veían cómo un político se animaba a desafiar al todopoderoso dictador.
El gesto político de Cobos ocurrió el 17 de julio del 2008 a las 4.19 de la mañana, cuando la votación del Senado por el proyecto de retenciones móviles terminó en paridad y lo obligó a desempatar. Revisando el video en YouTube, es posible comprobar cómo aquel discurso afligido, de menos de cuatro minutos, condensaba ya algunas de las características de la personalidad política de Cobos, que hemos ido descubriendo con el tiempo. Cobos habló de “gobernabilidad”, “instituciones” y “paz social”, y dijo que hubiera preferido que la Presidenta enviara un nuevo proyecto de ley “que contemplara todas las posiciones”. Se instalaba así, por primera vez, en el lugar del consenso, el diálogo y la racionalidad, frente al conflicto, la polarización y el ánimo rupturista de los Kirchner.
Aquella madrugada, Cobos apeló a recursos discursivos que luego repetiría: la elipsis, los tonos medidos, pretendidamente reflexivos, y los silencios (su discurso está plagado de pausas). Sin ofrecer grandes fundamentos éticos o políticos y apelando más bien a una retórica emocional (“Soy un hombre de familia”), Cobos anunció la decisión a su modo: no la gritó ni la festejó, y apenas la justificó, titubeante, con la apelación a una curiosa fórmula invertida (“no positivo”). Cobos votó como sufriendo.
Pero esto no debería ocultar el peso fundacional de su voto. Cobos tomó una decisión durísima, nada menos que votar contra su propio gobierno, que corona una trayectoria que es cualquier cosa menos consensual: en el 2003 fue elegido gobernador de Mendoza con el apoyo de Roberto Iglesias, con quien rompió al poco tiempo, y luego fue el primer mandatario radical en acercarse a los Kirchner, por lo cual fue expulsado de por vida de su partido, hasta que optó por alejarse del gobierno. Pese a ello, Cobos se ha convertido en el dirigente con mejor imagen del país en base a la idea de que expresa el consenso en contraposición al conflicto, un clivaje que por distintos motivos no pueden expresar otros referentes opositores (Carrió, Macri o De Narváez) y que tiene el discreto encanto de prometer una política sin enfrentamientos ni divisiones, a puro diálogo.
Pero lo interesante es indagar por qué, con aquellos antecedentes y a partir de aquel gesto de ruptura, Cobos logró convertirse en el líder del consenso. Por momentos pareciera que, en el sentido mediático-popular de la expresión, el consenso es casi una cuestión estética, para lucir antes que para ejercer, más relacionada con la forma de comunicarse que con el fondo de las decisiones. Veamos dos ejemplos cercanos. El inolvidable Fernando de la Rúa, considerado un líder consensual, fue el responsable de: un recorte de los sueldos públicos del 13 por ciento, el quiebre de la coalición que lo llevó al gobierno, el achique de jubilaciones más drástico desde la recuperación de la democracia y la represión de diciembre del 2001. En realidad, el presidente más consensual desde 1983 fue Eduardo Duhalde, aunque menos por voluntad personal que por el imperio de las circunstancias: debilitado por el origen de su mandato, forzado por la coyuntura y con la espada de la crisis pendiendo sobre su cabeza, Duhalde lideró un gobierno auténticamente consensual, sustentado en el acuerdo de casi toda la clase política –el PJ, la UCR y un sector del Frepaso– y en base a una dinámica de diálogo permanente con el Congreso.
Cobos sabe que su personaje es el del consenso y, como Alfredo Alcón, no le teme a la sobreactuación permanente. El problema es que, para seguir ascendiendo, el gesto político de origen, aquel en el que nació el personaje del consenso, debe prolongarse con astucia e inteligencia, añadiéndole matices y decisiones. Los ejemplos citados al comienzo de esta nota son elocuentes. Luego del intento de golpe de Estado de 1992, Chávez fundó el Movimiento Bolivariano, recorrió el país proponiendo una reforma constitucional y pasó de un abstencionismo electoral intransigente a convertirse en el gran candidato para las elecciones de 1998, en las que se impuso con comodidad. Tras clavar sus ojos en los de Pinochet, Lagos disputó sin éxito la interna de la Concertación, fue ministro de Educación y luego de Obras Públicas, líder del socialismo y finalmente candidato a presidente.
Cobos tiene a su favor un lugar institucional único, que le otorga visibilidad y le exige muy poco en términos de gestión. Tiene, también, el apoyo de un sector de los medios y de una parte importante de la sociedad, que rechaza un estilo que los Kirchner han decidido no abandonar a pesar de los costos que evidentemente genera. La semana pasada, como en aquella madrugada de la 125, Cobos se vio obligado a definir por Sí o por No. Tras una larga ronda de consultas (nótese la diferencia con el decisionismo K), el vicepresidente optó por acompañar la decisión del Gobierno y votó a favor de la remoción de Martín Redrado del Banco Central: consciente de que un sector de la opinión pública ha comenzado a mirar con cierta desconfianza sus movimientos, Cobos buscó disipar las tesis conspiracionistas y destituyentes, aunque generó la indignación de los radicales, que consideran que su rol opositor quedó desdibujado. ¿Hizo bien? Sólo el tiempo lo dirá: Cobos recorre el trayecto que separa el gesto político de la inmortalidad, un largo camino en el que acechan las dudas, la incertidumbre y las sombras que por momentos se espesan, como ahora, en verano, cuando cae la tarde.
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