EL PAíS › OPINION
› Por Edgardo Mocca
Cuando se habla de la “crispación” de la política argentina suele soslayarse un dato que es una de sus fuentes principales. En nuestro país, los partidos políticos han dejado de funcionar como ordenadores o moderadores de la lucha política; es imposible no ver en ese hecho la ominosa herencia de la crisis de 2001. Con el descalabro de la convertibilidad, que arrastró tras de sí el de las creencias neoliberales en los poderes mágicos del mercado y la ventura de nuestra vertiginosa incorporación al primer mundo, los partidos políticos quedaron envueltos en un irreparable cono de sospecha y se vieron relegados al rol de cortejos circunstanciales de líderes cuya influencia era más deudora de las imágenes televisivas y los sondeos de opinión que de su trayectoria política.
Claro que el proceso no nació en las épicas jornadas de diciembre de aquel año: el auge neoliberal trajo consigo el de la política mediática, inseparable de la crisis de las identidades colectivas, el debilitamiento del Estado nacional y la consecuente devaluación de la política. Dicho de modo esquemático, si gane quien gane las elecciones siempre se impone la línea del ajuste, la apertura indiscriminada de la economía y la sistemática desnivelación en las relaciones entre capital y trabajo, no hay motivos para dramatizar la lucha política. Puede reducírsela a una “competencia” por cargos, fundada en la reivindicación de aptitudes técnicas para ir en un rumbo que no está sometido a discusión. No es cierto que el gobierno de la Alianza haya incumplido sus promesas en ese sentido: prometió continuar el programa menemista y cumplió.
Mucho que ver con ese descentramiento de los partidos tiene el hecho de que hoy la política no diferencie tiempos electorales y no electorales: todo el tiempo se lucha por el poder. Detrás de acontecimientos que surgen, crecen, estallan, pierden peso y desaparecen en los tiempos vertiginosos de la escena mediática, los protocandidatos de una todavía lejana elección presidencial suben y bajan su cotización, según la suerte de sus aventuras. Cobos ingresó de modo inesperado al mercado de valores de las expectativas presidenciales sin pertenecer a ningún partido, merced a una jugada oportunista de inopinada fortuna. Hasta Martín Redrado en su racha de fama de comienzos de año supo anotar fugazmente su nombre en la carrera presidencial.
Los acontecimientos de estos días muestran, en un plano superficial, la batalla del “arco opositor” (neologismo interesante, no son “los partidos de la oposición” ni “el bloque” ni “la coalición opositora”) por arrancarle al Gobierno el predominio en el Congreso. Los números, en efecto, consagran la mayoría de todas las bancadas reunidas en el acuerdo opositor para adueñarse de la preeminencia en todas las comisiones, hecho que no tiene precedentes en la democracia argentina. Pero bastó una ausencia –nada menos que la de Menem– para poner a la luz la grave fragilidad de esa relación de fuerzas. El argumento del ex presidente es muy expresivo: “No soy una cosa”. Es decir, si quieren contar conmigo tienen que negociar y acordar conmigo. No será muy artificioso deducir que la queja del riojano revela un problema congénito de todo opositor considerado individualmente: “¿Para quién estoy trabajando?”. Cuando la cuestión parlamentaria se dirima de alguna manera y se escenifiquen algunos consensos opositores exclusivamente centrados en el bloqueo al Gobierno, empezará otro capítulo de esta saga, el de dirimir la colocación de cada uno en el dispositivo de la sucesión presidencial de 2011.
En ese punto los integrantes de la constelación de aspirantes a la presidencia tienen una coincidencia: ¡todos quieren encabezar la fórmula! Eso no es para escandalizarse. Los comentaristas de la oposición mediática pueden quejarse por “la falta de grandeza” de los opositores; lo suyo es fácil, quieren revertir políticas y escarmentar a sus ejecutores; no están, en principio, jugando sus chances en la arena electoral.
Hasta ahora el centro de coordinación opositora en el que buscan convertirse las gerencias mediáticas no ha tenido éxito. Veamos. Uno de sus principales protocandidatos, Julio Cobos, vive serias dificultades en el interior del radicalismo, que, por otra parte, tampoco es su partido porque fue expulsado de por vida hace muy poco. Elisa Carrió, por su parte, ya anunció que no apoyará la empresa electoral del original vicepresidente. Puede descontarse que tampoco apoyará ninguna otra que no sea la propia, a la que sustentará con todo tipo de gestos antisistémicos, como su anunciada ausencia de la Asamblea Legislativa en repudio de la Presidenta. El peronismo disidente puede tener claro que el desaire parlamentario de Menem es la punta de un iceberg de diferencias y enconos muy profundos que no tardará en hacerse presente apenas comience la lucha por las candidaturas. La derecha propiamente dicha tiene sus propios problemas: De Narváez ya ha anunciado que desafiará en la Justicia al artículo 89 de la Constitución, que de modo explícito inhabilita su candidatura, y dará batalla en la interna del Partido Justicialista. Si eso termina siendo así se romperá el tándem con Mauricio Macri, quien, por otro lado, sufre las inclemencias de una pésima gestión al frente de la ciudad de Buenos Aires. Ya se habla en el macrismo de la candidatura de Gabriela Michetti en la provincia de Buenos Aires en respuesta a la previsible deserción de De Narváez.
El arco opositor está, pues, en un problema. Necesita fortalecer su unidad para terminar de debilitar al Gobierno y asegurar su derrota en 2011. Pero tiene que hacerlo en el mismo proceso en que dirime sus relaciones de fuerza internas. Y el actual estado gelatinoso de los partidos políticos, que es condición para la mayor parte de las aspiraciones hoy en danza, se vuelve una traba adicional para solucionar el problema. Nadie sabe cuál es el partido que sostendrá la candidatura de Cobos, ni la coalición que sostendrá a Macri, ni si Reutemann se presentará, y si lo hace si lo hará a través de la interna del PJ o por fuera de la estructura. Resultará apasionante observar cómo se resuelven estas cuestiones en el contexto de una ley de reforma política recién aprobada que presupone partidos organizados e internas abiertas obligatorias. No hay congresos ni convenciones que puedan desatar el enredo. Todo se desarrollará de una manera “populista”, es decir bajo la apelación al veredicto de los ratings televisivos y las encuestas de opinión. Y lo más complicado es que todo deberá hacerse bajo la consigna de la defensa de la “república”.
El Gobierno forma parte también de esta trama de desinstitucionalización de la política. Su pretensión de impulsar transformaciones estructurales desde arriba, desde la estructura estatal, sin reformular seriamente el sistema político, ha encontrado límites. Juega sus chances a una apuesta de contención del justicialismo como casi exclusiva fuerza de apoyo. La “concertación” quedó limitada a una etiqueta electoral y no se observa una estrategia de continuidad orgánica que apunte a la perduración de un proyecto político. Su porfiada reivindicación de la política, autónoma frente a los poderes económicos, corre el riesgo de agotarse a falta de una subjetividad colectiva que la sostenga.
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