EL PAíS › OPINION
› Por José Natanson
Aunque algunos lo rastrean hasta los griegos y romanos, el origen del Parlamento suele situarse en la alta Edad Media, en las cortes o estamentos integrados por el clero, la aristocracia y los hombres libres encargados de aconsejar al rey, en particular en Gran Bretaña. Con el tiempo, las cortes fueron reduciendo progresivamente el poder del monarca hasta que, superadas las pretensiones absolutistas tras la victoria de los partidarios del constitucionalismo en las revoluciones inglesas del siglo XVII, la posición del rey quedó menguada y el Parlamento pasó a considerarse el representante de todo el reino. Tras el Acta de Unión (1707), las cortes constituyeron la base del primer Parlamento de Gran Bretaña, más tarde Parlamento del Reino Unido, país que registra la máxima continuidad evolutiva de la institución parlamentaria (cuya expresión es, desde luego, la Cámara de los Lores, hoy presente como un vestigio momificado, pero formalmente intacto, del parlamentarismo medieval).
Los parlamentos modernos, el inglés o aquellos paridos por la Revolución francesa, inauguraron la representación política tal como la conocemos hoy, en el sentido de un conjunto de legisladores elegidos por un período determinado, sin mandato imperativo, encargados de formar gobierno y administrar el Estado. Los Parlamentos liberales se sustentaban en el ideal del diálogo como generador de soluciones racionales a los problemas del país. Integrados por notables y votados por sufragio censitario, funcionaban –más allá de la clásica división entre liberales y conservadores– como defensores de los derechos de los propietarios.
El esquema estalló con la emergencia de las sociedades de masas, cuando las presiones de las nuevas clases trabajadoras y pequeñoburguesas fueron ampliando paulatinamente el sufragio hasta alcanzar, a principios del siglo XX, el voto universal masculino. Esto sacudió el ideal del Parlamento liberal como expresión de una nación homogénea y puso en crisis las instituciones legislativas: el ideal de acuerdos intra-elites fue destruido y la arena parlamentaria quedó contaminada por los conflictos y los intereses de las masas. Fue la política la que solucionó el problema mediante la creación de nuevas instituciones, los partidos y los sindicatos, convertidos en los nuevos mediadores entre la sociedad (ahora pueblo) y el Estado. (Angel Manuel Abellán, “Notas sobre la evolución histórica del Parlamento y de la representación política)”.
Hoy el Parlamento, y no sólo el argentino, atraviesa una nueva crisis. Los Parlamentos modernos son instituciones del Estado-nación pensados para sociedades de mediana complejidad. El problema, como señala con lucidez el sociólogo brasileño Marco Aurelio Nogueira (“Corrupción en el Senado brasileño: síntoma de una crisis de larga duración”, revista Nueva Sociedad 225), es que el mundo actual –globalizado, transnacional, hipercapitalista, superconectado– está conformándose como un sistema que supera a los Estados nacionales (sin eliminarlos) y, al mismo tiempo, como una sociedad mundial que no se refleja en un Estado mundial. Expresión de un Estado-nación con funciones reducidas y en el contexto de decisiones trasnacionales que lo exceden, el Parlamento pierde efectividad, poder y legitimidad (las encuestas coinciden en que es la institución menos valorada por la opinión pública).
Vivimos en sociedades de alta complejidad, en las que la modernidad dejó de ser sólida y se volvió líquida, como sostiene Zygmunt Bauman, en un proceso de derretimiento institucional que afecta todo lo instituido (incluyendo, o empezando por, el Parlamento). Y vivimos también en sociedades en red, según la definición de Manuel Castells, es decir en contextos en los que los clásicos centros o referencias –del Estado a la religión, del Parlamento a la policía– pierden potencia y capacidad de controlar a las personas y los espacios.
En este marco, el sistema político –y en particular el Parlamento, en teoría la expresión más plural y completa del todo social– se vuelve incapaz de interactuar de forma virtuosa con la cultura y las estructuras sociales derivadas de los nuevos términos de la vida globalizada, es decir, con sociedades plurales, fragmentadas, reflexivas, veloces y explosivas. Todos los centros tienden a perder capacidad de dirección en condiciones de alta complejidad. Golpeado, deslegitimado, sufriente, el Parlamento se ve atrapado entre el decisionismo de los gobiernos, que reaccionan con decretos frente a la lentitud del sistema político, y las demandas de una sociedad más exigente, atenta e informada.
Nogueira asegura que esta tendencia, común a casi todas las democracias del mundo, se acentúa en los países latinoamericanos, que radicalizan su modernidad sin calmar los dolores de su condición periférica. Los nuestros son países hipermodernos pero periféricos, y comparten los problemas de las dos condiciones existenciales: al hipermodernizarse, se cargan de tecnología, información, mercado y competencia, y se convierten en países veloces, plurales y fragmentados. Pero siguen siendo dependientes, desiguales, internamente fragmentados. Se caracterizan por una ciudadanía imperfecta, con bolsones de medievalismo y feudalismo, y por una democracia que no puede completarse.
En América latina existen evidencias de la crisis estructural que atraviesan los parlamentos, que en algunos casos se manifiesta en escándalos de corrupción. El 8 de julio de 2005, el asesor del PT José Adalberto Vieria da Silva fue detenido cuando, al pasar por los rayos X del aeropuerto paulista de Congonhas, la policía descubrió que llevaba 100 mil dólares escondidos en los calzoncillos. El escándalo derivó en el destape de las mensualidades que el gobierno del PT pagaba a una serie de legisladores a cambio de su apoyo a leyes clave, y poco a poco se fue esparciendo como leche derramada por todo el sistema político: obligado a demostrar su inocencia, Lula le pidió la renuncia a todo su gabinete, incluyendo a sus dos principales funcionarios, el ministro de Economía y el jefe de la Casa Civil (equivalente al jefe de Gabinete argentino).
Pese al escándalo, Lula logró evitar el impeachment que pendía como una espada sobre su cabeza (en buena medida por el temor del PSDB, el principal partido opositor, a una deriva populista a la Collor), se sobrepuso y obtuvo su reelección. Pero el año pasado sucedió una nueva crisis cuando el presidente del Senado, el veterano José Sarney, recibió varias acusaciones de corrupción, malversación y fraude, que incluyeron una supuesta cuenta oculta en el exterior, desvíos de fondos a una fundación controlada por él y otros episodios por el estilo. La decisión de Lula de respaldar en su cargo a Sarney, líder de su principal aliado político, el PMDB, llevó a una parálisis del Senado, que literalmente dejó de funcionar durante meses, hasta que el oficialismo consiguió los votos necesarios para recomponer su mayoría y ratificar al senador.
Detrás de estas situaciones se encuentra la crónica debilidad de todos los presidentes brasileños que, en un sistema centrífico e hiperfragmentado, carecen de mayoría legislativa y deben buscar permanentemente alianzas de ocasión: en la Cámara de Diputados, y a pesar de los buenos resultados obtenidos en las últimas elecciones, el PT cuenta con 91 bancas sobre ¡513!, a las que hay que sumar las 91 del PMDB (el partido de Sarney). La situación es aún más grave en el Senado, donde el oficialismo tiene 10 bancas sobre 81.
Pero los escándalos no son el único síntoma de crisis de los parlamentos latinoamericanos, donde también se han vivido situaciones de insólito bloqueo. En México, país en el que desde el fin del unicato priísta el presidente carece de mayoría en ambas cámaras, los trámites legislativos se vuelven lentos y las retribuciones a los partidos-bisagra, en particular el PRI, costosísimas. En noviembre del 2006, cuando ya finalizaba su mandato, la oposición le negó a Vicente Fox el permiso para salir del país en su última gira internacional por Vietnam y Australia, que debió suspender. La respuesta de Fox, insospechado de inclinaciones kirchneristas, parece una copia textual del actual discurso oficial. “El equilibrio de poderes no es una carta blanca para que un poder debilite, obstaculice o neutralice a otro.”
Por último, no resulta sorprendente que algunos de los procesos de reforma constitucional concretados en los últimos años en los países andinos no hayan encontrado mayores resistencias a la hora de disolver los respectivos Congresos: en el caso de Chávez, la reforma constitucional de 1999 anuló al viejo Congreso e incluso creó una institución provisoria, que los medios denominaron “Congresillo”, encargada de legislar hasta la elección de un nuevo poder legislativo unicameral. En Ecuador, Rafael Correa también consiguió que la Asamblea Constituyente disolviera las antiguas cámaras, para lo cual impulsó, al filo de la legalidad, la suspensión de los 57 diputados –y su reemplazo por suplentes– que se oponían a la reforma.
Con estos ejemplos (hay más) pretendo argumentar que los sucesos de las últimas semanas –los decretazos del gobierno, la negación del quórum de unos a otros, la suspensión de sesiones, el rol clave de los bloques-bisagra– son el reflejo de una crisis profunda y de larga duración, que afecta a muchos congresos del mundo. Cuando el gobierno tiene mayoría en ambas cámaras, como sucedió en Argentina hasta hace poco tiempo, los problemas se disimulan (aunque incluso en esas etapas hay síntomas: ¿cómo se explica si no que, en circunstancias favorables, el gobierno recurra a la delegación de facultades –vía superpoderes– o abuse de recursos institucionales extremos –los decretos de necesidad y urgencia o el veto parcial–?). Sin embargo, es cuando el oficialismo pierde el control de las cámaras que la crisis se manifiesta en toda su intensidad: las escenas de decadencia parlamentaria de las últimas semanas son sólo un capítulo de una historia que aún no ha concluido.
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