EL PAíS › OPINIóN
› Por Washington Uranga
El imaginario de transformación social que revivió en el país después de la gran crisis del 2001, apoyado en la convicción de que la historia se puede cambiar por la participación activa de los ciudadanos y, principalmente, por la acción de las organizaciones y de los movimientos sociales, se está ahogando en el mar de contradicciones del escenario político, en la mediocridad de los debates y en la falta de creatividad de la dirigencia. Tenemos una dirigencia incapaz de recrearse a sí misma y de generar instancias superadoras, en lo conceptual, en lo programático y, sobre todo, en la elaboración de alternativas de futuro creíbles para recomprometer, entusiasmar y volver a darle sentido a la construcción colectiva.
Alegre y triste al mismo tiempo; lúcido y nebuloso; accesible e inabordable; lógico e ilógico, el ser humano es, en sí mismo, una paradoja llena de tensiones existenciales que se resuelven por la vía de la negociación. Los seres humanos somos inevitablemente ambivalentes. Más allá de la devaluación del concepto –debido a prácticas que lo fueron vaciando en su contenido primigenio–, la política es ante todo negociación. Y si la negociación está vaciada de sentido (mucho más la política, que debería ser concebida como el arte de construir colectivamente en función del bien común), no existe ninguna posibilidad de encontrar alternativas superadoras.
Entonces, frente al fracaso de la negociación y de la política, nuestra ambivalencia se convierte en una incongruencia que es obstáculo insalvable para pensar y para hacer. No hay negociación, sino enfrentamiento vano y permanente. Y, definitivamente, no hay política.
La realidad política, donde deberían predominar los matices y los tonos, se torna inevitablemente monocromática, todo se ve en blanco y negro y se actúa en consecuencia. Pasa entre los dirigentes. Para unos, “todos” los que están “en el gobierno” son “malos” y hay que combatirlos por ese simple hecho. Desde la otra acera se sostiene que “todos” los que disienten (así sea parcialmente) están en la “oposición” y por esta única razón merecen ser blanco de los peores dardos. Y la circunstancia se repite en el escenario mediático (transformado en la arena de la “madre de todas las batallas” por imperio de la mediatización de la sociedad), pero también en el Congreso, en las calles y en la disputa montada en torno de la pastera instalada en Fray Bentos y el bloqueo al paso del puente binacional entre Argentina y Uruguay. La misma ausencia de capacidad negociadora que –tal como se dijo– es falta de política, impide el diálogo (porque no hay disposición siquiera para sentarse a la mesa con quien opina diferente), obstruye los acuerdos, bloquea la diplomacia y, lo que es peor, habilita las agresiones. Estas últimas las hay de todo tipo: las que se ejecutan desde la cobardía del anonimato, las que se hacen a plena luz de las cámaras sin reparar en el daño y otras, no menos peligrosas, que se amparan en la sinuosa retórica discursiva. De esto saben mucho algunos políticos, varios comunicadores sociales y otros tantos obispos, para mencionar tan sólo algunos actores.
Aunque se pueda explicar –las actuaciones de los seres humanos siempre tienen una explicación posible, hasta para las contradicciones–, resulta difícil de entender por qué los mismos dirigentes que antes levantaron banderas a favor de una determinada medida, poco tiempo después se desdicen y opinan lo contrario sin que medie una argumentación sólida. O lo que es peor: que la razón del cambio sea que ahora se cambiaron de vereda, siendo ésta la única y suficiente justificación. Hay que estar en contra porque eso es lo que sirve a vaya saber qué fines electorales, sectoriales o personales.
Hay empresarios que en privado y frente a hombres del Gobierno se alegran con el crecimiento económico y en otros foros no tienen el menor reparo en quejarse amargamente porque “pierden plata”, sin traducir que esto significa que ganan mejor que antes pero quieren embolsar todavía más y sin límite. Otros hablan en nombre de los pobres y no son capaces de reconocer los avances hechos, las mejoras generadas. Están quienes sólo recuerdan los importantes pasos dados y los logros obtenidos a favor de mejor calidad de vida y se empeñan en desestimar que la pobreza es lamentablemente un dato todavía demasiado vigente en este país. También hay oportunistas que utilizan la pobreza para beneficio propio. Mientras tanto, millones de personas reclaman legítimamente por sus derechos conculcados porque están muy lejos de alcanzar los favores de crecimiento macroeconómico –que no se detiene pero ampara a pocos– o los beneficios que pregonan las estadísticas oficiales.
Ni la polarización ni el dogmatismo –tampoco la necedad– suelen ser buenas consejeras para la construcción de los procesos democráticos que inevitablemente se hacen en la diversidad de opiniones y en la pluralidad de intereses. La democracia genera conflictos porque implica permanente lucha por la administración del poder. Pero el manejo del conflicto requiere negociación, equilibrio y mucha sensatez porque, rotas las reglas de juego, todo el andamiaje laboriosamente construido termina en el piso. Y en ese caso los perjudicados seremos todos y de poco servirán los llantos. Todos seremos responsables y los más damnificados resultarán –-como siempre– los más pobres y los excluidos (de los bienes, también de la palabra y de la participación política). El camino posible es el de recuperar la política hoy devaluada por la miopía, el cortoplacismo y la falta de proyectos. Porque sin política no hay democracia y sin democracia no hay mejor futuro para nadie.
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