EL PAíS › OPINION
› Por José Natanson
Las transformaciones experimentadas por la democracia en tiempos de globalización, auge de los medios de comunicación e individuación de la vida social se reflejan también en la sociedad civil. Desaparecida por obsoleta la idea de pueblo (en el sentido de una entidad única, unánime en sus convicciones y protagonista de una relación bilateral con el líder), las investigaciones y estudios tienden a hablar, cada vez más, de “ciudadanía”: capaz de asociarse y actuar en un marco de democracia liberal, la ciudadanía carece de la supuesta homogeneidad del pueblo.
Como sostiene Isidoro Cheresky (Ciudadanía, sociedad civil y participación política, Miño y Dávila), la ciudadanía hoy parece manifestarse, básicamente, en dos formas polares: la audiencia y el estallido. La primera es conocida: su protagonista, la opinión pública, se expresa a través de los medios masivos de comunicación y, aunque a primera vista parece asumir una posición meramente pasiva, una especie de grado cero de ciudadanía, deja entrever sus preferencias políticas por vía de las encuestas, que marcan su pulso (y a menudo el de los políticos).
La segunda forma, el estallido, es episódica, aunque muchas veces produzca efectos deletéreos, y a veces revela, dramáticamente, la anomia social encubierta. Es la ciudadanía como multitud, muy presente en la transición pos-neoliberal latinoamericana, desde el Caracazo venezolano de 1989 hasta, más cerca en el tiempo, las protestas indígenas que desembocaron en el golpe de Estado contra Jamil Mahuad en el 2000, o las guerras bolivianas del gas y del agua, y por supuesto en el cacerolazo de diciembre del 2001 en la Argentina.
Entre estos dos polos, la audiencia y el estallido, existe también una trama de “militancia social” –comedores, cooperativas, empresas recuperadas, microempredimientos– que le otorga densidad a la sociedad civil local. Sin embargo, pese al entusiasmo de algunos académicos fascinados con la creatividad de sectores sociales a los que en general no pertenecen, se trata de experiencias interesantes como laboratorio social, pero ciertamente irrelevantes en una mirada general de la economía y la política: ninguna de ellas, ni todas ellas sumadas, han logrado incidir en el curso de las grandes políticas nacionales (cosa que sí hace la sociedad civil como audiencia y la sociedad civil como estallido).
Y existe también una sociedad civil compuesta por organizaciones de “representatividad virtual”, que acumulan un largo trabajo y varias conquistas, cuyo paradigma son los organismos de derechos humanos. Con su movilización siempre pacífica, su apelación a los mecanismos legales (juicios, cambios en la legislación, etc.) y su capacidad para aprovechar los avances tecnológicos (presencia en los medios de comunicación, genética) han sido los grandes fundadores de la sociedad civil argentina contemporánea. Como señala Enrique Peruzotti (“La democratización de la democracia. Cultura política, esfera pública y aprendizaje colectivo”), el discurso de los derechos humanos permitió reunir dos cuestiones que la tradición populista había separado, democracia y constitucionalismo, y ubicarlas como un todo indivisible. Los organismos de derechos humanos no sólo definieron los contornos de la sociedad civil, sino que también incidieron en la forma de nuestra democracia, marcando una ruptura político-cultural que ha sido más fuerte en sociedades como la nuestra, con un fuerte pasado populista, que en aquellas de tradición más liberal, como la chilena o la uruguaya.
En este contexto, la asamblea de vecinos de Gualeguaychú es una excepción. No es la ciudadanía como audiencia, ni un estallido que se apagó como los fuegos de octubre, no es un organismo de derechos humanos y su perfil socioeconómico se encuentra varios deciles por arriba del promedio de las organizaciones sociales de base. Aunque de raíz obviamente local, ha adquirido peso nacional.
¿Cómo se explica esta excepcionalidad? En primer lugar, por las características particulares de Gualeguaychú, que pese a sus escasos 76 mil habitantes no es una ciudad más. Con una larga historia y un fuerte protagonismo en las guerras federales (fue en la isla Libertad, frente a sus costas, donde Urquiza reunió al Ejército Grande), Gualeguaychú ha desarrollado una identidad propia, relacionada con el río, el paisaje y, por supuesto, el carnaval (el hecho de que la primera gran marcha contra las pasteras, el 30 de abril del 2005, haya partido del Corsódromo es sintomático). Cuenta con un sector de servicios hiperdesarrollado (1200 plazas hoteleras, 2500 camas en cabañas de alquiler y 17 campings) que, junto a la pequeña y mediana actividad agropecuaria, sostiene a la pequeña-burguesía que hegemoniza la sociedad local.
El sentido de identidad de Gualeguaychú, su relación con el paisaje y el río, quizás ayuden a explicar la sensación de desastre inminente que se instaló cuando comenzó a construirse la pastera, lo que, a su vez, llevó a la elección del eje programático de la protesta. Como sostienen Vicente Palermo y Carlos Reboratti (Del otro lado de río. Ambientalismo y política entre argentinos y uruguayos, Edhasa), la consigna elegida no fue “no a la contaminación”, posición que podría ser defendida mediante, por ejemplo, la elaboración de estudios de monitoreo ambiental conjuntos entre ambos gobiernos, con participación de los vecinos. El slogan fue “no a las papeleras”, lo que implicaba que la única forma de evitar la contaminación era que las plantas no existieran, con un giro dramático expresado en frases como “No a las papeleras, sí a la vida” o “Si Botnia nace, Gualeguaychú muere”, que hacían imposible cualquier camino intermedio y bloqueaban cualquier solución diferente al desmantelamiento de la pastera.
Pero ni las características particulares de Gualeguaychú ni la elección de la consigna alcanzan para explicar la excepcionalidad de la protesta y el alcance que adquirió. Los vecinos consiguieron: incidir en la designación de la máxima autoridad nacional en materia de medio ambiente, impulsar al Estado argentino a presentar la primer demanda internacional ante La Haya, nada menos que contra Uruguay, y condicionar la política exterior del país durante varios años.
Fue, claro, la herramienta elegida, el corte de ruta, lo que les permitió hacer todas estas cosas. Un instrumento de acción directa que otras organizaciones utilizaron y utilizan, aunque siempre de manera transitoria (ni al grupo de piqueteros más rebelde se le ocurriría mantener cortada una ruta durante años) y que puede ser calificado como un recurso extremo en la medida en que implica un daño a terceros (es decir, lo que cualquier manual de táctica y estrategia recomendaría dejar para el final).
Y esto, a su vez, se explica por el método elegido para tomar las decisiones. Como se señalé en otra oportunidad (18/1/2009), los habitantes de Gualeguaychú podrían haber optado por otro sistema: una comisión de vecinos encargada de negociar, la votación de un mandato para el gobernador o el intendente o la designación de un comité de especialistas en medio ambiente. Pero se inclinaron por la asamblea, en la que cualquier decisión es sometida a la consideración general en reuniones totalmente abiertas y horizontales, donde todos tienen la posibilidad de participar.
Pero la asamblea tiene problemas. En tanto método de decisión política, puede ser útil y democrática en ambientes pequeños, como la asamblea de trabajadores de una fábrica o una reunión de consorcistas, es decir, para ámbitos bien delimitados (la asamblea de Ford puede decidir sobre los trabajadores de Ford, pero no sobre los de Peugeot). También puede ser un mecanismo eficaz para destrabar algún tema puntual consultando a la población a través de un plebiscito, aunque eso requiere ciertas reglas institucionales (curiosamente, los vecinos de Gualeguaychú descartaron indignados la propuesta de realizar un plebiscito formulada por Jorge Busti, lo que revela que el amor por los métodos de democracia directa decae cuando existe el riesgo de que se modifiquen las decisiones).
En todo caso, el problema de la asamblea –que es el problema de la democracia directa en las sociedades de masas– es que se distorsiona cuando se trata de desarrollar estrategias sostenidas en el tiempo. Y es que en toda asamblea tiende a imponerse una dinámica gravitatoria que impulsa la radicalización de las posiciones y que se agudiza cuando, como en Gualeguaychú, se actúa con una lógica de ciudad sitiada. En estos casos, los halcones se comen a las palomas y la posibilidad de revertir una decisión ya tomada se hace prácticamente imposible. Y es que debe haber pocos métodos menos adecuados que una asamblea para llevar adelante negociaciones complejas, que exigen astucia táctica para, recurriendo a la jerga castrense, obtener resultados estratégicos. Sucede que en una asamblea no existen los mecanismos de representación que permiten elegir una conducción que se autonomice de las bases y adquiera márgenes de libertad. Como cualquier decisión debe ser sometida a la consideración de todos los vecinos, los atributos básicos de un buen negociador –prudencia, astucia, secreto– se hacen imposibles.
Retomando las ideas señaladas al comienzo, la excepcionalidad de Gualeguaychú, en el marco de la sociedad civil argentina, se explica por varios factores –la fuerte identidad local, la consigna elegida y el método de protesta adoptado– relacionados entre sí. Y también, por supuesto, por los derrapes de ambos gobiernos y por el aval conseguido en un sector de la sociedad y los medios de comunicación, al menos al comienzo. Y en este sentido resulta interesante llamar la atención sobre una tendencia, curiosamente presente en círculos ilustrados, a confundir el método con la meta. El razonamiento es el siguiente: como la asamblea es un mecanismo democrático, igualitario y transparente, entonces todas sus decisiones son necesariamente buenas. Es una falacia, por supuesto, y si no a las pruebas me remito. Para no caer en los miles de ejemplos históricos de asambleas que adoptaron decisiones atroces, sugiero uno más suave y más cercano. En pleno conflicto Gobierno-campo, la protesta de los productores rurales adquirió un formato asombrosamente parecido al de Gualeguaychú: el mismo método de decisión (la asamblea), para una misma herramienta (el corte de rutas), adoptada por personas de similar extracción social (al menos clase media) y hasta algunos liderazgos coincidentes (el incombustible Alfredo de Angeli, a quien en estos días hemos visto revivir al calor de la protesta ambientalista).
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