EL PAíS › OPINION
La desmesura del arco opositor, percibida y cuestionada por sus aliados. La teoría del contagio, una coartada de moda. La Constitución modificada por ley, las nulidades de nuevo cuño. La ley de cheque, un rebusque a mano para la oposición. El Senado ante los DNU, final abierto. El miedo, un alegato de moda. Y otras yerbas.
› Por Mario Wainfeld
“¿Qué se fizo el Rey Don Juan,
¿Los Infantes de Aragón, qué se ficieron?
¿Qué fue de tanto galán?
¿Qué fue de tanta invención?
que trujeron? (...)
¿Fueron sino devaneos?
¿Qué fueron sino verduras
de las eras?
Jorge Manrique, “Coplas por la muerte de su padre”
Pocos meses atrás, el arco opositor clamaba por un Congreso impecable. Exigían debates prolongados y añejados cual vinos de primera, largas transiciones de los proyectos a través de un sinfín de comisiones, reuniones abiertas al público en éstas, desfiles de especialistas para ilustrar a los parlamentarios... Todo eso para desembocar en consensos amplios, Moncloas para todos los talles.
Su praxis a partir del primero de marzo contradijo una a una esas banderas. Los paladines de la transparencia y la deliberación se travistieron en un equipo armado a último momento que cada noche de sesión, cueste lo que cueste, tiene que ganar. Los reglamentos fueron revisitados y burlados, las mayorías legales se reinterpretaron para calzarlas con las disponibilidades del “Grupo A”. El vicepresidente Julio Cobos agravó su pésima performance institucional.
Pongamos entre paréntesis, de momento, la controvertida constitucionalidad de la reforma a la ley de cheque. Aun sin ese estridente detalle el comportamiento de la alianza opositora borró con el codo su prédica de tiempo atrás. Cambió la redacción aprobada en comisión por una urdida de arrebato ante la evidencia de que no llegaría a la mayoría especial. El ansia se confesó, paladinamente: para ganar era forzoso borrar el esquema debatido.
El proyecto de modificación al régimen de los decretos de necesidad y urgencia (DNU) contenía un hallazgo. La ley modificaría la Constitución estableciendo una limitación al veto que ésta consagra. La llamada “pirámide jurídica”, la primacía de la Carta Magna sobre las leyes, se limpiaba de un plumazo. El fin ansiado era restringir los potenciales vetos de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, una obsesión de coyuntura. Ese fin táctico validaba el medio, una norma patética. Era un dislate, se validó en comisión y se retractó, merced a una ráfaga de tino, en el recinto.
El proyecto incluía otro invento de moda, la nulidad establecida por norma parlamentaria cuando es una potestad judicial. Fue rechazado en la votación en particular, merced a la oposición de diputados del centroizquierda y de varios socialistas. La furia interna detonó en reproches y gritos al interior del Frente del Rechazo. Desprolijo, pleno de costurones, casi ininteligible, el proyecto puso proa hacia el Senado.
Tan descomedida es “la oposición”, que sus adláteres mediáticos lo registran y, a disgusto, lo expresan. Los atropellos para formar las comisiones, la violación constitucional con el veto jaquean la magnanimidad de la platea propia. Se escuchan, entonces, comentarios compungidos que derivan en una narrativa esencialista, digna de mención. La oposición, dicen los exegetas “del palo”, se contagió del kirchnerismo. El elenco republicano, los senadores y diputados con las virtudes del Dr. Jekyll, se ha confundido con su adversario. Por eso, el patriciado incurre en tropelías como Mister Hyde. Varían las formas de enunciación pero en el fondo todos concuerdan con el frontal diagnóstico de Jorge Fontevecchia: “Kirchner te kirchneriza”. Como los vampiros, que transforman en tales a los humanos que muerden, agrega el cronista, que propone una lectura distinta, menos maniquea, menos distraída del pasado reciente, seguramente más compleja. Ahí vamos.
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Los peronistas federales y los radicales gobernaron la nación y muchas provincias, apenas ayer. Detenerse en el apego institucional del peronismo en sus versiones menemista, duhaldista o en los territorios es casi sobreabundante. Las reformas de la Corte Suprema, las privatizaciones votadas con diputruchos, los asesinatos de Kosteki y Santillán, la re-reelección, las feroces devaluaciones consagradas por decreto..., la nómina es interminable. Si se habla en serio, ¿alguien rompe lanzas por las credenciales republicanas y la limpieza de procedimiento de los compañeros?
Los radicales tienen fama de ser más quisquillosos con las reglas, se les recrimina más la falta de destreza para gobernar. El mandato de Fernando de la Rúa agravó esta crítica y no fue un dechado de legalidad y contención del poder, precisamente. Sin exagerar, tres de los hechos más relevantes de la breve gestión niegan ese autorretrato poco fiel. La confiscación de jubilaciones y salarios estatales (inconstitucional de pálpito, así sancionada con rapidez), el soborno ecuménico a senadores bipartidistas, la masacre sin parangón del 21 de diciembre en la Plaza de Mayo y el centro porteño.
Por no mentar las leyes votadas de madrugada, de sopetón, ganadas por medio voto.
El cronista saltea los desempeños y las denuncias de negociados, porque su ángulo es (por costumbre y división de tareas) otro. La reseña histórica más somera derroca la leyenda instalada: no hay un colectivo opositor ejemplar, construido en años de trayectoria. Por ende, ese conglomerado no se echó a perder cuando dejó ser minoría parlamentaria. Ni mucho menos, se mimetizó con su antagonista. Sigue siendo lo que fue, sin necesidad de contagio.
Un recién llegado al mando del Grupo A, Mauricio Macri, califica mal para el podio republicano. Desde el espionaje institucionalizado hasta las pistolas-picanas de uso piadoso, pasando por el desdén a los emergentes de la colectividad judía y la prohibición del diario de Ana Frank, “Mauricio” no es un contraejemplo digno de mención. Tal vez se haya contagiado del virus K antes de asumir, quién le dice.
Por cierto, las fuerzas que no gobernaron, como la Coalición Cívica o Proyecto Sur están a cubierto de esta revisión. También zafan quienes ejercieron ejecutivos con modos diferenciados: los socialistas de Hermes Binner, Martín Sabbatella.
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La prisa es mala consejera, la ansiedad también. El despliegue opositor es, amén de “desprolijo”, atolondrado. Para colmo, promoviendo leyes que maniatarán a futuras administraciones que pueden ser de otro signo si las próximas elecciones consagran la alternancia. Vaciarán el poder de cualquier Ejecutivo, no sólo del actual, desfondar al Estado nacional, desnaturalizar los DNU, transformar el Consejo de la Magistratura en un feudo de corporaciones de jueces y abogados trastrocando la división de poderes. Hay perspectivas de recambio, debilitar al presidente no será un suicidio pero sí una autolimitación poco sensata. El cronista no discurre esto en soledad, desde una cultura extraña. Varios artículos de la revista El estadista, que congrega a académicos intelectuales y ex funcionarios radicales, fatigan un carril parecido.
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La teoría de la contaminación K se propaga, si se permite una ironía fácil, al vecinalismo entrerriano. Tras la sentencia de La Haya proliferaron interpretaciones que pretendían ser piadosas con los asambleístas (jamás hay que ponerse de punta contra “la gente”) pero que se asemejaron mucho a la subestimación.
Los pobladores de Gualeguaychú se equivocaron porque fueron engañados por el Gobierno, postularon intérpretes surtidos. La trayectoria de la movida entrerriana es mucho más interesante que esa versión criolla del flautista de Hamelin. Son opinables sus premisas y sus métodos pero no sus convicciones, su capacidad de decidir, la autodeterminación de sus acciones más potentes, con el bloqueo del puente internacional a la cabeza.
Quizá fueron irredentos, poco afectos al diálogo o a la negociación, su intolerancia con aires de superioridad abroqueló en contra al gobierno y al pueblo uruguayo. El devenir estaba inscripto en su intransigencia, en la magnitud de sus demandas y sus temores, en las certezas no transigibles o en los dogmatismos, según se quiera pensar.
Generaron poder político, hicieron agenda e historia, jamás recularon en su herramienta básica, no fueron corderitos ni actores de reparto.
Una lectura racional y apegada a los hechos es exótica y disfuncional a un sentido común gobierno-céntrico. Y a su fábula, cuya moraleja es que la Argentina está gobernada por alienígenas, que contradicen todo lo establecido, que innovan (para mal) en todas las praxis. Tan, pero tan omnipotentes, que construyen aún a sus adversarios o a los movimientos sociales que les dieron más de un dolor de cabeza.
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Exaltado, el Grupo “A” coquetea con revisar hasta algunos destellos constructivos. Por caso, respetar a Eduardo Fellner como presidente de la Cámara de Diputados. El fiel de la balanza fue el radicalismo, que no aceptó el anzuelo que le ofrecían los peronistas federales, el ala más destituyente del Congreso. Una jugada liviana de Fellner acicatea el ansia de los federales, ávida de pretextos para dar rienda suelta a su idiosincrasia. El jujeño reenvió el proyecto de ley de cheque al Senado arguyendo que la supuesta mayoría lograda no es la requerida por la Constitución. Tiene razón, opina el cronista, y sigue esperando que los que arguyen distinto den con un texto escrito con anterioridad que les dé razón. Pero, aun si Fellner estuviera errado, dio un paso correcto, que es sentar su discordancia de modo institucional. Nadie se chupa el dedo, seguramente fue una chicana política y temporal. Pero aquéllas son lícitas y ésta estaba condenada a la brevedad, sólo retrasó el trámite unas horas. Para una norma con tufillo a irregular, es poco.
Intramuros, los opositores asumen que la reforma está flojita de papeles. Tienen a la mano un rebusque para retocarla: aprobarla con modificaciones y con la mayoría especial, muy accesible en Diputados. El proyecto debería volver a la Cámara iniciadora donde, si todos los senadores están en zona metropolitana y con buena salud, podría terminar validada con la mayoría correcta. El gambito se discute, hay quien prefiere pájaro en mano que legalidad volando. Mister Hyde es así, pragmático al mango. Desde que se contagió, claro.
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La modificación de los DNU recala, maltrecha, en el Senado. En el contexto de paridad cuesta dar por sellado su pronunciamiento, máxime cuando ya se comprobó que hay cambios de bando y ausencias no por involuntarias menos determinantes. Los diputados peronistas pampeanos Roberto Robledo y María Cristina Regazzoli (que reportan al senador Carlos Verna) levantaron su mano por el rechazo del proyecto, engrosando el magro caudal del Frente para la Victoria. En la otra Cámara las proporciones son distintas: sus compañeros coterráneos Verna y María Higonet pueden ser determinantes. Como siempre, habrá suspenso hasta último momento.
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La modesta tesis de esta columna es falsa, proclama el sentido común mediático dominante. Muchos protagonistas agregan argumentos a ese juego, por ejemplo el miedo. Mirtha Legrand, que zarandea de lo lindo a Daniel Scioli cuando la visita, adujo tener miedo. Amalia Granata discutió de igual a igual con el jefe de Gabinete, Aníbal Fernández, luego recorrió en triunfo otros medios, fue exaltada por una diputada ultraclarinista en el recinto, también confesó su miedo.
La senadora formoseña Adriana Bortolozzi, integrante de la dinastía político-familiar Bogado, hizo alarde de su miedo hace diez días. Suplicó por un vaso de leche, daba penita. Su prosapia desmentía el discurso. Pocos días después se despachó con una propuesta de modificación de la Ley de servicios de comunicación audiovisual (LdSCA) que supera a los planteos de cualquier multimedios. Un plazo vaticano de desinversión, para empezar. Le puso de moño una defensa encendida y sarcástica de Ernestina Herrera de Noble. El miedo no la arredró por cierto. Su viraje fulmíneo hacia el sector republicano es llamativo, por donde se lo mire. Si hubiera recorrido el camino inverso ya se la hubiera rebautizado como Borocotozzi, pero eso es inimaginable en las huestes del doctor Jekyll.
El recurso al miedo es sobreactuado desde donde se lo mira. Mirtha o Granata no corren más riesgos que ser galardonadas con premios de oro, de Fierro o de platino.
En casi siete años el gobierno kirchnerista incurrió en demasías verbales, excesos de vocabulario. Pero ejerció una contención enorme, para los parámetros argentinos, de la violencia política y la represión a la protesta social. Incluyendo el mayor lockout patronal de la historia. Es su deber, su obrar no es perfecto, pero si se lo compara con los gobiernos recordados más arriba, el spread es considerable.
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El cronista no cree que el oficialismo sea la mosca blanca de la cultura política doméstica, no predica el mito de Jekyll y Hyde al revés. La cuestión se expresa en grises y no en blanco y negro.
En materia institucional el kirchnerismo produjo aciertos notables (la Corte, la derogación de las leyes de impunidad, las leyes jubilatorias, la LdSCA, la asignación universal, el Consejo del Salario, las paritarias libres y perdurables) pero también retrocesos.
La demolición de la credibilidad del Indec es el peor y el más difícil de remontar, a los ojos del cronista.
Consagró reformas importantes, como la de los DNU o el Consejo de la Magistratura o la Reforma política electoral, sin construir consensos amplios, valiéndose de mayorías apretadas y contingentes. Ese tipo de medidas requiere acuerdos extendidos, que cimientan legitimidad y viabilidad para el largo plazo. Sus reformistas de hoy tropiezan (o están tentados de tropezar) con la misma piedra.
Las candidaturas testimoniales y el adelanto de las elecciones del año pasado rolaron al filo del reglamento, por ser piadosos.
El oficialismo suele ser agresivo en lo verbal. A menudo le sale (y le place) elevar el volumen y aún la irritación de la polémica. La retórica gusta de ser provocativa, derrapando a la estridencia o a la baja calidad. Las declaraciones del diputado Carlos Kunkel, entre otros, clamando por la jubilación del Supremo Carlos Fayt, quien cuenta con una sentencia firme a favor de su perduración, es apenas un ejemplo reciente.
Si se miran los hechos de la semana que termina hoy, Aníbal Fernández reincidió en una pésima práctica cuando decidió querellar al diputado Fernando Solanas. Ni el ministro jefe ni Pino se andan con chiquitas cuando discuten, quizá se extralimiten, pero la libertad y hasta su abuso son parte del juego político, al menos en el nivel en que ellos compiten. Llevar una controversia, por desbocada que fuera, a Tribunales enturbia el ambiente democrático. Palabras van, palabras vienen, la política soporta mejor irse de boca que judicializar el debate. Los riesgos de censura son muchos mayores que los beneficios de una sentencia que limite la palabra.
La nómina mencionada no espera ser exhaustiva ni agota los méritos ni los deméritos del oficialismo. Cada cual hará su suma algebraica. Para el cronista vienen siendo años de relativa paz e incorporaciones legales sugestivas, si el término de comparación son gobiernos anteriores.
Ni la calidad institucional ni la cultura política rayan alto, en ninguna trinchera mayoritaria.
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Por cierto, hay proyectos distintos en puja, esta columna ni los ignora ni los menosprecia pero prefiere dejarlos para otros momentos. Opta por focalizar la lógica de un discurso binario, maniqueo, que ensalza virtudes no corroboradas ni en el pasado ni ahora. Más aún, que desdeña la prueba en contrario atribuyendo al adversario las carencias y abusos propios.
Un correlato fatal es la crítica despiadada a formas de movilización social favorables al oficialismo, como las marchas en defensa de la ley de medios o la proliferación de blogs que simpatizan con el kirchnerismo. La historia oficial “A” predicó la soledad absoluta del kirchnerismo, su extrañamiento de la totalidad de los sectores medios, su ensimismamiento en la cúpula. Una incipiente ruptura de ese encierro, que tributó bastante a debilidades del oficialismo, debería llamar a reflexión a la oposición y a los medios que la conducen. Mas no: se construye un mito, el de la violencia de esas prácticas ciudadanas. Hasta hoy, son mucho más sosegadas y tolerantes que las acciones directas de la Mesa de Enlace o que las palabras de los lectores que envían comentarios a La Nación.
En realidad, antes que ensalzar la perfección de un bando y defenestrar al otro, todos los jugadores de primer rango de la política tendrían que probar una autocrítica sobre estos meses. Discusiones arrebatadas sobre temas jurídicos incomprensibles aún para iniciados en Derecho, road movies pluripartidarios por la tele reprisando esas polémicas aburridas...
El cronista podrá equivocarse mucho pero ese devenir abarata la imagen pública de la política, alienta el cualunquismo, aleja a los sectores no politizados que siguen siendo mayoría, aunque la sensación térmica mida diferente.
Esta historia debe continuar y revertirse. Entre tanto, vayan los mejores deseos de recuperación para el doctor Jekyll, quien se ha contagiado de una curiosa enfermedad.
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