EL PAíS › OPINIóN
› Por Horacio Verbitsky
La detención de un asesor del diputado Claudio Lozano, escondido de noche en el despacho de un funcionario jerárquico del ministerio de Economía al que ingresó con copia de la llave, ha derivado en una gresca disparatada entre el jefe político de Lozano, el diputado Fernando Ezequiel Solanas, y el jefe del gabinete de ministros, Aníbal Fernández. El episodio es incomprensible a varias puntas.
Que Lozano eligiera hablar de ese personaje en primera persona del plural y describiera un fantástico operativo que parece sacado de una historieta de la pequeña Lulú y su amigo Toby, con su disfraz de Señor Araña, el detective, es una de las torpezas políticas más asombrosas de este tiempo plagado de prodigios. Ninguno de los bancos y consultoras que pagaban los servicios del bolsero Roberto Larosa se dieron por aludidos de un modo tan autoincriminatorio. El diputado de Proyecto Sur necesitó 24 horas para tomar distancia de ese conocido traficante de información confidencial. Pero antes indujo a Solanas y a sus compañeros de bloque Miguel Bonasso, Cecilia Merchán y Victoria Donda a seguirlo en la denuncia de una conspiración que los minutos de video de las cámaras de seguridad tornaron risible. Solanas fue el más decidido y acusó de delincuente al jefe de gabinete, con lo cual ahora se discute otra cosa.
La respuesta del contador Fernández logró la proeza de superar la tontería de Lozano al querellar a Solanas por delitos que el gobierno que integra suprimió del Código Penal, en cumplimiento de una resolución obligatoria de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. A raíz del fallo de ese organismo en el caso Kimel, la presidente CFK envió al Congreso un proyecto de ley por el cual se reformaron los artículos 109 y 110 del Código Penal, de modo que “las expresiones referidas a asuntos de interés público” en ningún caso configurarán delito de calumnia o de injurias. En los fundamentos del proyecto, la presidente exaltó “la importancia que deben merecer las opiniones y valoraciones críticas y la trascendencia que adquiere la libertad de expresión en toda sociedad democrática, como baluarte del Estado de Derecho”.
Una de las cámaras del Congreso lo convirtió en ley por unanimidad y la otra por una mayoría que más quisieran el gobierno y la oposición en sus tironeos semanales. Los informes anuales de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, de los respectivos relatores sobre libertad de expresión, Catalina Botero y Frank La Rue, y de las principales organizaciones nacionales e internacionales de derechos humanos y de periodistas y de medios, como Adepa, Fopea, Reporteros sin Fronteras, el Comité de Protección de Periodistas de Nueva York y Human Rights Watch, celebraron esa decisión y la propusieron como ejemplo para el resto de la región.
Como ilícitos que pueden dar lugar a una indemnización pecuniaria, las calumnias e injurias se mantienen en los artículos 1089 y 1090 del Código Civil, pero desde hace años la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia y la del sistema interamericano sostienen que los funcionarios deben estar más expuestos a la crítica que el resto de los ciudadanos, aunque ello los obligue a soportar el uso de expresiones ofensivas, porque el interés público tiene prioridad sobre el honor personal. Sólo pueden aspirar a una condena de sus antagonistas si prueban que la acusación era falsa y que el ofensor lo sabía, cosa en este caso imposible: es obvio que Solanas cree que Fernández es un ministro delincuente, así como el jefe de gabinete está convencido de que Macri es un tilingo, Carrió está pirucha y Solá es un traidor capaz de vender a la madre.
Cuando Julio De Vido querelló a Elisa Carrió, y Enrique Albistur a la revista Noticias, Néstor Kirchner les ordenó que desistieran. Ni él ni CFK recurrieron a la justicia para que acallara las voces que los acusan cada día de todo tipo de monstruosidades. Que el ministro más lengualarga del gabinete sea al mismo tiempo el de la piel más fina le hace un flaco favor a su gobierno. La justicia debería rechazar esa acción in limine y la presidente reclamarle a su principal ministro que no vuelva a hacer el ridículo con su desconocimiento de la ley y la jurisprudencia.
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