EL PAíS › OPINION
› Por José Natanson
Espalda con espalda y en silencio
Tratando de dormir,
y están despiertos
Los ojos bien cerrados
Los dos están mintiendo
Sintiendo que la piel
se va muriendo
“Espalda con espalda”
Cacho Castaña
La literatura politológica lleva años advirtiendo sobre los riesgos del gobierno dividido, entendiendo como tal aquella situación en la cual los dos poderes de origen popular (el Legislativo y el Ejecutivo) responden a partidos o coaliciones diferentes. Juan Linz, el principal crítico teórico del presidencialismo latinoamericano, sostiene que este esquema deriva fácilmente en situaciones de bloqueo y, eventualmente, de ingobernabilidad (The Failure of Presidential Democracy, JHU Press).
Algunos análisis posteriores complejizan esta mirada. En una relectura de Linz, Scott Mainwaring (“Presidencialismo, multipartidismo y democracia: la difícil combinación”, Revista de Estudios Políticos) afirma que el problema no es el presidencialismo, ni siquiera la posibilidad de desalienamiento Congreso-Ejecutivo, sino esta misma situación bajo sistemas multipartidistas. Mainwaring considera como ideal los bipartidismos sólidos, en los cuales las fuerzas políticas tienden a buscar los votos de centro y, para ello, moderan sus propuestas, generando una dinámica política más centrípeta que contribuye a la estabilidad democrática y los acuerdos. El ejemplo obvio es Estados Unidos, aunque también, en América latina, pueden mencionarse los casos de Costa Rica y Uruguay, bipartidizado tras la confluencia de las dos fuerzas tradicionales contra el Frente Amplio (sin entrar en detalles, conviene señalar que se trata, en estos ejemplos latinoamericanos, de sociedades de clase media con una larga cultura democrática; la dinámica centrípeta puede ser vista como un efecto tanto del sistema de partidos como de la estructura social).
Pero no nos desviemos. Desde este punto de vista, es sobre todo el mix presidencialismo-multipartidismo el que genera, en particular en situaciones de gobierno dividido, dinámicas políticas muy negativas: los partidos, en lugar de pelear por los votos del centro, adoptan posiciones más extremas. Las diferentes fuerzas opositoras compiten con el oficialismo pero también –o sobre todo– entre sí, para ver quién se diferencia más del Gobierno. Esto lleva a una tendencia centrífuga y polarizante que genera inestabilidad y dificulta la toma de decisiones. El riesgo extremo es la tentación de lo que antes se calificaba de posiciones antisistémicas y que hoy se ha puesto de moda definir como actitudes destituyentes.
Hasta la crisis del 2001, el sistema argentino era definido, en prácticamente todos los análisis, como un bipartidismo imperfecto. Dos grandes fuerzas con orígenes distintos (lucha por el sufragio universal en el radicalismo, derechos sociales en el peronismo), bases sociales disímiles (pequeña burguesía ascendente en el caso del radicalismo, sectores populares políticamente excluidos en el peronismo), caudillos históricos (Yrigoyen versus Perón) y hasta héroes (Evita versus Alem) competían por el grueso del electorado. A ellos se sumaba, en uno u otro momento, una tercera fuerza: el PI, la UCDE, el Frepaso y, persistentemente, los partidos provinciales.
Desde 1983, y contra lo que puede sugerir la mirada crispada del presente, hubo varios momentos de cooperación radical-peronista, lo que en Estados Unidos –alcanza con mirar un par de capítulos de The West Wing– se llama bipartisan. En 1989, luego de la entrega anticipada del poder, los bloques de la UCR acompañaron en el Congreso durante seis meses, hasta que se produjo el recambio legislativo, la sanción de las leyes reclamadas por Carlos Menem. Durante la gestión de la Alianza, el peronismo votó el impuesto a las transacciones bancarias (50 a 6 en el Senado), facilitó el quórum para la sanción de la Ley de Déficit Cero y hasta ayudó a reunir los votos para aprobar los poderes especiales a Domingo Cavallo. Y, por último, todo el período de Eduardo Duhalde fue un ensayo de presidencialismo parlamentarizado sustentado en el respaldo de casi toda la clase política. Pero no sólo en estos momentos especialísimos se registró una cooperación bipartidista. También algunos temas cruciales, que están entre los grandes avances de nuestra democracia, son resultado de un consenso transversal. En particular, la prohibición a los militares para que intervengan en seguridad interna, reglamentada –con el apoyo de ambos partidos– en la ley de Defensa de 1988 y en la ley de Seguridad Interior de 1991.
Pero muchas veces los gobiernos enfrentaron dificultades para conseguir la aprobación de algunos de sus proyectos y debieron recurrir a arduas negociaciones. En la primera etapa del alfonsinismo, entre 1983 y 1987, el oficialismo contó con mayoría absoluta –mitad más uno– en Diputados, pero no en el Senado. Esto implicaba que la UCR podía bloquear proyectos pero no aprobarlos por sí misma, sin la ayuda de terceras fuerzas. Sin embargo, como el peronismo se encontraba en una situación de debilidad relativa e indefinición interna, el radicalismo consiguió luz verde a algunas iniciativas clave, como la ley de obediencia debida. Entre 1987 y 1989, la situación se complicó aún más: el radicalismo conservó una mayoría relativa en Diputados, mientras que el PJ amplió su control del Senado. Menem, en cambio, la tuvo más fácil. Entre 1989 y 1995, y entre 1997 y 1999, gobernó con mayoría relativa en una cámara y absoluta en otra. Esto implica que, de todos modos, necesitaba el apoyo de terceras fuerzas en la cámara en la que el menemismo era la primera minoría. Entre 1995 y 1997, en su momento de gloria, Menem contó con mayoría absoluta en ambas cámaras, el primer momento de “gobierno unificado” desde 1983. Por último, durante la breve gestión de la Alianza, el oficialismo contó con mayoría en Diputados pero no en el Senado, donde necesitaba sí o sí el aval de al menos un sector del peronismo.
Y en estas situaciones, eran a menudo eran las terceras fuerzas las que garantizaban el éxito de los proyectos oficiales. En un riguroso estudio (“Los partidos provinciales y el gobierno dividido en la Argentina”), María Elisa Alonso explica que los gobiernos de Alfonsín y Menem lograron sostener la gobernabilidad gracias a la formación de coaliciones ad hoc con las fuerzas minoritarias, que a menudo resultaron claves para salvar el proceso institucional.
Durante la primera etapa K, entre 2003 y 2005, el kirchnerismo contó con mayoría en el Senado (sumando las bancas justicialistas a sus aliados) y en Diputados (aunque, dada la particular forma en la que Kirchner llegó al poder, no se puede hablar, al menos en el comienzo, de una mayoría propia). Con el tiempo, sin embargo, y los éxitos de gestión, los legisladores de los más diversos orígenes fueron kirchnerizándose. Esta mayoría se amplió –y, sobre todo, se cohesionó– tras los resultados de los comicios del 2005, en los que Kirchner logró insertar candidatos propios en diferentes listas, y volvió a ampliarse después, con el agregado de peronistas disidentes que tras la debacle duhaldista se sumaron a la filas de oficialismo, y de los radicales K, que paulatinamente comenzaron a alinearse con el Gobierno, aunque formando un bloque aparte. La realidad comenzó a cambiar tras la derrota K en las últimas elecciones, que le dieron a la oposición la mayoría en Diputados y generaron un virtual empate en el Senado.
Pero quizás el foco de análisis hoy no deba ponerse tanto en el número de bancas que obtiene uno u otro partido sino en el profundo cambio experimentado por las fuerzas políticas a partir de diciembre del 2001. Si uno rasca un poco más allá de la pintura superficial de la coyuntura, el análisis siempre termina llevándonos allí, a las cacerolas y los piquetes. En efecto, el cimbronazo de diciembre produjo una fragmentación de los partidos y una fluidez en el proceso político inédita hasta el momento: las fuerzas políticas perdieron cohesión y disciplina y se convirtieron –exagerando apenas– en estructuras blandas y en disponibilidad, aprovechables por uno u otro líder según el momento y la conveniencia. Detrás de todo esto se encuentran fenómenos complejos que no son patrimonio exclusivo de la Argentina, como la desafección política, la individuación de la vida social y el malestar democrático, cuya compresión cabal excede largamente el objetivo de esta nota (y la capacidad de su autor).
En todo caso, a diferencia de lo que sucedía durante el alfonsinismo y el menemismo, hoy ya no importa tanto cuántas bancas tienen un partido, sino la capacidad de esos bloques por mantenerse unidos. De hecho, si uno suma las bancas de todos aquellos que se dicen peronistas, el Gobierno no tendría mayores problemas en el Congreso. Y no es un razonamiento arbitrario, en la medida en que muchos de esos mismos legisladores no sólo se definían como oficialistas hasta hace poco tiempo, sino que incluso fueron votados en las listas del kirchnerismo... ¡en las últimas elecciones! Es el caso de Victoria Donda (pero también, inversamente, de Lorenzo Borocotó, que ha pagado notablemente más caro el cruce de la frontera). En suma, ya no sólo cuenta el número de bancas sino la capacidad de generar cohesión y disciplina.
El análisis se complejiza aún más si se tienen en cuenta algunos factores institucionales. En primer lugar, a diferencia de países como Venezuela y Perú, Argentina cuenta con un sistema bicameral. Como señala Diego Reynoso (“La diversidad institucional del bicameralismo en América Latina”, revista Perfiles Latinoamericanos, Nº 35), los sistemas de dos cámaras apuntan a garantizar una revisión más atenta de los proyectos y establecer un proceso de decisión más largo, que permite que más actores se involucren y opinen. El reverso de esta trama es que las decisiones se lentifican y aumentan las oportunidades de bloqueo.
Esta situación se agudiza en Argentina porque, a diferencia de otros países, ambas cámaras son diferentes desde casi todos los puntos de vista: sistemas de elección, tamaño, funciones, plazos. Como explica bien Reynoso, esto incrementa las posibilidades de que ambas cámaras “opinen” distinto respecto de cierto tema. El razonamiento se comprueba en la actualidad: el hecho de que el Senado se renueve por tercios con mandatos de seis años lo lleva a responder más lentamente que Diputados (que se renueva por mitades con períodos de cuatro) a los cambios de humor de la opinión pública, con el obvio resultado de una Cámara alta más alineada con un gobierno mayoritario hasta hace menos de un año.
En las últimas semanas, la oposición logró obtener la mayoría de las comisiones en el Senado, consiguió declarar nulo el decreto del Fondo de Desendeudamiento y modificar la coparticipación del impuesto al cheque, aunque sin alcanzar los 37 votos y con un oficialismo que, pese a todo, obtuvo la aprobación del pliego de Mercedes Marcó del Pont. Es decir, una oposición con mayoría en la Cámara baja y que, según el tema, logra sacar una luz de ventaja en el Senado. Y entonces, retomando el eje de esta nota, ¿cómo evitar la parálisis política en una situación en la que, siguiendo a Chacho de Buenos Aires, el Ejecutivo y el Legislativo se dan la espalda?
La experiencia internacional siempre ayuda, y en este sentido la comparación más pertinente no es el bipartidismo chileno o uruguayo sino el fragmentado, federal y caótico sistema brasileño. Aun con todos sus éxitos, Lula está lejos de contar con mayoría parlamentaria: el PT cuenta con 91 bancas sobre 513 en Diputados, y con 10 sobre 81 en el Senado. Pese a ello, Lula ha logrado sortear los posibles bloqueos opositores y conseguir la aprobación de algunas leyes cruciales (la última, el nuevo marco regulatorio petrolero), así como el aval a algunas decisiones polémicas (la permanencia del sospechado José Sarney al frente del Senado). Para ello se ha valido de su extraordinaria capacidad de articulación y, sobre todo, de su popularidad entre los brasileños.
En los comienzos de su gestión, Kirchner también apeló a su buena imagen para conseguir alinear a los legisladores detrás de algunas de sus iniciativas (quizás el ejemplo más claro sea el juicio a la Corte menemista, votado por muchos de los mismos que poco tiempo antes, durante la gestión de Duhalde, habían optado por salvarla). El recurso fue la popularidad, un capital simbólico e impreciso pero no por eso menos real, que a menudo resulta más valioso que los recursos materiales a la hora de torcer voluntades y alinear a los díscolos, y que difícilmente pueda ser recuperado si la única estrategia consiste en hablarles siempre a los mismos.
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